Mina pasó los dedos por el cabello rubio del hombre. Tenía el pelo suave, fino, como el de un niño. Llevaba flequillo, que le caía sobre la frente, y ella se lo apartó de los ojos. No recordaba su nombre. Jamás recordaba los nombres. Sin embargo, sí recordaba los ojos, recordaba el afán, el anhelo, el asombro. El dolor, a veces; la infelicidad, la rabia, la frustración. La adoración, por supuesto. Todos la adoraban. El joven le cogió la mano y se la besó.
Durante la Guerra de los Espíritus sus soldados la habían adorado. La adoraban cuando los conducía a la muerte. La adoraban cuando se arrodillaba y rezaba por ellos y mandaba sus almas al vasto río de los perdidos. Veía el temor en sus ojos, el miedo a lo desconocido.
Tanto miedo. El miedo a la vida, a vivir. Ella tenía el poder de quitarles ese miedo. De apartar lo desconocido. Con su beso, el espíritu abandonaba el cuerpo, daba unos cuantos pasos inseguros, con los brazos extendidos hacia Chemosh, igual que un bebé camina, tambaleándose, hacia su madre. Chemosh volvía a imbuir el espíritu en el cuerpo, bañado, limpio, despojado de toda sensación molesta. Ni amor ni culpabilidad ni angustia ni celos…
—Serás elegido de Chemosh —le dijo al joven, cuyos cálidos labios se posaban en su palma abierta—. Tendrás la vida eterna. No más dolor. Jamás sentirás frío, calor o cansancio.
—Supongo que tanto da un dios u otro —dijo el joven, y su aliento ardiente le rozó el cuello—. Prometen y nunca dan, o eso es lo que me han contado.
—Chemosh te dará todo lo que ha prometido —aseguró Mina mientras le retiraba el cabello—. ¿Quieres aceptarlo como tu dios?
—Si tú vas incluida con él —respondió el joven con una risita.
—Ella va con él —dijo una voz—. Ella le abre el camino.
El joven se levantó de un salto. Habían extendido una manta en un sitio apartado, a la orilla del río, sobre la broza de hojas húmedas, raíces de árbol y hierba aplastada.
—¿Quién eres? —demandó el joven al apuesto dios de refinado atuendo que parecía haber surgido de la tierra, ya que no se lo había oído acercarse.
—Chemosh —respondió y, al tiempo que el joven se quedaba boquiabierto, alargó la mano y lo tocó en el pecho, sobre el corazón—. Y tú me perteneces.
El joven exhaló un gemido de dolor y se aferró el pecho. Un estremecimiento sacudió su cuerpo. Cayó de rodillas, los ojos fijos en el dios mientras la luz se apagaba en ellos poco a poco. Se desplomó de bruces en el suelo y se quedó tirado, inmóvil. Chemosh pasó por encima del cadáver. Miró a Mina con expresión ceñuda, malhumorada.
—No me gusta esto —dijo.
—¿Cómo he incurrido en el desagrado de mi señor? —preguntó Mina, quien se incorporó con aire digno para mirarlo cara a cara—. Hago todo lo que me pides.
Lo que decía era verdad y eso precisamente encolerizó más a Chemosh, así como el hecho de no comprender la razón de que se enfadara con ella.
—Eres una Suma Sacerdotisa del Señor de la Muerte —manifestó—. No es apropiado que estos patanes te soben con sus toscas manazas. Aunque a ti parecen complacerte mucho esos toqueteos. A lo mejor hice mal en interrumpir.
—Mi dulce señor —empezó Mina, que se aproximó a él sin apartar del dios la mirada de sus ojos ambarinos, brillantes y dorados—. Me ordenaste que te trajera a estos jóvenes. Obedezco tus mandatos.
Se acercó más aún, al punto de que el dios percibió la calidez de la joven, olió la fragancia de su cabello y el aroma de su cuerpo, que seguía estando suave y mórbido por el deseo.
—Las manos que me tocan son tus manos —le dijo—. Los labios que me besan, los tuyos, y de nadie más.
