5

Un Caballero de la Muerte —dijo Beleño—. Según la diosa, sí —contestó Rhys—. Se supone que hemos de ir al Alcázar de las Tormentas para enfrentarnos a un Caballero de la Muerte y rescatar al espíritu del hijo de la diosa, que está atrapado en una pieza de khas. Rescatarlo de un Caballero de la Muerte.

Rhys asintió con la cabeza, en silencio.

—¿Has estado bebiendo? —preguntó Beleño muy en serio.

—No. —Rhys sonrió.

—¿Te han dado un golpe en la cabeza? ¿Te ha pisoteado una mula? ¿Te has caído escaleras abajo?

—Estoy en mi sano juicio, o eso creo. Sé que esto suena increíble…

—¡Caray! —exclamó el kender a la par que soltaba un silbido—. Pero aquí tienes la prueba.

El kender y él se encontraban en la calzada a varios centenares de metros de la orilla del lago Crystalmir. El nombre se debía a las cristalinas aguas del lago, de un intenso color azul, pero ahora no podía ser más inadecuado. El agua tenía un repugnante color amarillo verdoso y apestaba a huevos podridos. Había un sinnúmero de peces a la orilla, muertos o moribundos. Incluso desde esa distancia, con el viento soplando en dirección contraria, la peste era espantosa. Beleño se pinzaba la nariz.

—Sí, supongo que tienes razón. No podré volver a comer pescado, ¿sabes? —añadió en tono apenado.

Los dos regresaron a Solace y en el camino se cruzaron con la muchedumbre que se había echado a la calle para ver la mortandad de peces. Todo el mundo tenía alguna teoría, desde la de que unos forajidos habían envenenado el lago, hasta la de hechiceros que le habían lanzado un maleficio. El miedo contaminaba el aire tanto como el hedor a peces muertos.

—He estado pensando, Rhys —dijo Beleño mientras caminaban hacia la ciudad—. No soy muy digno de confianza y tampoco se me da muy bien luchar. Si no quieres llevarme contigo no herirás mis sentimientos. Me encantará quedarme con el alguacil para ayudarlo a cuidar de Atta.

Dio unas palmaditas a la perra en la cabeza. El animal lo permitió, si bien su mirada estaba concentrada en el monje. Rhys sonrió ante la generosa oferta del kender.

—Sé que es peligroso, y no te pediría que arriesgaras la vida, amigo mío, si no fuera porque de verdad te necesito. Yo sería incapaz de diferenciar qué pieza de khas encierra el alma del caballero…

—La diosa te dijo que era el caballero negro —lo interrumpió Beleño.

—Mi madre solía citar un dicho: «Ten en cuenta la fuente» —comentó Rhys con ironía.

—Sí, supongo que tienes razón —dijo el kender con un suspiro.

—En esto caso, nuestra fuente no es muy de fiar. Es posible que nos esté mintiendo. Krell podría haberle mentido a ella. Krell podría cambiar el espíritu de una pieza a otra. Para que mi plan funcione tengo que saber qué pieza guarda el alma del caballero, y tú eres el único que puede decírmelo. Además —añadió Rhys, sonriente—, creía que a los kenders les gustaba la aventura, que eran curiosos y absolutamente inmunes al miedo.

—Soy kender, pero no estúpido. Y esto es estúpido.

—No tenemos opción, amigo mío —argumentó Rhys, que coincidía con él—. Zeboim dejó muy claro que si no lo intentamos nos matará.

—Así que en vez de ella, nos matará el Caballero de la Muerte. No veo que ganemos mucho con la alternativa, excepto el viaje al Alcázar de las Tormentas, y probablemente no vivamos lo suficiente para disfrutarlo. ¿Sabes, Rhys? La mayoría de la gente no confiaría una misión tan importante a un kender. Y he de decir que lo comprendo. No se puede contar con los kenders. Yo que tú me dejaría aquí.

—Siempre me has parecido muy digno de confianza, Beleño —contestó el monje,

—¿De verdad? —Beleño estaba desconcertado—. Entonces supongo que tendré que estar a la altura de las circunstancias. —Creo que sí.

—Y para ello es imprescindible conservarse vivo. —Beleño puso énfasis en la última palabra.

—Enfócalo de este modo: por lo menos hemos conseguido algo —comentó Rhys—. Hemos llamado la atención del dios.

