Los barcos de la fuerza expedicionaria de los minotauros se arrastraban como insectos sobre un mar tan calmo como una balsa de aceite. Los remeros de los inmensos trirremes bogaron sin descanso, día y noche, hasta que muchos se desplomaron, exhaustos. Tripulantes y pasajeros empezaron a enfermar y a morir. Por todo el mundo los barcos languidecían en océanos sin vida. Por todas partes, los marineros rezaban a Zeboim en busca de auxilio; un auxilio que no llegó. Desesperados, algunos se volvieron hacia otros dioses para que intercedieran ante Zeboim.
Sargonnas, sobre todo, habría estado encantado de poder hacerlo. Sus ejércitos tendrían que haber llegado a Silvanesti a mitad de verano y así aprovechar el buen tiempo para fortificar defensas, conquistar nuevas tierras, construir casas para los inmigrantes. Con la lentitud que avanzaban las naves tal vez llegaran a tiempo de celebrar Yule.
Los que llegaran…
En un arrebato de ira, el dios astado pateó el cielo en busca de su hija. No se le ocurría qué perverso capricho se había apoderado de ella, pero su última pataleta tenía que terminar. Corrían peligro sus planes de conquista, tanto del mundo como del plano celestial.
Sargonnas buscó en mares y ríos, en arroyos y regatos. Buscó entre las nubes, que ya no bullían agitadas sino que se agrupaban en masas grises, densas, y lloraban sobre los quietos mares. Desgarró las nieblas y deshizo las calimas, gritó su nombre con voz atronadora.
Zeboim no contestó. Había desaparecido y ninguno de los dioses, ni siquiera Zivilyn con su visión poderosa supo decir dónde se había metido.
Rhys buscaba también a Zeboim. Aunque sus medios eran infinitamente más modestos que los de los dioses, estaba llevando a cabo la búsqueda con el mismo celo y, hasta el momento, con igual fortuna.
El monje y Beleño se habían quedado en Solace durante varios días para seguir con la investigación sobre los saludables muertos amantes de la vida. Rhys mantuvo a su hermano bajo estrecha vigilancia en tanto que Beleño recorría la ciudad en busca de otros cadáveres andantes. Su número iba creciendo. El kender veía más cada día, todos ellos risueños, charlatanes, bebedores, juerguistas. Todos ellos cascarones oscuros, vacíos, sin vida.
—Ayer por la mañana vi a una de ellas coqueteando con un joven —le contó el kender a Rhys—. Ésta mañana he vuelto a verlo a él.
El monje le lanzó una mirada interrogativa.
—No pude hacer nada, Rhys —se disculpó Beleño, frustrado—. Intenté prevenirlo sobre tontear con ese tipo de mujer, pero me dijo que me metiera en mis asuntos y que si me pillaba fisgoneando otra vez me haría papilla y me metería en una de sus bolsas.
—Tenemos que hacer algo para detener a esos «Predilectos de Chemosh» —manifestó Rhys—. He impedido varias veces a mi hermano que mate, más por asustar a la víctima que por hacerle algo a él. Se niega a hablar conmigo, y eso cuando me reconoce, cosa que ocurre rara vez. Al parecer no se acuerda de mi intento de matarlo, o, si lo recuerda, no me guarda rencor, porque cuando le salgo al paso se limita a reírse y luego se aleja. Tampoco puedo estar encima de él día y noche. Él no necesita dormir, pero yo sí.
Miró un tanto frustrado a Lleu, que paseaba tranquilamente, con aire garboso, por la calle mayor de Solace, el sombrero echado hacia atrás como si quisiera sentir la caricia del sol matinal en la cara, sólo que estaba lloviznando. Llevaba días cayendo esa llovizna y Solace se había convertido en un barrizal por el que se movían ciudadanos empapados y malhumorados.
Lleu iba canturreando. En una ocasión había entonado una pieza de baile. Después, canturreó fragmentos de la misma melodía. Y ahora su canturreo resultaba irreconocible, desafinado y desentonado, como si hubiese olvidado la canción, como probablemente había ocurrido. Igual que olvidaba en un visto y no visto si había comido o bebido. Igual que olvidaba a Rhys. Igual que olvidaba a sus víctimas al momento de matarlas.
—Rhys —llamó de repente Beleño al tiempo que le tiraba de la manga—, ¡mira! ¿Adónde va?
El monje había estado absorto en sus pensamientos, tan lúgubres como el día, y no prestaba atención a lo que pasaba. Había dado por hecho que Lleu volvería al Abrevadero, que era donde pasaba el tiempo cuando no estaba haciendo el amor con alguna joven condenada a morir. Rhys escudriñó a través de la llovizna intermitente y vio que Lleu había girado en otra dirección. Se encaminaba hacia la calzada principal.
