Cuando yo era niño, casi todos los domingos subíamos a la Cresta del Gallo. Iba de excursión con mi padre y con mis sobrinas, y más adelante, cuando él se hizo mayor, con mi cuñado. Allí había una explanada con una especie de pista deportiva y un fuerte construido con troncos en el que viví grandes aventuras. Casi siempre subíamos hasta «la Cresta», un murallón calizo que corona la sierra y que da nombre a la misma. Cuando llegábamos arriba nos asomábamos al otro lado y nos sentábamos satisfechos a descansar, tras el esfuerzo, contemplando la planicie que llega hasta el Mar Menor. Abajo, al pie de la montaña, destacaba un panorama árido y feo como él solo. Desde siempre supe que se trataba de algo especial, pues me dijeron que era un paisaje lunar.
Jerónimo Tristante