Chemosh la tomó en sus brazos y la besó fuerte, con brutalidad, descargando su rabia en ella, que era la causa, aunque no habría podido decir el porqué. Mina le devolvió el beso fiero y desesperado, como en el campo de batalla cuando el tumulto del combate parece apagarse dejando a los dos contrincantes aislados de todo lo demás en un preciado momento que perdurará hasta que uno de ellos muera.
—Mi señor… —musitó Mina—. ¿Me permites que le conceda tu presente?
Señaló con un ademán el cadáver del joven que yacía sobre la manta, a la orilla del río.
—Ya me encargo yo —contestó Chemosh, que se agachó y posó la mano sobre el pecho inmóvil del joven.
Los ojos del cadáver se abrieron. Los tenía de color verde, y el cabello era rubio. Miró a Chemosh y reconoció al dios de los muertos, y en aquella mirada había veneración. Se puso de pie e hizo una reverencia.
—Eres uno de mis Predilectos —manifestó Chemosh—. Viaja hacia el éste, hacia el amanecer de tu nueva vida. Y, en tu camino, encuentra a otros que juren adorarme y tráelos a mi servicio.
—Sí, señor. —El joven hizo otra reverencia a Chemosh, que lo despidió con un ademán y se desentendió de él.
La mirada del joven se desvió hacia Mina, que le sonrió; fue una sonrisa impersonal. Chemosh frunció el entrecejo, y el joven se dio media vuelta y se alejó con premura.
—Si consigues quitarte de la cabeza a tu conquista, quizá podamos volver a ocuparnos de asuntos serios —dijo Chemosh. Sabía que estaba siendo injusto. Mina se limitaba a cumplir lo que él le había mandado. Sin embargo, no podía evitarlo.
—Hoy no estás de buen humor, mi señor —comentó ella mientras enlazaba las manos alrededor de su brazo—. ¿Qué ha ocurrido para que tengas esa expresión sombría?
—No lo entenderías —replicó secamente al tiempo que le retiraba la mano con brusquedad—. Eres mortal.
—Una mortal que ha entrado en contacto con la mente de un dios.
Chemosh le clavó una mirada penetrante. Si sonreía o parecía pagada de sí misma u orgullosa la mataría allí mismo.
La vio seria, sin saber qué pasaba. Lo amaba, lo adoraba.
El dios suspiró profundamente, apaciguado.
—Se trata de Sargonnas. El dios astado va por el cielo pavoneándose todo esponjado como si fuese nuestro rey. —Chemosh, echando chispas, paseaba arriba y abajo por la orilla del río—. Alardea de su victoria en Silvanesti, se jacta de haber aplastado a los elfos, se ríe de cómo han embaucado a los ogros haciéndoles creer que los minotauros son sus aliados. Fanfarronea de que él y sus cabestros no tardarán en ser líderes indiscutibles del tercio oriental de Ansalon.
—Simple jactancia, mi señor —dijo Mina con displicencia.
—No. El dios toro será un zafio patán, pero tiene un rudimentario sentido del honor y no miente. —Dejó de pasear y se volvió a mirar a Mina—. Ha llegado el momento de que pongamos en marcha nuestro plan.
—Pero aún es pronto, mi señor —protestó ella—. El número de nuestros Predilectos aumenta, pero no se acerca siquiera al que haría falta, además de que la mayoría se encuentra en el oeste de Ansalon, no en el éste.
—No podemos esperar —insistió el dios al tiempo que sacudía la cabeza—. Sargonnas gana fuerza de día en día y los otros dioses o no ven su ambición o están tan preocupados con sus propios problemas que no se percatan del peligro. Si se apodera del éste, ¿de verdad creen que se conformará con eso? Después de estar atrapados en sus islas durante siglos, los minotauros han logrado establecerse en el continente por fin. Su propósito no es gobernar sólo el éste, sino todo el mundo, y el cielo por añadidura. —Chemosh apretó el puño.
—Soy el único que se encuentra en posición de desafiarlo. He de actuar ahora, antes de que se haga aún más fuerte. ¿Dónde está ese necio, Krell? —Miró en derredor como si el Caballero de la Muerte pudiera esconderse debajo de una piedra.
—Desatando el caos en alguna parte, supongo —dijo Mina—. No he estado en contacto con él, mi señor.
