El Remolino del Mar Sangriento de Istar. Hubo un tiempo en el que los marineros hablaban de él, si es que lo hacían, en voz muy baja. Hubo un tiempo en el que el Remolino era una espiral de destrucción, unas fauces arremolinadas de muerte roja que atrapaban los barcos entre sus dientes y se los tragaban enteros. Hubo un tiempo en el que en esas fauces se podía oír el atronador sonido de las voces de los dioses.
Ved esto, mortales, y contemplad nuestro poder.
Cuando el Príncipe de los Sacerdotes osó, en su arrogancia, considerarse a sí mismo un dios y las gentes de Istar se inclinaron ante él, los verdaderos dioses lanzaron sobre Istar una montaña ígnea que destruyó la ciudad y la sumergió en lo más profundo del mar. Las aguas del océano adquirieron un color marrón rojizo. Los eruditos afirmaban que ese color se debía a los sedimentos arenosos del fondo del océano. La mayoría de la gente creía que la mancha roja provenía de la sangre de los que habían muerto en el Cataclismo. Fuera cual fuese la causa, el color determinó el nombre del mar que, a partir de entonces, se llamó el Mar Sangriento.
Los dioses crearon un torbellino sobre la zona afectada por el desastre. El gigantesco remolino teñido de sangre tenía el propósito de mantener alejados a quienes podrían perturbar el lugar del último descanso de los muertos, así como ser un constante recordatorio del poder y la majestad de los dioses. Temido y respetado por los marineros, el Remolino era un espectáculo horrendo e impresionante con las arremolinadas aguas rojas que desaparecían en un infernal foso de oscuridad. Una vez atrapado en sus tentáculos, no había escapatoria. Las víctimas eran arrastradas hacia su perdición bajo el embravecido
Entonces Takhisis robó el mundo y, sin la ira de los dioses que lo agitaba, el Remolino giró más y más despacio hasta que finalmente se paró del todo. Las aguas del Mar Sangriento eran plácidas como las de cualquier charca en el campo.
—Mira en lo que se ha convertido el Mar Sangriento. —La voz de Chemosh tenía un ribete de cólera y asco—. En un sumidero.
Protegiéndose los ojos del resol de la mañana, Mina oteó hacia donde el dios señalaba, hacia lo que había sido una de las maravillas de Krynn, una vista aterradora y magnífica por igual.
El Remolino había mantenido vivo el recuerdo de Istar y su escarmiento. Ahora, las antaño tristemente célebres aguas del Mar Sangriento se arrastraban desganadamente sobre las arenosas playas cubiertas de desperdicios y suciedad. Restos de cajas de embalaje y tablones pringados de cieno, redes podridas, cabezas de pescado y botellas rotas, conchas desmenuzadas y mástiles partidos flotaban en la superficie aceitosa del agua y se mecían perezosamente atrás y adelante con el batir del mar. Sólo los vejancones recordaban el Remolino y lo que yacía debajo: las ruinas de una ciudad, de unas gentes, de una época.
—La Era de los Mortales —comentó, despectivo, Chemosh. Empujó una medusa muerta con la punta de la bota—. Éste es su legado. El sobrecogimiento, el temor y el respeto hacia los dioses han desaparecido y ¿qué queda a cambio? Basura y desperdicios.
—Podría aducirse que los dioses no pueden culpar de ello a nadie salvo a sí mismos —argumentó Mina.
—Tal vez has olvidado que hablas con uno de esos dioses —replicó Chemosh, centelleantes los oscuros ojos.
—Lo siento, mi señor. Perdóname, pero a veces es cierto que olvido que… —Se calló al no saber bien dónde podía conducir la frase.
—¿Olvidas que soy un dios? —inquirió él, furioso.
—Mi señor, perdóname…
—No te disculpes, Mina. —La brisa marina agitó el largo y oscuro cabello y se lo apartó de la cara. Dirigió la mirada hacia el mar viendo lo que había sido antaño y viendo lo que era hogaño. Soltó un profundo suspiro—. Yo tengo la culpa. Vine a ti como un mortal. Te amo como un mortal. Quiero que pienses en mí como en un mortal. Éste aspecto mío es sólo uno entre muchos. Los otros no te gustarían especialmente —agregó con sequedad.
