13

Por todo el continente de Ansalon, los Predilectos de Chemosh recorrían el mundo. Hombres y mujeres jóvenes, sanos, fuertes, hermosos… Muertos. Asesinos todos, que se movían con total impunidad, sin temer a ley ni justicia. Seguidores de Chemosh que disfrutaban del sol y evitaban los cementerios. Predilectos de Chemosh que le llevaban nuevos seguidores todas las noches, matando con impunidad, seduciendo a sus víctimas con dulces besos y promesas aún más dulces: vida eterna, belleza inmarchitable, juventud perpetua. Todo lo que pedían a cambio era una promesa a Chemosh, unas pocas palabras sin importancia, pronunciadas despreocupadamente; el beso letal, la marca de labios grabada a fuego en la carne, otro cadáver recién resucitado.

A medida que pasaba el tiempo, los Predilectos descubrían que la vida eterna no era lo único que habían cosechado. Empezaban a olvidar quiénes eran, lo que habían hecho, dónde habían estado. Sus recuerdos eran reemplazados por la compulsión de matar, de encontrar nuevos conversos. Si fracasaban en esa tarea, si pasaba una noche sin que hubieran dado el beso fatal, el dios les hacía saber su decepción. Contemplaban en sus mentes muertas el rostro del dios, sus ojos vigilantes, y en sus cuerpos muertos sentían su ira, que ardía en su carne exánime, cada día más dolorosamente. Su tormento sólo se aliviaba cuando acudían a él para ofrecerle nuevos conversos.

Y así los Predilectos de Chemosh recorrieron Ansalon dejándose llevar de pueblo a ciudad, de granja a bosque, siempre en dirección éste, con el sol naciente bañando sus rostros, para encontrarse con su dios.

Un dios que no estaba allí para recibirlos.

El Señor de la Muerte se separó de Nuitari con la firme intención de buscar sus reliquias sagradas por toda la maldita torre, desde el pináculo hasta los cimientos, de cabo a rabo. Abrió una puerta y allí estaba Mina. Porque ya no seré una mortal

Cerró la puerta de golpe, abrió otra. La encontró allí. Más útil para ti muerta.

Mina estaba en todas las habitaciones en las que entraba. Caminaba con él por los pasillos de la torre. Sus ojos ambarinos lo miraban desde la oscuridad. Su voz, su última plegaria, susurrada una y otra vez. El ruido de la sangre al caer, gota a gota, en el suelo, a los pies de Nuitari, resonaba en su pecho como el latido de un corazón mortal.

«Esto es una locura —se dijo, enfadado—. Soy un dios. Ella, una mortal. Está muerta. ¿Y qué? Cada día sucumben mortales, a millares de un solo golpe. Está muerta. Su debilidad como mortal expiró con ella. Su espíritu será mío por toda la eternidad si lo deseo. Y puedo desterrarlo si no lo quiero conmigo. Mucho más práctico…».

Se sorprendió mirando fijamente una caja vacía, a saber durante cuánto tiempo, y viendo únicamente el rostro de Mina, que le sostenía la mirada. Comprendió que estaba perdiendo el tiempo.

«Nuitari me pilló desprevenido. No esperaba encontrar la torre reconstruida. No esperaba encontrar al dios de la luna negra estableciéndose aquí. No es de extrañar que esté distraído. Necesito tiempo para pensar cómo combatirlo. Tiempo para hacer planes, para desarrollar una estrategia».

Mientras pensaba aquello, se tranquilizó.

—Me marcho ahora, pero volveré —le prometió al dios con cara de luna. Caminó a través de los muros de cristal, a través de las cambiantes profundidades submarinas, a través del éter, de regreso a la oscuridad del Abismo. Oscuridad que estaba vacía y silenciosa. Terriblemente silenciosa. Terriblemente vacía.

«Su espíritu estará aquí —se dijo—. Quizás elija continuar hacia la siguiente etapa de su viaje. Quizá me deje, me abandone como la abandoné yo».

Empezó a dirigirse hacia el lugar donde las almas pasaban del mundo material al más allá atravesando una puerta que las conducía a dondequiera que necesitaran ir para cumplir su búsqueda espiritual. Fue allí para recibir el alma de Mina.

O para verla alejarse de él.

Se detuvo. Tampoco podía ir allí. No sabía adonde ir y, al final, no fue a ninguna parte.

Chemosh yacía en el lecho, en el lecho de ambos.

Todavía se olía su aroma. Se notaba la marca en la almohada dejada por su cabeza. Encontró unos brillantes cabellos rojos, los tomó y se los enrolló en un dedo. Pasó la mano sobre la sábana, alisándola, y fue como si la pasara sobre la tersa y suave piel, deleitándose con el tacto de la cálida y mórbida carne.

Deleitándose con la vida. Porque ella le transmitía vida.

«Cuando estoy contigo —le había dicho una vez—, es cuando estoy más cerca de la mortalidad. Te veo recostada en la almohada, con el cuerpo cubierto de una fina película de sudor, tendida ahí, lánguida y acalorada. El rápido latido de tu corazón, la sangre palpitante debajo de tu piel. Siento la vida en ti, Mina».

Todo eso había acabado.

Yació en el lecho vacío, contemplando la oscuridad. Sus planes se habían ido al garete. Los «Predilectos» deambulaban por Ansalon y sus besos mortales llevaban más y más conversos a su culto, conversos que obedecerían hasta su más mínima orden. Tendría a su disposición una fuerza poderosa. Ahora no estaba seguro de saber qué haría con ellos.

Su propósito había sido que Mina los dirigiera.

Cerró los ojos, angustiado, y cuando volvió a abrirlos la vio ante él.

—Mi señor —dijo ella.

—Has venido a mí.

—Por supuesto, mi señor. Te juré fidelidad y amor. Chemosh la tomó en sus brazos.

Los ojos ambarinos eran cenizas. Sus labios, polvo. Su voz, el fantasma de una voz. Su tacto, espeluznantemente gélido. Chemosh rodó en la cama, lejos de ella.

Ningún mortal, ni siquiera uno muerto, podía ver llorar a un dios.