—Tampoco yo. Lo convocaré para que se reúna con nosotros en el Abismo. Tienes que abandonar este plano durante un tiempo, Mina, y dejar el trabajo que te es tan caro.
Asestó una mirada acerba a la manta arrugada, todavía reciente la huella que dos cuerpos entrelazados habían dejado en ella.
—Tú eres caro para mí, mi señor —respondió suavemente ella—. Mi trabajo no es más que eso: mi trabajo.
Chemosh se vio reflejado en los ojos ambarinos. No vio a nadie más. La tomó de las manos y se las llevó a los labios.
—Perdóname. Estoy raro. No soy el de siempre.
—Tal vez ése sea el problema, mi señor.
El dios se quedó pensativo, meditabundo.
—Quizá tengas razón. Últimamente ni siquiera estoy seguro de saber qué es «ser el de siempre». Resultaba más fácil cuando Takhisis y Paladine dominaban el firmamento. Sabíamos cuál era nuestro lugar. Puede que no nos gustara. Puede que clamáramos contra ellos y que su yugo nos escociera, pero había orden y estabilidad en los cielos y en el mundo. Al final va a resultar que la paz y la seguridad tienen su lado bueno. Así podría dormir con los dos ojos cerrados, en vez de tener uno abierto siempre, estar en todo momento en guardia por si alguien se acerca sigilosamente por detrás.
—De modo que perderás unos cuantos eones de sueño, mi señor —dijo Mina—. Merecerá la pena cuando seas el soberano y los demás se inclinen ante ti.
—¿Cómo adquiriste tanta sabiduría? —Chemosh la tomó en sus brazos y la estrechó contra sí. Le besó el cuello—. He tomado una decisión. A partir de ahora, ningún tosco mortal te hará arrumacos. Ningún mortal rozará tu piel con sus rudos labios. Eres la amada de un dios. Tu cuerpo, tu alma, son míos, Mina.
—Siempre lo han sido, mi señor —repuso ella, estremecida entre sus brazos.
La oscuridad cubrió a Chemosh, lo envolvió a él y la rodeó a ella para conducirlos a una oscuridad más profunda, más densa, más cálida, alumbrada únicamente por la llama del éxtasis.
—Y siempre lo serán.
Chemosh regresó al Abismo y lo halló oscuro y lúgubre. Sólo él tenía la culpa. Podría haber iluminado el Abismo como si fuese el cielo llenándolo de candelabros, arañas, lámparas resplandecientes y linternas titilantes. Podría haberlo amueblado, poblado de gente, llenado de música y danzas. Eones atrás lo había hecho, pero ahora no. Detestaba demasiado su morada para intentar cambiarla. Quería, necesitaba encontrarse entre los vivos. Y había llegado el momento de poner en marcha su plan para satisfacer el deseo de su corazón.
Esperó a Krell con impaciencia y le complació oír finalmente el golpeteo metálico de la armadura del Caballero de la Muerte, que se abría paso despacio a través del Abismo como si caminara trabajosamente por el espeso barro de un campo de batalla. Sus ojos eran dos puntos rojos. Pequeños y muy juntos, le recordaron a Chemosh los de un cerdo demoníaco.
Deseoso de hallar algo mejor a lo que mirar, el dios desvió la vista hacia Mina. Iba vestida de negro, un vestido de seda que se deslizaba sobre las curvas femeninas como sus manos. Los pechos subían y bajaban al respirar. Distinguía el leve latido de la vida en el hueco de la garganta de la mujer. De repente hubiera querido que Krell se encontrara a mil kilómetros de distancia, pero no podía permitirse ceder a sus deseos. Todavía no.
—Bueno, Krell, por fin has llegado —empezó en tono enérgico—. Siento haberte apartado de la matanza de enanos gullys o lo que quiera que fuera que habías encontrado para divertirte, pero tengo un trabajo para ti.
—No estaba matando enanos gullys —replicó Krell con gesto hosco—. Eso no tiene nada de divertido, y tampoco luchar con esas bestezuelas. Se limitan a chillar como conejos y después se desmayan y se orinan.
—Era una broma, Krell. ¿Has sido siempre tan estúpido o es que la muerte te dejó secuelas?
