Deslizándose a través de las paredes cristalinas de la torre, Chemosh se encontró en una estancia pensada para utilizar como biblioteca en algún momento en el futuro. Estaba desordenada, pero las estanterías que revestían las paredes tenían sin duda el propósito de albergar libros. Había estuches de pergaminos vacíos en el centro de la habitación, así como varios escritorios, un surtido de banquetas de madera y numerosas sillas de respaldo alto de cuero, todas revueltas. Se veían unos cuantos libros en los anaqueles, pero la mayoría seguían metidos en cajas y embalajes de madera.
—Parece que he llegado en día de traslado —comentó Chemosh.
Se acercó a una de las estanterías y tomó uno de los volúmenes polvorientos que se había caído de lado. Estaba encuadernado con cuero negro y no tenía nada escrito en la cubierta. Una serie de ideogramas labrados en el lomo daba título al libro, o eso supuso Chemosh. No los entendía ni sentía interés por entenderlos. Había reconocido lo que eran: palabras del lenguaje de la magia.
—Vaya… —murmuró—. Como había sospechado.
Tiró el libro al suelo y buscó a su alrededor algo con lo que limpiarse las manos.
Chemosh siguió fisgoneando, mirando dentro de los cajones y levantando las tapas de cajas. Sin embargo, no halló nada que le interesara y dejó la biblioteca por una puerta que había en el otro extremo de la estancia. Salió a un corredor estrecho que se curvaba hacia la izquierda y hacia la derecha. Miró primero a un lado y luego al otro; no vio nada que despertara su curiosidad. Echó a andar hacia la derecha; lanzaba ojeadas por las puertas abiertas por las que pasaba. Las estancias estaban vacías, destinadas a alojamientos o a clases. De nuevo, nada de interés, a no ser que se consideraran interesantes los preparativos en marcha para recibir a una multitud.
Chemosh nunca había recorrido las salas de una de las Torres de la Alta Hechicería. Ámbito de los dioses de la magia, las torres eran morada de hechiceros y sus laboratorios, sus libros de conjuros y sus artefactos, todo lo cual se guardaba celosamente, el acceso prohibido a todos los advenedizos. Incluidos los dioses.
Sobre todo los dioses.
Antes de la ascensión de Istar, Chemosh no había mostrado inclinación a entrar en una de las torres. Que los hechiceros guardaran sus pequeños secretos. Mientras no interfiriesen en los asuntos de sus clérigos, sus clérigos no interferirían en los de ellos. Entonces apareció el Príncipe de los Sacerdotes y de repente el mundo —y el cielo— cambió.
Cuando el Príncipe de los Sacerdotes puso de patitas en la calle a los hechiceros de Istar y llenó la torre de artefactos sagrados, robados en las ruinas de templos demolidos, los dioses se indignaron. Algunos de los más belicosos, incluido Chemosh, propusieron tomar al asalto la Torre de Istar y recobrar los objetos por la fuerza. La propuesta se debatió en los cielos y finalmente se descartó al considerar que eso sería quitar el libre albedrío a las criaturas que habían creado. La humanidad debía ocuparse de la humanidad. Los dioses no intervendrían a menos que fuese evidente que corrían peligro los pilares del propio universo. Chemosh quería recuperar sus artefactos, pero más aún deseaba la destrucción del Príncipe de los Sacerdotes y de Istar, de modo que estuvo de acuerdo con los demás. Accedió a esperar y ver qué pasaba.
La humanidad metió el cuezo. Apoyó al Príncipe de los Sacerdotes, lo respaldó. El universo dio un peligroso tumbo. Los dioses tuvieron que actuar.
Descargaron la destrucción sobre el mundo. Todos los clérigos desaparecieron. Comenzó la Era de la Desesperación. Los dioses se mantuvieron aparte, distantes, y esperaron a que la gente regresara a ellos. Chemosh podría haber recobrado sus artefactos entonces, pero estaba metido hasta el cuello en una oscura y secreta conspiración destinada a hacer que la reina Takhisis volviera al mundo. No se atrevió a hacer nada que pudiera llamar la atención hacia el complot. Cuando empezó la Guerra de la Lanza y los otros dioses se concentraron en ella, Chemosh entró en el Mar Sangriento a buscar la torre. Había desaparecido, enterrada a gran profundidad bajo las cambiantes arenas del lecho oceánico.