—Cosa que evitaría la gente con un mínimo de sentido común —arguyó el kender, enfadado—. Mi padre también solía citar un dicho: «Jamás llames la atención de un dios».

—¿Tu padre decía eso? ¿De verdad? —Rhys lo miró con la ceja enarcada.

—Bueno, lo habría dicho si se le hubiera ocurrido. —Beleño se detuvo en mitad del camino para discutir el tema—. Para empezar, ¿cómo llegamos al Alcázar de las Tormentas, Rhys? Yo no sé manejar una embarcación. ¿Y tú? ¡Bien! Entonces ésa es la solución para salir con bien de esto. No podemos ir al Alcázar de las Tormentas si no podemos llegar allí. La diosa tiene que ver la lógica que hay en…

—La diosa nos transportará en los vientos de tormenta, supongo. Lo único que tengo que hacer es comunicarle que estamos preparados.

Beleño puso los ojos en blanco. Atta, al ver a su amo abatido y triste, le dio un suave lametón en la mano. El monje le acarició la cabeza, la rascó debajo de la quijada, le manoseó las orejas. El animal se pegó contra él, levantada la cabeza para mirarlo a la cara con tristeza y deseando poder hacer algo para arreglarlo todo.

—Nos echará de menos —comentó Beleño con voz ahogada.

—Sí —convino Rhys en voz baja. Posó la mano en el hombro del kender.

«Durante toda tu vida has trabajado para salvar los espíritus perdidos, Beleño. Piensa en esto como algo para lo que has nacido, tu mayor desafío.

El kender reflexionó sobre ello.

—Eso es verdad. Supongo que habré de salvar una alma. Pero si esa consideración es válida en mi caso, ¿qué me dices de ti, Rhys? ¿Para qué has nacido tú?

—Al igual que todos los hombres, nací para morir —fue la simple respuesta del monje.

Más entrada la mañana, fuera de la posada El Último Hogar, Rhys se arrodilló delante de Atta y puso la mano en la cabeza de la perra, casi como si le diera la bendición.

—Tienes que portarte bien, Atta, y hacer caso a Gerard. Ahora es tu nuevo dueño. Trabajas para él.

Atta alzó la mirada hacia Rhys. Percibía la tristeza en su voz, pero no lo entendía. Nunca entendería, nunca sabría por qué la abandonaba. El monje se puso de pie. Tuvo que dejar pasar unos segundos antes de hablar.

—Deberías llevártela ahora, alguacil —pidió.

—Vamos, Atta —dijo Gerard, que utilizó la orden que Rhys le había enseñado—. Ven conmigo. Atta miró a Rhys.

—Ve con él, Atta —confirmó el monje e hizo un gesto con la mano con la que mandaba a la perra marcharse.

El animal lo miró de nuevo y después, gachas la cabeza y la cola, obedeció y dejó que Gerard la condujera. El alguacil se volvió y sacudió la cabeza.

—La llevé a la posada. Laura le ofreció algo de comer, pero no lo quiso. Espero que esté bien.

—Es sensata y lista —repuso Rhys—. Dale trabajo que la mantenga ocupada y dentro de poco se le habrá pasado.

—Tendrá mucho trabajo con todos los kenders que acuden a ver lo de los peces. Así que os marcháis los dos. ¿Cuándo? —preguntó Gerard.

—Beleño y yo tenemos que hacer antes una visita a la prisionera, y después nos iremos —contestó Rhys.

—¿A la prisionera? —Gerard se había quedado estupefacto—. ¿La loca? ¿Vas a volver a verla?

—Supongo que sigue allí.

—Oh, sí. Fui incapaz de librarme de ella. ¿Para qué quieres volver a verla, hermano? —inquirió Gerard con franca curiosidad.

—Por lo visto cree que puedo serle de ayuda en algo.

—¿Y el kender? ¿También cree que puede ayudarla?

—Soy de los que infunden ánimo —manifestó Beleño.

—No es necesario que nos acompañes, alguacil —añadió Rhys—. Sólo necesitamos tu permiso para entrar en la celda.

—Creo que es mejor que vaya. Sólo para estar seguro de que no os pasa nada a ninguno de los dos.

El monje y el kender intercambiaron una mirada.

—Tenemos que hablar con ella en privado —dijo Rhys—. Es un asunto confidencial. De naturaleza espiritual.

—Creía que ya no eras monje de Majere —comentó Gerard, que dirigió a Rhys una mirada perspicaz.