Le tendió la mano a la joven, que la tomó, y la atrajo hacia sí. Permanecieron abrazados en la orilla, con el viento entremezclando el cabello de ambos, uno negro y el otro pelirrojo, sombra y fuego.
—Has dicho la verdad —manifestó él—. Los culpables somos los dioses.
—Aunque no robamos el mundo le dimos ocasión a Takhisis de que lo hiciera. Todos estábamos ensimismados en nuestra pequeña parcela de creación, encerrados en nuestras pequeñas tiendas, sentados en nuestras pequeñas banquetas con nuestros pequeños pies enroscados alrededor de los travesaños, forzando la vista sobre nuestro trabajo como un sastre cegato, manejando las agujas en alguna pequeña pieza del universo. Y cuando un día despertamos y descubrimos que nuestra reina había huido con el mundo, ¿qué es lo que hacemos? ¿Tomamos nuestras espadas llameantes y surcamos los cielos dispersando estrellas para ir en su busca? No. Salimos corriendo de nuestras pequeñas tiendas, pasmados y atemorizados, retorciéndonos las manos y gritando: ¡Ay, mísero de mí! ¡El mundo ha desaparecido! ¿Qué voy a hacer? —Su voz se endureció.
—A menudo he pensado que si mi propio ejército hubiese estado desplegado a las puertas de su palacio, mis tropas listas para tomar al asalto su reducto, la reina Takhisis lo habría pensado dos veces. Pero fui indolente. Me sentía satisfecho con lo que tenía. Todo eso ha cambiado. No volveré a cometer el mismo error.
—Te he hecho entristecerte, mi señor —dijo Mina al percibir el pesar y una áspera amargura en su voz—. Lo lamento. Hoy iba a ser un día alegre, un día de comienzos nuevos.
Chemosh le asió la mano y se la llevó a los labios para besarle los dedos. El corazón de la joven latió de prisa y el ritmo de su respiración se aceleró. Él podía despertar su deseo con un simple roce, con una mirada.
—Sólo has dicho la verdad, Mina. Nadie, ni siquiera uno de los otros dioses, se atrevería a decirme algo así. La mayoría no tiene capacidad para verlo. ¡Eres tan joven, Mina! Aún no has cumplido los veintiuno. ¿De dónde sacas tanta sabiduría? De tu difunta reina no, creo —añadió Chemosh, sarcástico.
Mina reflexionó sobre esto con la vista perdida en un mar liso pero no particularmente calmo. El agua se agitaba sin descanso, atrás y adelante; le recordaba a alguien que paseara incansable, desasosegado.
—Lo vi en los ojos de los moribundos —dijo—. No en los de quienes te entregan su alma ahora, mi señor. En los de quienes me la entregaron a mí en su momento.
La batalla del tajo de Beckard. Los Caballeros de Solamnia irrumpieron desde Sanction y rompieron el cerco que los caballeros negros de Takhisis, por entonces conocidos con el ignominioso nombre de Caballeros de Neraka, tenían puesto a la ciudad. Los caballeros y los soldados de Neraka dieron media vuelta y huyeron cuando los solámnicos salieron en tropel de la fortaleza. Al desmoronarse la jefatura de Neraka, Mina había tomado el mando y ordenado a sus tropas que mataran a los que huían, que mataran a sus compañeros, a sus amigos, a sus hermanos. Inspirados por la luz de las relucientes pupilas ambarinas, la obedecieron. Los cuerpos se amontonaron y cerraron el paso. Allí, la carga solámnica se frenó, detenida por un muro de huesos quebrados y carne sanguinolenta. La victoria fue de Mina. La joven había convertido una aniquilación en un triunfo. La joven había recorrido el campo de batalla para sostener la mano de los que morían debido a su orden, para rezar por ellos, para entregar sus almas a Takhisis.
—Sólo que las almas no iban a Takhisis —dijo Mina, fija la mirada en el mar que la había mecido de niña—. Las almas vinieron a mí. Las arrancaba como flores y las apretaba contra mi corazón mientras pronunciaba el nombre de ella. —Se volvió hacia Chemosh.