Ahora se había reconstruido la torre y no le cabía duda de que sus artefactos y los de los otros dioses debían de estar dentro, en algún sitio. No se habían destruido. Podía percibir su propio poder que emanaba de los que había bendecido y, en algunos casos, forjado. Su esencia era demasiado tenue para ayudarlo a localizar las reliquias sagradas, pero se percibía… un tufillo de muerte entre las rosas.
Con gesto irritado se frotó una mancha de polvo de la manga de la chaqueta mientras pensaba qué hacer y si merecería la pena iniciar una búsqueda.
Una voz queda, suave por la amenaza y la malicia, rompió el silencio:
—¿Qué haces en mi torre, Señor de la Muerte?
Una cabeza abombada, cadavérica, incorpórea, flotaba en la oscuridad. Los ojos sin párpados eran más negros que la oscuridad; los labios carnosos sobresalían y se retraían.
—Nuitari —dijo Chemosh—. Supuse que te encontraría rondando por aquí, en algún sitio. No te he visto mucho últimamente. Ahora sé por qué. Has estado muy ocupado.
Nuitari se deslizó silenciosamente hacia adelante. Las pálidas manos salieron de los pliegues de las mangas de su negra túnica de terciopelo. Los largos y delicados dedos estaban en continuo movimiento, ondeando, encogiéndose como los tentáculos de una medusa.
—Te he hecho una pregunta. ¿Qué haces aquí, Señor de la Muerte? —repitió Nuitari.
—Salí a dar un paseo…
—¿Por el fondo del Mar Sangriento?
—… y pasé por casualidad por aquí. No pude evitar fijarme en las mejoras que has hecho en las inmediaciones. —Chemosh dirigió una lánguida mirada en derredor—. Tienes un bonito sitio. ¿Te importa si echo un vistazo?
—Sí, me importa —contestó Nuitari. Los ojos sin párpados lo miraban fijamente—. Creo que será mejor que te vayas.
—Me iré —respondió placenteramente Chemosh—, tan pronto como me devuelvas mis artefactos.
—No sé de qué hablas.
—Entonces deja que te refresque la memoria. Estoy aquí para recuperar los artefactos que me fueron robados por el Príncipe de los Sacerdotes y que se escondieron en esta torre.
—Ah, esos artefactos. Me temo que vas a volver a casa con las manos vacías. Lamentablemente todos fueron destruidos, consumidos por el fuego que redujo a cenizas la torre.
—¿Por qué será que no te creo? —dijo Chemosh—. Tal vez porque eres un consumado mentiroso.
—Ésos artefactos se destruyeron —repitió Nuitari, que metió las agitadas manos en las mangas de la túnica.
—Me pregunto si tus primos, Solinari y Lunitari, están enterados de la existencia de este pequeño proyecto de construcción tuyo —comentó Chemosh, que miraba atentamente a Nuitari—. Quedan dos Torres de la Alta Hechicería en el mundo, la de Wayreth y la de Palanthas, que está oculta en Foscaterra. Los tres compartís la custodia de esas torres, pero me da el corazón que tú no compartes la custodia de ésta. Aprovechando la confusión cuando regresamos al mundo, decidiste emprender camino por ti mismo. Tus primos acabarán descubriéndolo, pero sólo después de que hayas trasladado aquí a tus Túnicas Negras y todos sus libros de hechizos y demás parafernalia, de modo que resultará muy difícil a cualquiera sacarte de este lugar. No creo que a tus primos les haga gracia.
Nuitari permaneció callado, los ojos sin párpados impasibles, oscuros.
—¿Y qué hay de los demás dioses? —continuó Chemosh, ampliando el tema—. Kiri-Jolith, Gilean, Mishakal… Y tu padre, Sargonnas. Vaya, a él sí que le interesará conocer la existencia de tu nueva torre, sobre todo al estar situada debajo de las rutas marinas por las que sus barcos se dirigen a Ansalon. Vaya, apuesto que el dios astado dormirá mejor por la noche con la seguridad que da saber que un puñado de Túnicas Negras que siempre lo han despreciado trabajan en sus negras artes bajo las quillas de sus barcos. Por no mencionar a Zeboim, tu querida hermana. ¿Quieres que siga?