—Me parece que se marcha de la ciudad —comentó el kender.
—Creo que tienes razón —convino Rhys al tiempo que se detenía tan bruscamente que pilló desprevenida a Atta. La perra dio unos pasos más antes de caer en la cuenta de que había dejado atrás a su amo. Se volvió y le dedicó una mirada dolida como si le reprochara que no lo había avisado; luego se sacudió el agua del pelaje y regresó al trote.
—Ahora que lo pienso —dijo Beleño—, no he visto a ninguno de los Predilectos cuando he pasado por el mercado esta mañana, y tampoco había ninguno en la posada. Por lo general siempre hay uno o dos rondando por allí.
—Se han puesto en marcha —dedujo Rhys—. Fui a visitar a los pobres padres de Lucy con la esperanza de poder hablar con ella, pero me dijeron que había desaparecido, al igual que su marido. Fíjate cómo se ha trasladado Lleu de ciudad en ciudad. Quizá cuando los Predilectos de Chemosh finalizan su misión en un sitio reciben la orden de desplazarse al siguiente y después al siguiente. De ese modo nadie sospecha nada, como podría ocurrir si se quedaran en el mismo lugar mucho tiempo. Viajan hacia el éste.
—¿Y cómo sabes eso? —se interesó Beleño.
—No lo sé con certeza —reconoció el monje—, salvo por el hecho de que Lleu ha estado viajando en esa dirección. Es como si algo lo atrajera…
—Alguien —lo corrigió el kender, sombrío.
—Sí, Chemosh. Y me pregunto para qué. ¿Con qué propósito?
Beleño se encogió de hombros. No veía razón para seguir planteando preguntas que no se podían contestar, así que volvió a lo práctico.
—¿Vamos tras él?
—Sí —respondió Rhys, que echó a andar otra vez—. Vamos tras él. Beleño soltó un triste suspiro.
—Esto no nos está llevando a ninguna parte, ¿sabes? Ir de un sitio a otro para ver cómo tu hermano engulle treinta comidas al día y bebe suficiente aguardiente enano para ahogar a un kobold…
—No se puede hacer otra cosa —repuso el monje, frustrado—. De la diosa no hay que esperar apoyo. Le he pedido que me ayude a encontrar a esa Mina y a intentar descubrir qué trama Chemosh, pero Zeboim no ha atendido mis súplicas. Fui a su santuario y me lo encontré cerrado, con la puerta atrancada. Creo que me elude deliberadamente.
—¿Así que simplemente seguimos a tu hermano por si nos conduce a alguna parte? Alguna parte que no sea otra taberna, se entiende.
—Exactamente.
Beleño sacudió la cabeza y fue en pos de él. Sin embargo, no habían recorrido ni medio kilómetro cuando oyeron gritos y la trápala de cascos.
Rhys se apartó a un lado de la calzada. Uno de los guardias de la ciudad sofrenó a su caballo junto al monje.
—Yo no lo he cogido —negó rápidamente Beleño mientras agitaba las manos en el aire—. O si lo hice, lo he devuelto.
—¿Eres Rhys Alarife? —preguntó el guardia sin hacer caso del kender.
—Sí —contestó el monje.
—Tienes que volver a Solace. El alguacil me mandó a buscarte.
Rhys volvió la vista hacia la figura de su hermano, que desaparecía en la bruma de la llovizna. Lo que quiera que quisiera de él Gerard debía de ser urgente para que enviara a uno de sus hombres.
Dio media vuelta en dirección a Solace. Beleño se puso a su lado.
—El alguacil no dijo nada de que quisiera ver kenders —manifestó el guardia, ceñudo.
—Está conmigo —aclaró Rhys con voz sosegada al tiempo que posaba la mano en el hombro de Beleño.
El guardia vaciló un momento, esperó hasta asegurarse de que los dos se ponían en marcha hacia la ciudad y a continuación regresó al galope para informar.
—¿Qué crees que querrá el alguacil? —preguntó Beleño—. Puesto que no me buscan a mí.
—No tengo ni idea. —Rhys sacudió la cabeza—. A lo mejor tiene algo que ver con una de las víctimas de asesinato.
—Pero nadie sabe que las asesinaron excepto nosotros. —Quizá lo ha descubierto de algún modo.