—Ésa es mi verdad, señor. No la supe durante mucho tiempo. Gritaba «¡Por la gloria de Takhisis!» y le rezaba todos los días y todas las noches. Pero cuando las tropas clamaban mi nombre, cuando gritaban «¡Mina, Mina!», no las enmendaba. Sólo sonreía.
Guardó silencio y siguió contemplando las olas que llegaban a la orilla y depositaban en la arena, a sus pies, la suciedad.
—La humanidad volverá a temer a los dioses —manifestó Chemosh—. O por lo menos a uno de ellos. Ahí abajo —señaló los despojos, la suciedad, la basura que flotaba en el agua— se encuentra el comienzo de mi ascenso como Rey del Panteón. Voy a contarte una historia, Mina. Debajo del mar yace un cementerio, el mayor del mundo, y ésta es la historia de aquellos que fueron sepultados bajo las olas…
Mi historia empieza en la Era de los Sueños, cuando un hechicero poderoso, conocido como Kharro el Rojo, estableció que las Ordenes de la Magia necesitaban un refugio seguro donde los hechiceros pudieran reunirse, estudiar y trabajar juntos. Necesitaban sitios donde poder almacenar a salvo los libros de conjuros y los artefactos mágicos. Propuso que los hechiceros construyeran las Torres de la Alta Hechicería, los baluartes de la magia.
Kharro envió magos por todo Ansalon para localizar emplazamientos en los que construir las nuevas torres. Los Túnicas Blancas, que estaban a las órdenes de una hechicera llamada Asanta, eligieron como enclave una pobre aldea de pescadores que llevaba por nombre Istar.
Los Túnicas Negras y los Túnicas Rojas escogieron ciudades grandes y prósperas para construir sus torres. Kharro emplazó a Asanta en Wayreth y exigió saber qué razón había tenido para hacer su elección. Asanta era vidente. Había mirado el futuro de Istar y había visto que algún día su gloria eclipsaría todas las demás ciudades de Ansalon. Los Túnicas Blancas recibieron permiso para empezar a trabajar en la torre y, cuarenta años después, Asanta dirigió el encantamiento que erigió la Torre de la Alta Hechicería de Istar.
A Asanta le había sido dado vislumbrar el encumbramiento de Istar, pero no había visto su caída. Ni siquiera los dioses habrían previsto eso.
Durante muchas décadas, los hechiceros de la Torre de Istar gobernaron con benevolencia a las gentes del pequeño pueblo y desempeñaron un papel clave en su rápido crecimiento. Al poco tiempo, Istar había dejado de ser un pueblo para convertirse en una ciudad próspera y floreciente. Y a no tardar pasaba a ser un imperio.
A medida que Istar crecía ocurría otro tanto con sus clérigos, en especial los de Mishakal y Paladine. Finalmente, uno de esos clérigos alcanzó un puesto prominente en el gobierno de Istar y se proclamó dirigente, con el título de Príncipe de los Sacerdotes. A partir de ese momento, la influencia de los hechiceros empezó a declinar a la par que la de los clérigos aumentaba.
Una alianza inestable siguió existiendo entre la Iglesia y los magos, aunque la desconfianza crecía en ambos bandos. Un Túnica Blanca llamado Mawort, Señor de la Torre de Istar, logró mantener la paz entre ambas facciones.
El Cónclave de Hechiceros consideraba a Mawort el títere del Príncipe de los Sacerdotes, y cuando éste murió nombró a un Túnica Roja como Señor de la Torre con la esperanza de que esa medida restableciera la independencia de los hechiceros y que tuvieran más peso en la política istariana.
El Príncipe de los Sacerdotes se puso furioso y los ciudadanos de Istar se sintieron indignados. La desconfianza en los hechiceros se intensificó hasta convertirse en odio. La traición y el infortunio ocasionaron una guerra abierta entre el Príncipe de los Sacerdotes, sus seguidores, y los hechiceros. Así empezaron las Batallas Perdidas, a las que se dio tal nombre porque nadie salió ganador.