Los gruesos labios de Nuitari se curvaron en un gesto despectivo. A pesar de que eran gemelos, hermano y hermana se despreciaban al igual que despreciaban a los padres que les habían dado la vida.
—Ninguno de los otros dioses lo sabe, ¿verdad? —concluyó Chemosh—. Has guardado esto en secreto, sin contárnoslo a ninguno.
—No veo que nada de esto sea de tu incumbencia —replicó Nuitari, estrechando los ojos sin párpados.
—Personalmente, no me importa lo que hagas, Nuitari. —Chemosh se encogió de hombros—. Por mí puedes construir torres a mansalva. Constrúyelas en todos los océanos, de aquí a Taladas. Constrúyelas en la luna oscura, si eso te place. ¡Uy, un chiste malo! —Sonrió—. No diré una palabra a nadie si me devuelves mis artefactos.
«Después de todo —añadió con un gesto reprobatorio—, son reliquias santas, objetos sagrados que bendije al tocarlos. No os sirven de nada ni a ti ni a tus hechiceros. De hecho, podrían resultar mortíferos si cualquiera de tus Túnicas Negras fuera tan necio de intentar manipularlos. Lo mejor sería que me los entregaras.
—Ah, pero es que sí me son útiles —dijo fríamente Nuitari—. Sólo su valor intrínseco tiene ya un precio, como acabas de demostrar al hacerme una oferta por ellos. —Nuitari levantó un dedo pálido para dar énfasis a su postura.
«Siempre y cuando esos artefactos existieran, cosa que, hasta donde yo sé, no es así.
—¿Hasta dónde sabes? —Ahora le tocó a Chemosh hacer una mueca burlona y a Nuitari le llegó el turno de encogerse de hombros.
—He estado muy ocupado. No he tenido tiempo de buscar por ahí. Y ahora, mi señor, aunque he disfrutado mucho con esta conversación, tienes que marcharte.
—Oh, es lo que me propongo hacer. Mi primera parada será en el cielo, donde los otros dioses se quedarán fascinados al enterarse de qué chico tan atareado y diligente has sido. Antes, no obstante, ya que estoy aquí, echaré un vistazo.
—Quizá en otro momento —replicó Nuitari—, cuando disponga de tiempo para atenderte.
—No hace falta que te molestes, dios de la luna negra. —Chemosh hizo un gesto gentil—. Pasearé solo. ¿Quién sabe? A lo mejor me topo con mis reliquias sagradas. En tal caso, me limitaré a llevármelas. Te quitaré ese estorbo.
—Pierdes el tiempo —dijo Nuitari.
Señaló un gran cofre de madera que había en el suelo. Era oblongo, de un largo más o menos igual que la altura de un ser humano, y estaba hecho con tablas de roble talladas toscamente. Tenía dos asas de plata, una en cada extremo, y un tirador dorado en la parte delantera para levantar la tapa con más facilidad. No había cerradura ni llave. A los lados se veían runas grabadas a fuego en la madera.
—Intenta abrirlo —sugirió Nuitari.
Chemosh le siguió el juego y posó la mano sobre el tirador. El cofre empezó a irradiar un tenue resplandor rojizo. La tapa no cedió. Nuitari hizo un gesto con la mano hacia una de las puertas cerradas. Ésta empezó a irradiar también el mismo fulgor rojizo.
—Cierre hechicero —dijo Nuitari.
—Apertura divina —replicó Chemosh.
Golpeó el cofre con la mano, y las tablas de roble se hicieron cachos. Las asas plateadas cayeron al suelo con un tintineo metálico y el tirador dorado quedó enterrado bajo un montón de astillas. Los libros que había dentro se desparramaron por el suelo, a los pies del Señor de la Muerte.