—Sería estupendo, ¿verdad? Al menos ya no estaríamos solos en esto. —Sí—. De repente Rhys se dio cuenta de lo solo que se sentía, un simple mortal plantándole cara a un dios. —Sería magnífico.
Encontraron a Gerard esperándolos con impaciencia al pie de la escalera que subía a la posada El Ultimo Hogar. Estrechó la mano de Rhys e incluso dedicó a Beleño un amistoso saludo con la cabeza.
—Gracias por venir, hermano. Me gustaría hablar en privado contigo, si no te importa —dijo Gerard, que se llevó a Rhys a un lado y añadió en voz baja:
—¿Crees que esa perra pastora de kenders tuya sería capaz de tener vigilado a tu pequeño amigo durante una hora más o menos? Quiero que me acompañes a la prisión. Es por un preso que tengo allí.
—Me gustaría que Beleño viniera conmigo —adujo Rhys con la idea de que, si se trataba de uno de los Predilectos de Chemosh, necesitaría la ayuda del kender—. Posee talentos especiales…
—Los tengo, ¿sabes? —abundó Beleño con modestia.
Los dos hombres se volvieron y se encontraron con el kender de pie justo detrás de ellos. Gerard le asestó una mirada feroz.
—Oh, al decir en privado te referías a vosotros dos —dijo Beleño—. Sea como sea, iba a añadir que no me importaba quedarme con Atta, Rhys. Ya conozco la prisión de Solace y, aunque es muy bonita —se apresuró a agregar en favor del alguacil—, no es un sitio que me apetezca visitar otra vez.
—Laura le dará de comer —ofreció Gerard—. Y a la perra también.
En lo que a Beleño concernía, lo de la comida hacía del trato cosa hecha.
—No me necesitas. Sabes muy bien lo que tienes que buscar —dijo en voz baja a Rhy—. Los ojos. Todo radica en los ojos.
El monje mandó a Atta con Beleño y le dijo al kender que no perdiera de vista a la perra, mientras que a ésta, con una orden muda y un gesto, le indicaba que no perdiera de vista al kender.
Gerard echó a andar y Rhys fue tras él. Los dos marcharon en silencio por las calles de Solace. Era casi media mañana y, a despecho de la lluvia, las calles se encontraban abarrotadas. La gente dirigía saludos deferentes y amistosos a Gerard, que respondía con un alegre gesto de la mano o inclinación de cabeza. Los haraganes alzaban el vuelo al verlo llegar o si topaba con ellos demasiado pronto lo saludaban inclinando la cabeza con aire culpable. Los forasteros lo miraban con descaro o de forma furtiva. Rhys se fijó en que Gerard tomaba nota de todos ellos. Casi podía verlo archivar las imágenes en su cabeza para futuras consultas.
—No eres muy hablador, ¿verdad, hermano? —dijo Gerard.
El monje, que no veía necesidad de contestar, guardó silencio.
—A estas alturas —sonrió el alguacil—, cualquier otro me habría acribillado a preguntas.
—Supuse que no las responderías —comentó suavemente Rhys—, así que ¿para qué plantearlas?
—Tienes razón. Aunque sería más porque no puedo responderlas que por no querer hacerlo. —Gerard se limpió la lluvia de la cara.
—Allí está la prisión. Por desgracia la antigua se quedó pequeña para Solace, así que construimos ésta. La terminaron hace sólo un mes. Me han dicho que Lleu Alarife se marchó de la ciudad esta mañana —añadió Gerard sin cambiar el tono coloquial—. ¿Ibas tras él?
—Sí, así es.
—Aparentemente, Lleu se ha portado bien mientras estuvo aquí —dijo
Gerard al tiempo que echaba una rápida e intensa ojeada a Rhys.
—Tu hermano parece un poco raro, pero nadie dio quejas sobre él.
—¿Qué dirías, alguacil, si te contara que mi hermano es un asesino? —preguntó Rhys. Su bastón hacía saltar el barro de la calle cada vez que golpeaba el suelo—, ¿que mató a una joven anteanoche?
Gerard alargó la mano, agarró al monje por el hombro y lo hizo girarse hacia él. El alguacil tenía el semblante congestionado y los ojos azules llameaban.
—¿Cómo? ¿Qué joven? ¿Qué diablos te propones al decirme esto ahora, hermano? ¿Que te propones al dejarlo marchar? Por los dioses, te ahorcaré en su lugar…
—La joven se llama Lucy —dijo Rhys—. Lucy Ruedero. Gerard lo miró de hito en hito.