El Príncipe de los Sacerdotes declaró la guerra santa contra los hechiceros de Ansalon. Éstos se retiraron a sus baluartes y amenazaron con destruir las torres y su entorno si los atacaban. El Príncipe de los Sacerdotes no hizo caso de la advertencia y asaltó la Torre de Daltigoth. Conscientes de que se encaminaban a la derrota, los magos cumplieron su promesa y destruyeron la torre. Se perdieron muchas vidas inocentes en aquella destrucción. A los hechiceros les entristeció aquello, pero creían que, en realidad, su actuación había salvado vidas pues habrían sido muchos millares más los que habrían muerto si los poderosos libros de conjuros y los artefactos mágicos hubieran caído en manos de quienes les habrían dado un mal uso.
Conmocionado por tal calamidad y temeroso de que los magos pudieran destruir a continuación la torre de Istar, el Príncipe de los Sacerdotes ofreció la negociación de un acuerdo de paz. Los hechiceros accederían a abandonar las Torres de Alta Hechicería de Istar y de Palanthas y, a cambio, se les garantizaría un refugio seguro en la Torre de la Alta Hechicería de Waireth. El debate en el Cónclave fue largo y acerbo, pero finalmente se dieron cuenta de que no tenían otra opción. El Príncipe de los Sacerdotes era inmensamente poderoso y parecía tener a los dioses de su parte. Accedieron a las condiciones.
Un mes después de las Batallas Perdidas, el archimago salió de la torre de Istar; fue el último en abandonarla. Selló las puertas y la rindió al Príncipe de los Sacerdotes.
Éste no sabía bien qué hacer con la torre, y durante meses el edificio permaneció cerrado y vacío. Después, siguiendo la recomendación de un consejero, Quarath de Silvanesti, convirtió la torre en un museo de trofeos en el que se exhibían artefactos arrebatados a los acusados de herejía y de rendir culto a los dioses del Mal.
Durante las dos décadas siguientes, centenares de ídolos, iconos, artefactos y sagradas reliquias se llevaron a la torre, a la que se dio un nuevo nombre, Solio Febalas, o la Sala del Sacrilegio. Muchos de mis propios artilugios se llevaron allí porque, naturalmente, mis seguidores se encontraban entre los primeros a los que se persiguió. Estando en comunicación con los espíritus de los muertos, me enteré a través de ellos de los ambiciosos planes de Príncipe de los Sacerdotes de ascender a divinidad él mismo, cosa que lograría alterando el equilibrio y destruyendo el poder de los dioses de la oscuridad y de la neutralidad. Después usurparía el poder de los dioses de la luz.
Intenté advertir a los otros dioses de que serían los siguientes. Llegaría el día en que sus propias reliquias sagradas se hallarían dentro de la Sala del Sacrilegio. Se encogieron de hombros y se echaron a reír.
Sin embargo, sus risas no duraron mucho. En seguida los afables e inofensivos clérigos de Chislev fueron sacados a rastras de sus bosques y se los encerró o se los mató. Los iconos de Majere quedaron expuestos en la sala de trofeos del Príncipe de los Sacerdotes. Gilean se sumó a mis advertencias respecto a la descompensación del equilibrio del mundo, y algunos dioses de la luz unieron sus voces a las nuestras. El Príncipe de los Sacerdotes los enfocó como su siguiente objetivo; al final, hasta el símbolo de Mishakal colgaba con oprobio en la Sala del Sacrilegio.
El Príncipe de los Sacerdotes anunció al mundo que era más sabio que los dioses, que era más poderoso que ellos. Se proclamó dios a sí mismo y exigió que se lo venerara como tal. Fue entonces cuando nosotros, los verdaderos dioses, arrojamos la montaña ígnea sobre Istar.
Nuestra ira hizo que la tierra temblara. Los terremotos arrasaron la ciudad y partieron en dos la Torre de la Alta Hechicería. El fuego la destruyó por dentro, devastó la Sala del Sacrilegio. La torre se desmoronó y sus ruinas fueron arrastradas al fondo del Mar Sangriento junto con el resto de esa ciudad maldita.
