Muy lejos del Abismo, en la antigua Torre de la Alta Hechicería de Istar, a la que se había dado el nuevo nombre de la Torre del Mar Sangriento, Nuitari, dios de la magia negra, se había encerrado en una de las habitaciones de la torre con dos de sus hechiceros.
Los tres miraban fijamente, con embelesada intensidad, un gran cuenco de plata, único en forma y diseño. Elaborado a semejanza de un dragón enroscado, el pie del recipiente era el cuerpo del reptil que se retorcía en torno a sí mismo y acababa en la cola. Ésta formaba el cuenco. Las cuatro patas eran la base que soportaba el cuerpo. Cuando la cola estaba llena con sangre de dragón (sangre que se debía tomar con el consentimiento del reptil) el cuenco poseía la habilidad de revelar a quienes miraban en él lo que ocurría, no en el mundo —lo cual no guardaba interés alguno para Nuitari— sino en los cielos.
El robo del mundo por uno de ellos había obrado grandes cambios en todos los dioses, algunos para mejor y otros para mucho peor. Los tres primos, dioses de la magia, siempre habían sido aliados aunque no siempre fueran amigos. Su amor y su dedicación a la magia creaban un vínculo entre ellos tan fuerte como para que aceptaran sus diferentes filosofías en cuanto al modo en que la magia debía utilizarse y promulgarse. Siempre se habían reunido para tomar decisiones relativas a la magia. Habían trabajado juntos para levantar las Torres de la Alta Hechicería. Habían llorado juntos al ver caer las torres.
Nuitari todavía sentía un vínculo con sus primos. Se había unido a ellos para traer de vuelta al mundo la magia divina y era partidario acérrimo, incluso despiadado, de su deseo de poner fin a la práctica de la baja hechicería. Pero la relación entre los primos había cambiado. La traición de Takhisis había convertido en sospechoso a Nuitari a los ojos de todos, incluidos sus primos.
Nuitari nunca había confiado en la ambición de Takhisis. Muchas veces había actuado en contra de su propia madre, sobre todo cuando los intereses de uno y otra habían estado en conflicto. Ni siquiera él estaba preparado para la traición de Takhisis. La sustracción de Krynn lo había cogido desprevenido y lo había puesto en ridículo. Su madre lo había dejado registrando el universo en busca de su mundo perdido igual que un niño registra la casa buscando una canica perdida.
La cólera contra Takhisis por su traición y contra sí mismo por estar ciego a su perfidia era un fuego latente que ardía en su interior. Jamás volvería a confiar en nadie. En adelante, Nuitari cuidaría de Nuitari. Erigiría una fortaleza para sí mismo y para sus seguidores, una que sólo controlara él. Desde la seguridad de esa fortaleza mantendría bajo estrecha vigilancia a los demás dioses y haría cuanto estuviera en su poder para frustrar sus planes y ambiciones.
Las ruinas de la Torre de Istar llevaban mucho tiempo descansando bajo el Mar Sangriento. La mayoría de los dioses habían caído en la ingenuidad de suponer que la torre había quedado totalmente destruida. Los dioses de la magia sabían que no había sido así. A fin de mantener su secreto a salvo, enterraron las ruinas de la torre bajo una montaña de arena y coral. En algún momento, en un futuro muy, muy lejano, cuando la historia de Istar sólo fuera una fábula utilizada para asustar a los niños y hacer que se comiesen la verdura, los dioses de la magia restaurarían la torre, recuperarían las reliquias perdidas y se las devolverían a los dioses que las habían forjado y bendecido.
Takhisis echó por tierra esos planes. Cuando los dioses descubrieron finalmente el mundo, se centraron exclusivamente en la urgente necesidad de restablecer la magia y aplastar la baja hechicería. Solinari y Lunitari estaban dedicados a su causa y eran ajenos a cualesquiera otras. Nuitari prestaba ayuda cuando se lo pedían. Cuando no lo necesitaban, se encontraba en el fondo de Mar Sangriento, trabajando para sí mismo. Levantó las ruinas de la Torre de Istar y la reconstruyó según su propio diseño. Recuperó los artefactos perdidos y los guardó en una cámara fuerte secreta, oculta debajo de la torre, a la que puso el nombre de Cámara de las Reliquias. Después la selló con poderosos cerrojos mágicos y apostó un guardián, un dragón marino, una feroz y astuta criatura llamada Midori.
Hasta ese momento ninguno de los dioses conocía la existencia de su torre. Estaban tan ocupados construyendo templos nuevos y reclutando nuevos seguidores que a ninguno se le ocurrió echar un vistazo bajo el océano.
Confiaba en que esa ignorancia continuara durante un poco más de tiempo, lo suficiente hasta que sus seguidores y él se establecieran firmemente. Los dos únicos dioses que significaban una verdadera amenaza para sus planes eran su hermana gemela, Zeboim, y el dios de la vida marina, Habbakuk.