—¿Lucy Ruedero? Vaya, hermano, estás mal de la cabeza. La he visto esta mañana, tan viva como tú. Los vi a ella y a su marido. Les pregunté qué hacían levantados tan temprano y Lucy me contó que iban a uno de los pueblos vecinos del este a visitar a una prima. —La mirada de Gerard se endureció.
—¿Es esto una especie de broma, hermano? Porque, en tal caso, no tiene gracia.
—Me disculpo si te he molestado, alguacil —contestó Rhys con sosiego—. Me limité a plantear una pregunta hipotética.
—Pues no vuelvas a hacerlo. Has estado a punto de acabar estrangulado. Bueno, aquí estamos. No es ninguna maravilla, pero sirve para el propósito que tiene.
Rhys casi ni miró el edificio situado en las afueras de la ciudad. Más parecía un cuartel que una prisión y en ese detalle se notaba la intervención de Gerard, un antiguo Caballero de Solamnia.
Gerard encabezó la marcha hacia el edificio de madera, enlucido con yeso. Numerosos ventanucos con barrotes jalonaban las paredes. Sólo había una puerta, un único acceso para entrar o salir, y tenía vigilancia las veinticuatro horas del día. Gerard hizo un saludo con la cabeza a los guardias mientras guiaba a Rhys al interior.
—Uno de los prisioneros ha pedido verte —informó Gerard.
—¿Que ha pedido verme? —repitió el monje, sobresaltado—. No lo entiendo.
—Tampoco yo —rezongó el alguacil. Estaba de mal humor, todavía molesto por la reciente declaración de Rhys—. Sobre todo considerando que esta persona también es forastera en Solace. Preguntó por tu nombre, y mandé a buscarte a la posada, pero ya te habías marchado.
Le cogió una llave al carcelero y condujo a Rhys por un largo corredor bordeado a ambos lados por puertas. La prisión tenía el habitual mal olor de esos establecimientos, si bien parecía más limpia que la mayoría de los que había visto Rhys. Una amplia celda de barrotes estaba llena de kenders, quienes saludaron alegremente con la mano cuando el alguacil pasó por delante y preguntaron en tono optimista cuándo los dejaban libres. Gerard gruñó algo incomprensible y siguió corredor adelante. Pasaron delante de más celdas grandes de barrotes a las que llamó celdas de arresto.
—En ellas los borrachos pueden dormir la mona, las parejas pueden superar sus rencillas, los farsantes pueden disfrutar de un corto retiro para descansar…
Giró en una esquina y enfiló por un corredor con puertas de madera. —Éstas son las celdas individuales— dijo. —Para los presos más peligrosos. Metió la llave en el candado, la hizo girar y, mientras se abría la puerta, añadió:
—Y para los lunáticos.
Un rayo de sol penetraba, sesgado, por el ventanuco y dejaba en sombras la mayor parte de la celda. Al principio Rhys no vio nada excepto un catre, un cubo para evacuar y una banqueta. Iba a decirle a Gerard que la celda estaba vacía cuando oyó un sonido susurrante. Acurrucado en un rincón, en cuclillas en la zona más oscura de la celda, había un bulto informe de ropas que, supuso, vestían a una persona. No podía decirlo con certeza, ya que no distinguía ninguna cara.
—Soy Rhys —empezó mientras entraba a la celda. No sentía miedo, sólo piedad por la evidente desgracia de la persona—. El alguacil me ha dicho que pediste verme.
—Dile que se marche —respondió una voz apagada, el rostro todavía oculto—. Y cierra la puerta.
—¡De ningún modo! —dijo Gerard con firmeza—. Como dije… demente.
Puso los ojos en blanco y giró el índice, apoyado en la sien.
—Soy capaz de cuidar de mí mismo, alguacil —manifestó Rhys con un atisbo de sonrisa—. Por favor…
—Muy bien, de acuerdo —accedió Gerard de mala gana—. Pero cinco minutos, nada más. Estaré en el corredor. Si me necesitas, grita.
Gerard salió y cerró la puerta. La oscuridad del calabozo aumentó. El ambiente estaba cargado y olía a lluvia. Rhys apoyó el bastón en la pared y después se aproximó y se arrodilló junto a la informe figura envuelta en sombras.
—¿En qué te puedo ayudar? —preguntó afablemente.
Una mano hermosa y bien proporcionada surgió entre el montón de ropas negras y agarró a Rhys por el brazo. Las afiladas uñas se le clavaron en la carne. Unos ojos color verde mar refulgieron y una voz susurró desde las sombras de la capucha.
—Acaba con Ausric Krell —dijo Zeboim, y el nombre sonó como si lo escupiera con odio envenenado—. Y salva a mi hijo.