—Nunca me gustaron las chanzas, mi señor —replicó Krell, que añadió con aire estirado—: Y deberías saber a qué me dedicaba, porque tú me mandaste hacerlo. Me limitaba a seguir tus órdenes, a reclutar nuevos seguidores para ti.
—¿De veras? —Chemosh unió las manos por las puntas de los dedos y tamborileó unas contra otras—. ¿Y la cosa va bien?
—Muy bien, mi señor. —Krell se meció sobre los talones, complacido consigo mismo—. Creo que mis reclutas te parecerán más satisfactorios que los de otros.
Lanzó una mirada a Mina. Ella lo había rescatado, lo había liberado de la atormentadora diosa y también de su roca carcelaria, pero, precisamente por ello, la odiaba.
—Al menos los míos son de fiar —replicó Min—. No es probable que traicionen a su señor.
Krell apretó los puños y dio un paso hacia ella.
Mina se levantó de la silla para hacerle frente. Se había puesto pálida y sus ojos semejaban oro reluciente. Sin atisbo de temor, estaba hermosa en su valentía, radiante en su ira. Chemosh se permitió un instante de placer y después se obligó a centrarse en el asunto que debía tratar.
—Mina, creo que tendrías que dejarnos solos.
La mujer asestó una mirada desconfiada a Krell.
—Mi señor, no me gusta…
—Mina —la interrumpió el dios—, te he dado una orden. He dicho que te vayas.
Mina parecía dispuesta a discutir, pero una ojeada al ceñudo semblante del dios bastó para que se retrajera. Se recogió los vuelos de la larga falda y se marchó.
—Deberías meterla en cintura —aconsejó Krell—. Se está propasando. Igual o peor que una esposa. Tendrías que matarla. Daría menos problemas muerta que viva.
Chemosh se giró bruscamente hacia el caballero. En los ojos del dios había un brillo cruel, una luz más oscura que la oscuridad. Lo poco que quedaba del Caballero de la Muerte se encogió dentro de la armadura.
—No olvides que ahora me perteneces, Krell —dijo suavemente—. Ni que con un capirotazo de mi dedo puedo reducirte a un montón de excrementos de pájaro.
—Sí, mi señor —dijo Krell, doblegado—. Lo siento, mi señor.
Chemosh hizo aparecer una silla, después otra, y por último una mesa que colocó entre ambos.
—Siéntate, Krell —ordenó el dios con irritación—. Tengo entendido que te encanta el juego del khas.
—Es posible, mi señor —respondió el caballero, cauteloso, ya que se temía una trampa.
Observó intensamente la silla que se había materializado de la oscuridad del Abismo. Cuando creyó que Chemosh no miraba, dio a la silla un golpecito subrepticio con el dedo.
—Siéntate, Krell —repitió fríamente el dios—. Quiero que los ojos de los demás, aunque sean los ojos de un cerdo, estén al mismo nivel que los míos.
El Caballero de la Muerte dejó caer pesadamente en la silla su nada introducida en la armadura.
Chemosh hizo un gesto con la mano, y un punto de luz brilló sobre un tablero de khas.
—¿Qué te parecen estas piezas, Krell? —inquirió con aire indiferente—. Las he mandado hacer a propósito. Son de hueso.
El caballero iba a decir que le importaba un bledo si las habían hecho de estiércol de caballo, pero reparó en la mirada de Chemosh. Con el índice y el pulgar enfundados en el guantelete, agarró uno de los peones, tallado a semejanza de un goblin, y aparentó examinarlo con admiración.
—Un buen trabajo artesanal, mi señor. ¿Es elfo?
—No, es goblin. Éstas otras piezas son elfas. —Señaló a los dos clérigos elfos.
—Ignoraba que los goblins supieran tallar tan bien —comentó Krell mientras asía al goblin por el cuello y lo escudriñaba con atención.
Chemosh suspiró profundamente. Hasta la vida de un dios era demasiado corta para aguzar la mente de alguien tan zote como Ausric Krell.
—No están talladas, pedazo de lerdo. Cuando dije que eran de hueso me refería a que… Oh, qué más da. Lo que tienes en la mano es un goblin. Un goblin muerto, reducido.