—Allí yace la torre en la actualidad —concluyó Chemosh—. Y dentro de esas ruinas se encuentran muchos de las artefactos y reliquias sagrados más poderosos del mundo.
—Eso es hacerse ilusiones, mi señor —argumentó Mina—. Es imposible que resistieran semejante destrucción.
—No sé los demás dioses, pero yo me aseguré de que mis artefactos estuviesen a salvo —respondió Chemosh con una sonrisa astuta—. Y dudo que los otros no hicieran lo mismo.
—Pareces muy seguro de ello, mi señor.
—Lo estoy. Tengo pruebas. Poco después del Cataclismo, busqué la torre y me encontré con que los dioses de la magia la habían hecho desaparecer. Zeboim es hermana gemela de Nuitari y prima de los otros dioses de la magia. Acudieron a ella y la convencieron de que utilizara la poderosa turbulencia del Remolino para enterrar la torre bajo el fondo marino, a gran profundidad, a fin de que ningunos ojos —mortales o inmortales— la descubrieran jamás.
—Y yo me pregunto por qué iban a tomarse tantas molestias los dioses de la magia para ocultar toneladas de ruinas quemadas y reducidas a escombros. A no ser que hubiera algo entre esos despojos que no querían que encontrara ninguno de nosotros…
—Vuestros artilugios sagrados —aventuró Mina.
—¡Exacto!
—Y ahora que el Remolino se ha remansado, puedes ir a buscarlos.
—No sólo puedo ir a buscarlos. Puedo buscarlos sin temor a que se me interrumpa. Con que sólo hubiese metido un dedo del pie en el agua, Zeboim se habría enterado. Habría acudido corriendo desde el rincón más alejado de los cielos para detenerme. Tal como están las cosas, se ignora su paradero en este bello día. Puedo hacer lo que me plazca en su océano, hasta orinar en él si quiero, y tendrá que tragarse sus protestas.
Chemosh asió la mano a Mina y entrelazó los dedos con los de la joven.
—Juntos tú y yo, Mina, buscaremos las legendarias ruinas de la Sala del Sacrilegio, largo tiempo perdidas. ¡Piénsalo, amor mío! Centenares de artefactos sagrados descansan ahí abajo, algunos de los cuales se remontan a la Era de los Sueños, imbuidos de poderes divinos inimaginables en esta «Era de los Mortales». E inasequibles. Ahí abajo hay artefactos pertenecientes a Takhisis, y aunque ella ya no está, su poder aún perdura en esos objetos.
«Artefactos de Morgion, de Hiddukel, de Sargonnas. Artefactos pertenecientes a Paladine y a Mishakal. Me propongo distribuir esas poderosas reliquias entre los Predilectos que viajan por Ansalon de camino aquí para recibirlas. Cuando se haya conseguido eso, mis seguidores serán los más formidables y poderosos de todo el mundo. Entonces estaré en posición de desafiar a los otros dioses por el liderazgo de los cielos y del mundo.
—Gustosa iría contigo hasta los confines de ese mundo, mi señor, y contemplaría las maravillas que se guardan en las profundidades oceánicas, pero del mismo modo que yo olvidé que eras un dios, tú has olvidado que yo no lo soy —dijo Mina, sonriendo—. Sé nadar, pero no muy bien. En cuanto a aguantar la respiración…
Chemosh se echó a reír.
—No tienes que nadar, Mina, y tampoco contener la respiración. Caminarás conmigo por el fondo oceánico del mismo modo que caminas por el suelo de nuestro dormitorio. Respirarás agua igual que respiras aire. El peso del agua caerá sobre tus hombros con la misma ligereza que un manto de piel.
—Entonces me transformarás en una deidad, mi señor —bromeó la joven.
La risa de Chemosh cesó y la expresión de sus ojos se tornó profunda e indescifrable, más oscura que las profundidades marinas.
—No puedo hacer tal cosa, Mina. Al menos, todavía no.