—De poco sirvió el cierre hechicero. ¿Y ahora tendré que patear la puerta? Te lo advierto, Nuitari, encontraré mis artefactos aunque para conseguirlo tenga que hacer pedazos todas las cajas y las puertas de esta torre, así que sé razonable. Tus carpinteros tendrán mucho menos trabajo si te limitas a entregarme mis cosas…
—Tu mortal se está muriendo —lo interrumpió Nuitari.
Chemosh dejó de hablar y se dio cuenta de que había cometido un error en el momento de hacer la pausa. Tendría que haber respondido al instante «¿Qué mortal?», como si no tuviera ni idea de lo que hablaba Nuitari y tampoco le importara ni mucho ni poco.
Pronunció esas palabras, pero ya era demasiado tarde. Se había delatado. Nuitari sonrió.
—Ésta mortal —dijo mientras abría la mano.
Algo se retorcía en la palma. La imagen era borrosa y al principio Chemosh creyó que era algún tipo de criatura marina, porque estaba mojada y se sacudía dentro de una red como un pez recién pescado.
Entonces vio que era Mina.
Los ojos se le salían de las órbitas, boqueaba para coger aire, se retorcía en un intento desesperado de respirar. Sus labios azulados formaron una palabra:
—Chemosh…
Él tenía preparada la respuesta y habló con aparente calma, aunque no podía apartar los ojos de ella.
—Tengo tantos mortales a mi servicio y todos ellos en trance de muerte, pues tal es su suerte, que no tengo ni idea de quién es.
—Te está implorando. ¿No la oyes?
—Soy un dios —contestó Chemosh, despreocupado—. Son incontables los que me imploran.
—Sin embargo, creo que su plegaria es especial para ti —dijo Nuitari, que ladeó la cabeza.
En la oscuridad se oyó el eco de la voz de Mina.
Chemosh… Voy a ti. No tengo miedo. Abrazo la muerte, porque ya no seré una mortal…
—Qué fe y qué amor tan devotos —comentó Nuitari—. Imagina la sorpresa de mis hechiceros cuando, tratando de pescar un atún, capturaron en cambio a una hermosa joven. E imagina su sorpresa al descubrir que respiraba agua y se ahogaba con el aire.
Sólo había que invertir el encantamiento y Mina viviría. Pero Chemosh tenía que localizarla. Se encontraba en algún lugar de la torre, pero la torre era inmensa y seguramente a Mina le quedaban segundos de vida. Estaba perdiendo el sentido y su cuerpo se sacudía.
«Es una mortal, nada más. Puedo tener cien, mil, si quiero —se dijo para sus adentros al tiempo que proyectaba zarcillos de poder en busca de la joven—. Es una carga para mí. Estoy dentro de la torre y puedo coger aquello que vine a buscar sin que Nuitari pueda hacer nada para impedírmelo».
No consiguió encontrarla. Un velo de oscuridad la envolvía, se la ocultaba.
—Se muere —dijo Nuitari.
—Pues que muera —contestó Chemosh.
—¿Estás seguro, milord? —Nuitari mostró a Mina en la palma de su mano y puso la otra encima de forma que la dejó suspendida en el tiempo—. Mírala, Señor de la Muerte. Tu Mina es una magnífica mujer. Más de un dios te envidia por tener una mortal así a tu servicio…
—Seguirá siendo mía en la muerte como lo fue en vida —replicó Chemosh con brusquedad.
—Pero no la poseerás igual —adujo secamente Nuitari.
Chemosh optó por hacer caso omiso de la indirecta salaz.
—En la muerte su alma vendrá a mí. Eso no podrás impedirlo.
—Ni se me ocurriría intentarlo —manifestó Nuitari.
Mina parpadeó y abrió los ojos. Su mirada moribunda encontró a Chemosh. Tendió la mano hacia él, pero no en un gesto de súplica, sino de despedida.
El Señor de la Muerte tenía caídos los brazos a los costados. Los puños, ocultos por las puntillas de las bocamangas, estaban prietos. Nuitari cerró los dedos sobre ella.
Entre los dedos escurrió sangre. Las gotas rojas cayeron al suelo, lentamente al principio, de una en una. Después cayeron más seguidas, y, por último, el goteo se transformó en un chorro. El dios tenía la mano bañada en sangre. La abrió…
Chemosh se dio la vuelta.