—¡Ja, ja! —Krell rio de buena gana—. Ése sí que es un buen chiste. ¿Y éstos son elfos muertos? —Dio un capirotazo a uno de los clérigos—. Y éste, un kender muerto…
—¡Basta, Krell! —Chemosh respiró hondo y después continuó haciendo gala de paciencia—. Estoy a punto de emprender mi campaña.
Apoyó los codos en la mesa, a los lados del tablero de khas, y se inclinó sobre éste como si calculara un movimiento.
—La acción que planeo llevar a cabo llamará por fuerza la atención de los otros dioses. Sólo uno de ellos plantea una amenaza digna de tenerse en cuenta. Sólo una podría significar un serio estorbo. De hecho, ya ha empezado a molestarme seriamente.
Clavó la mirada en Krell para asegurarse de que estaba prestando atención.
—Sí, milord. —El caballero ya no parecía tan estúpido. Campaña, batalla… Ésas eran cosas que entendía.
—La diosa que me preocupa es Zeboim —dijo Chemosh. Krell gruñó.
—Ha encontrado un seguidor, un monje de Majere privado de derechos, que ha descubierto el secreto de los Predilectos de Chemosh. El monje se lo ha contado a Zeboim y ésta amenaza con delatarme a menos que te devuelva al Alcázar de las Tormentas.
—No vas a hacerlo, ¿verdad, mi señor? —preguntó Krell con nerviosismo.
Chemosh alargó la mano y tomó una de las piezas del lado de la oscuridad, la que se conocía como el caballero. La toqueteó y la hizo girar.
—Pues, de hecho, sí. ¡Espera! —Alzó una mano cuando Krell chilló una protesta airada—. Escúchame. ¿Qué opinas de este movimiento, Krell?
Con lentitud, colocó la pieza delante de la reina negra.
—No puedes hacer ese movimiento, mi señor —rezongó el caballero—. Va contra las reglas.
—Así es, Krell —convino Chemosh—. Va contra todas las reglas. Coge esa pieza y mírala bien. ¿Qué te parece?
Krell levantó la pieza y la observó a través de las ranuras de la visera del yelmo.
—Es un caballero que monta un dragón.
—Descríbela con más detalle —instó Chemosh.
—Es un Caballero de Takhisis —manifestó Krell tras un examen más a fondo—. Lleva el símbolo del lirio y de la calavera en su armadura.
—Muy observador, Krell —comentó el dios. El caballero se sintió complacido, sin darse cuenta del sarcasmo.
—Lleva capa y yelmo, y monta un Dragón Azul.
—¿No te resulta familiar nada de este caballero, Krell? —preguntó Chemosh.
Krell acercó la pieza a la nariz prácticamente. Sus ojos centellearon.
—¡Lord Ariakan! —Krell contempló la figura con incredulidad—. ¡Hasta el más mínimo detalle!
—En efecto, lord Ariakan, el muy amado hijo de Zeboim. Tu tarea consiste en vigilar esa pieza de khas, Krell. Mantenía a buen recaudo y sigue mis órdenes al pie de la letra, porque así es como mantendremos a la Reina del Mar acorralada en su lado del tablero, total y absolutamente impotente.
Los rojos ojos del Caballero de la Muerte se clavaron en la pieza y titilaron, dubitativos.
—No te entiendo, mi señor. ¿Por qué iba a preocuparle una pieza de khas a la diosa? Aunque parezca su hijo…
—Porque es su hijo, Krell —lo interrumpió Chemosh, que puso énfasis en la palabra «es». Se recostó en la silla, apoyó los codos en los brazos del mueble y unió las manos por las yemas de los dedos.
Al caballero le tembló la mano con la que sostenía la pieza y casi la dejó caer. Luego, con premura, la puso en el tablero y retiró la mano de prisa.
—Puedes tocarlo, Krell. No te va a morder. Bueno, de poder pillarte, lo haría, pero no puede.
—Ariakan murió —dijo Krell—. Su madre se llevó su cadáver…
—Oh, sí, muerto está, del todo —convino Chemosh con gesto complacido—. Murió, gracias a tu traición, y su alma vino a mí, como lo hacen todas las almas de los muertos. La mayoría pasan por mis manos tan fugaces como favilas que se elevan al cielo, de camino a la siguiente etapa del viaje. Otras, como la tuya, Krell, están atadas a este mundo como castigo.