La joven sintió una repentina sacudida de miedo, un terror debilitador como el que había experimentado en la traicionera escalera del Alcázar de las Tormentas cuando miró las rocas irregulares y afiladas que emergían, lejanas, al pie del acantilado, y las hambrientas aguas espumosas. Notó la garganta constreñida, el estremecimiento de su corazón. De repente deseó dar media vuelta y echar a correr, escapar. Jamás había sentido un terror así, ni siquiera cuando la feroz dragona Malys se zambullía sobre ella desde el cielo del que llovía sangre, ni cuando la reina Takhisis, mortal y fuera de sí, se había dirigido hacia ella con la intención de arrancarle la vida.
Mina retrocedió un paso, pero Chemosh la tenía bien agarrada.
—¿Qué ocurre, Mina? ¿Te pasa algo?
—¡No quiero ser diosa, mi señor! —gritó mientras forcejeaba para soltarse de su mano.
—Querías poder, Mina, poder sobre la vida y la muerte…
—¡Pero así no! Olvidas, mi señor, que he tocado la mente de un dios —dijo con voz hueca—. ¡He mirado en esa mente, he visto la inmensidad, el vacío, la soledad! No soporto…
Las palabras se le paralizaron en los labios y miró a Chemosh con terror. Había revelado los más íntimos secretos del dios.
—Sí, Mina —musitó él—. Estaba solo, estaba vacío. Y entonces te encontré.
La estrechó entre sus brazos, la apretó contra sí, cuerpo a cuerpo, carne mortal contra carne divina hecha mortal. Puso la boca en la de ella, sus labios anhelantes y cálidos. La arrastró a la arena, sus besos extendiéndose como melaza sobre el miedo de la joven, ocultando su terror bajo la dulzura, una dulzura espesa dentro de la boca de ella. Mina se consumió en su amor hasta que sólo quedó el recuerdo de su miedo y, a no tardar, las caricias del dios consumían incluso ese recuerdo.
La marea subió mientras yacían entre las dunas de arena. Las olas les lamieron los pies y, después, los tobillos. El agua subió sigilosamente, los rodeó, suave y ligera como sábanas de seda. Las olas cubrieron los hombros de Mina. El cabello pelirrojo se pegó a la carne mojada. La joven saboreó sal y sufrió un golpe de tos. Chemosh la aferró.
—El próximo beso que te daré, Mina, te privará del aliento mortal. Durante un instante sentirás que te asfixias, pero sólo será un momento. Insuflaré aliento en tus pulmones, el aliento de los dioses. Mientras estés debajo del agua, mi respiración te sustentará. El agua será para ti lo que ahora es el aire.
—Entiendo, mi señor —contestó ella. El cabello se mecía en el agua como una llama bañada en sangre.
—No estoy seguro de que lo entiendas, Mina —argumentó Chemosh sin dejar de mirarla a los ojos—. El agua será como aire para ti. Eso significa que el aire será como agua. Una vez que haya hecho esto, si sales a la superficie te ahogarás.
En respuesta, la joven pegó los labios a suyos, cerró los ojos y se apretó contra él. Chemosh la estrechó contra sí y, aplastando su boca contra la de ella, absorbió el aire de los pulmones de la joven, absorbió la vida de su cuerpo.
El agua cubrió la cabeza de Mina, que no podía respirar. Jadeó en busca de aire, pero el agua penetró en su boca. Se atragantó, se ahogó. Chemosh la mantuvo fuertemente sujeta. Mina intentó no forcejear, pero fue en vano. El instinto de supervivencia se impuso a su corazón. Luchó para soltarse de la presa del dios, pero él era demasiado fuerte. Los dedos se le clavaban en la carne, en los músculos, en los huesos. Sus piernas la sujetaban para mantenerla debajo del agua.
«Me está matando —pensó—. Me mintió…».
El corazón le latía dolorosamente, los pulmones le ardían. Unos horribles puntos luminosos, como estallidos de estrellas, le oscurecieron la vista. Se retorció entre sus brazos y aspiró, y el agua le entró en los pulmones y en el cuerpo a medida que la marea subía más y más y la mecía suavemente. Estaba demasiado cansada para luchar, así que cerró los ojos y se entregó a la oscuridad teñida de sangre.