—Eso no significa que ya no pueda ayudar a los afligidos —repuso Rhys—. Por favor, alguacil. Sólo unos instantes a solas con ella.

—De acuerdo. Tampoco podréis meteros en muchos líos estando encerrados en la celda de una prisión —accedió Gerard.

—Qué sabrás tú —masculló entre dientes Beleño, taciturno.

Dentro de la prisión, el kender tuvo que pararse para intercambiar unas palabras con los de su raza. A Rhys le preocupó oír que Beleño se despedía de ellos como si fuera para siempre. Cuando vio que echaba mano a los saquillos con la intención de repartir sus pertenencias terrenales —lo que era la versión kender de hacer testamento y manifestar los últimos deseos—, el monje asió a Beleño por el cuello de la camisa y tiró de él.

—No se ha movido del catre —informó Gerard mientras señalaba la puerta de la celda—. No quiere comer. Devuelve los platos sin tocar. Tienes visita, señora —anunció en voz alta al tiempo que abría el candado.

—Ya iba siendo hora —dijo Zeboim, que se sentó en el catre.

Retiró la capucha hacia atrás. Los verdes ojos centellearon.

Rhys dio un empujón a Beleño para que el kender entrara en la celda y después entró él.

Gerard cerró la puerta y metió la llave en la cerradura. La hizo girar, pero la dejó donde estaba. Hizo una pausa y escuchó. Los tres hablaban en voz baja y, de todas formas, les había prometido que tendrían intimidad.

Sacudiendo la cabeza, Gerard echó a andar para charlar un rato con el carcelero.

—¿Cuánto tiempo les vas a dar, alguacil? —preguntó éste—. El habitual. Cinco minutos.

Sobre el escritorio había un pequeño reloj de arena y el carcelero le dio la vuelta, para fascinación de los kenders, los cuales metieron entre los barrotes cabezas, brazos, manos y pies a fin de tener mejor vista del espectáculo, y mientras tanto no dejaban de asaetear con preguntas a Gerard, siendo la más repetida cuántos granos de arena había en el reloj y, puesto que no lo sabía, ofreciéndose para contarlos en un periquete.

El alguacil escuchó las quejas del carcelero sobre los kenders, cosa que hacía a diario, observó cómo caía la arena de una ampolla a otra y aguzó el oído, expectante, por si llegaba algún ruido desde el corredor que indicara que había problemas. Sin embargo reinaba el silencio.

—¡Se acabó el tiempo! —gritó cuando hubo caído el último grano por el estrecho cuello, y avanzó por el pasillo con pasos pesados.

Giró la llave y empujó la puerta para abrirla. Se frenó en seco, mirando de hito en hito.

La loca yacía en el catre, con la capucha echada sobre la cabeza y de cara a la pared. No había nadie más con ella. Ni el monje ni el kender.

La puerta de la celda había permanecido cerrada. La había abierto él mismo para entrar. Sólo había un camino para salir del corredor y era donde había estado él, pero no había pasado nadie.

—¡Eh, tú! —le gritó a la demente mientras la sacudía por el hombro—. ¿Dónde están?

La mujer hizo un leve gesto con la mano, como si espantase un insecto. Gerard salió lanzado fuera de la celda y fue a chocar contra la pared del corredor.

—¡No me toques, mortal! —dijo la mujer—. No me toques jamás.

La puerta de la celda se cerró con un fuerte golpe.

Gerard se incorporó. Se había dado contra la pared y por la mañana tendría un enorme moretón en el hombro. Con un gesto de dolor, se quedó plantado mirando la puerta de la celda. Se frotó el hombro y después se volvió y echó a andar corredor adelante.

—Suelta a los kenders —ordenó.

Los kenders se pusieron a gritar y a chillar. El clamor de las voces estridentes habría podido resquebrajar la piedra. Gerard se encogió ante la algarabía.

—Hazlo —repitió la orden al carcelero—. Y date prisa. No te preocupes, Smythe, me han dejado una perra maravillosa que me ayudará a controlarlos. El animal necesita un poco de ejercicio. Echa de menos a su amo.

El carcelero abrió la puerta de la celda y los kenders salieron en tropel, alegremente, a la brillante luz de la libertad. Gerard echó una ojeada a la celda que había al fondo del corredor.

—Y creo que quizá lo va a echar de menos mucho, mucho tiempo —añadió con gesto sombrío.