El caballero gruñó; fue un ruido sordo en los confines de la armadura.
—Y hay otras, como la de milord Ariakan, que se niegan a marcharse. A veces no soportan separarse de alguien amado. Otras, no soportan separarse de alguien a quien odian. Y esas almas son mías.
Los rojos ojos de Krell titilaron y después llegó la comprensión. Echó hacia atrás la cabeza y soltó una gran carcajada que levantó ecos en el Abismo.
—El ansia de venganza de Ariakan contra mí lo tiene atrapado aquí. Vaya, ésa sí que es una gran broma, mi señor. Una chanza a la que le pillo la gracia.
—Me alegra que te sea tan fácil divertirte, Krell. Y ahora, si eres capaz de dejar de regodearte durante un momento, te daré órdenes. —Soy todo oídos, señor.
El caballero escuchó atentamente las instrucciones, hizo unas cuantas preguntas que, de hecho, rayaban en lo inteligente.
Convencido de que esta parte de su plan seguiría adelante, Chemosh despidió al Caballero de la Muerte.
—Confío en que no te importará regresar al Alcázar de las Tormentas, ¿verdad, Krell?
—Mientras sea libre de marcharme cuando quiera, no, mi señor —respondió el caballero—. ¿Puedo irme de allí una vez que haya terminado mi trabajo?
—Naturalmente, Krell.
El caballero recogió la pieza del tablero de khas, la miró un momento, rio con disimulo, y después la metió en el guantelete.
—A decir verdad, sentía cierta nostalgia por ese sitio.
—Guarda a buen recaudo esa pieza —advirtió Chemosh.
—No la perderé de vista —contestó Krell con una risita—. Puedes contar con ello, mi señor.
Krell se alejó sin dejar de reírse para sus adentros.
—Mina —dijo el dios con desagrado—, ¿me estás espiando?
—No espiaba, mi señor. —Saliendo de la oscuridad, Mina caminó hacia él—. Estaba preocupada. No confío en ese diablo. Ya traicionó a su señor una vez, y puede volver a hacerlo.
—Te aseguro que soy muy capaz de ocuparme de él, Mina —contestó fríamente Chemosh.
—Lo sé, mi señor. Lo siento. —Mina se acercó más, se arrimó a él y apoyó la cabeza en su pecho.
Chemosh sintió su calidez, olió el perfume de su cabello, que le rozaba la piel.
«Daría menos problemas muerta que viva».
Después de todo, era algo que debía tener en cuenta.
—¿Por qué te preocupa Zeboim, mi señor? —preguntó Mina, ajena a los pensamientos del dios—. Sé que ese monje ha estado fisgoneando, pero sólo tienes que darme permiso para que me ocupe de él y…
—El monje es una molestia, nada más. Lo metí en el mismo saco con el único propósito de hacerle saber a la diosa que estoy al tanto de lo que se traía entre manos. Y también para distraerla de mi verdadero propósito.
—¿Y cuál es, mi señor?
—Vamos en busca de un tesoro enterrado, Mina —dijo Chemosh—. El tesoro más valioso conocido por el hombre y por los dioses. Mina lo miró fijamente, perpleja.
—¿Para qué necesitas un tesoro? La riqueza es polvo para ti.
—El tesoro que busco no consiste en cosas tan baladíes como monedas de acero, coronas de oro, collares de plata o baratijas de esmeraldas —se mofó el dios—. El tesoro que busco es de un material mucho más valioso. Está hecho de… mí mismo.
Ella lo miró largamente a los ojos.
—Creo que lo entiendo, mi señor. El tesoro es…
Chemosh le puso el dedo sobre los labios.
—Ni media palabra, Mina. Todavía no. No sabemos quién puede estar escuchando.
—¿Puedo preguntar dónde se halla ese tesoro, mi señor? La tomó en sus brazos y la estrechó al tiempo que le susurraba al oído: —En el Mar Sangriento. Allí es adonde iremos, tú y yo, una vez que tenga la seguridad de que los ojos indiscretos y los oídos aguzados se han cerrado.