Afortunadamente, Zeboim se había ido por las ramas, algo relacionado con un Caballero de la Muerte al que había maldecido. En cuanto a Habbakuk, se hallaba inmerso en una batalla contra un gran señor, un dragón que se había instalado en los mares del lado opuesto del globo, una distracción proporcionada por el socio de Nuitari, el dragón marino Midori.
Nuitari no había pensado que tuviera que preocuparse por ninguno de los otros dioses y, además de sorprenderlo, le había desagradado sobremanera descubrir a Chemosh caminando tranquilamente por las salas de la torre. El Ojo de Dios mostró la creciente ambición de Chemosh.
El Ojo de Dios mostró a Mina.
Como todos los dioses, Nuitari era un admirador de la joven. Jugó con la idea de tantearla, de convertirla en uno de sus seguidores. El hecho de que fuera una creación de su madre le hizo desechar la idea. Nuitari no quería tener nada que ver con algo que hubiera tocado su madre, así que se la dejó a Chemosh.
Una buena decisión. La debilidad de Chemosh por esa mortal había sido su perdición. Aun cuando Nuitari no había esperado que Chemosh dejara morir a Mina, el dios de la luna invisible no había tardado en darse cuenta de cómo aprovechar aquello en su beneficio.
Escudriñando el interior del cuenco con forma de dragón, Nuitari había visto al Señor de la Muerte postrado en su lecho, abatido, derrotado, solo, contando únicamente con el fantasma de Mina para ayudarlo, para respaldarlo.
El fantasma de Mina. Nuitari chasqueó los gruesos labios.
—Una excelente ilusión —les dijo a sus hechiceros—. Habéis embaucado incluso a un dios. Cierto, se trata de un dios predispuesto a que lo embaucaran, pero incluso así… Buen trabajo.
—Gracias, mi señor.
—Señor, gracias.
Los dos Túnicas Negras hicieron una respetuosa reverencia.
—¿Podéis mantener esa ilusión todo el tiempo que os pida? —preguntó Nuitari.
—Siempre y cuando tengamos al modelo vivo desde el que trabajamos, mi señor, sí, podemos mantenerla.
Los hechiceros y el dios se volvieron a mirar la celda que habían conjurado in situ. Los muros de la celda eran de cristal, y dentro se veía a Mina empapada, desaliñada y… vivita y coleando, que paseaba de un lado a otro.
—¿Me puede oír? —quiso saber Nuitari.
—Sí, milord. Nos oye y nos ve. Nosotros la vemos pero no podemos oírla.
—¿Nadie la puede oír? ¿Ni su voz ni sus plegarias?
—Nadie, mi señor.
—Estupendo. Mina —llamó Nuitari—, creo que no he tenido ocasión de darte la bienvenida a mi morada. Confío en que tu estancia sea prolongada y placentera. Placentera para nosotros, aunque me temo que para ti no. Por cierto, no me has dado las gracias por salvarte la vida.
Mina interrumpió su incesante ir y venir, se dirigió hacia la pared de cristal y le dirigió una mirada feroz y desafiante, tanto que los ojos ambarinos le centelleaban. Le dijo algo, ya que se la vio mover los labios.
—No sé leer los labios, pero no creo que esté expresando su gratitud, mi señor —observó uno de los Túnicas Negras.
—No, me parece que no. —Nuitari sonrió de oreja a oreja e hizo una reverencia burlona.
Nadie oía las maldiciones de Mina, ni siquiera los dioses. La joven arremetió con los puños contra la pared, que era suave y transparente como el hielo. Volvió a golpearla, una y otra vez, con la esperanza de encontrar una grieta, una hendidura, una imperfección.
—Como le dije a Chemosh, en verdad es magnífica —manifestó Nuitari, admirado—. Reparad en eso, caballeros. No tiene miedo. Está débil a causa de la terrible experiencia por la que ha pasado, medio muerta y, sin embargo, lo que más le gustaría ahora sería encontrar el modo de llegar hasta vosotros y arrancaros el corazón. Utilizadla a voluntad, pero guardadla bien.
—Confiad en ello, mi señor —dijeron los dos Túnicas Negras.
Nuitari dio la espalda a la celda de Mina y se volvió a mirar el cuenco del Ojo de Dios para contemplar la ilusión de la joven, que, de pie junto a Chemosh, lo miraba con apenada aflicción.
—Fijaos en eso. —Nuitari señaló con un gesto desdeñoso la congoja del dios—. Chemosh está convencido de que su amante está muerta, de que sólo le queda su espíritu. Llora. Qué trágico. Qué triste. —Nuitari se echó a reír—. Y qué útil para nosotros.
—Tengo que admitir, mi señor, que albergaba ciertas reservas sobre ese plan tuyo —dijo uno de los hechiceros—. Nunca habría imaginado que sería posible engañar a un dios.
Los pensamientos de Nuitari volaron hacia su madre.
—Sólo a uno que sea débil —contestó, sombrío—. Y, aun en tal caso, sólo una vez.