CAPÍTULO II

LOS PIRATAS DE NORTEAMÉRICA

A fines del siglo XVII, dos nuevos hechos vinieron a modificar una vez más el carácter de la piratería. El primero fue la creciente vigilancia ejercida por los buques de guerra de los diferentes estados en aguas metropolitanas; vigilancia que obligó progresivamente a los menos aventureros entre los ladrones del mar a adoptar oficios más compatibles con la vida social, reduciendo, por otra parte, a los corsarios impenitentes a buscar nuevos campos de acción para el ejercicio de su talento. Fue, en parte, esta vigilancia, además de la creciente hostilidad de los colonos hacia los piratas, la que rechazó a estos últimos hacia aguas que no les eran familiares. El otro hecho nuevo lo constituyen las relaciones entre Gran Bretaña y sus colonias en Norteamérica.

En 1696, el Parlamento votó una ley sobre la navegación, encaminada a excluir a todas las otras naciones, del comercio con las colonias británicas. La locura de una legislación de ese género ya había sido puesta en evidencia por el ejemplo de España; mas tal experiencia no impidió la implantación del mismo sistema por parte de los ingleses, los franceses y los holandeses. Así, por ejemplo, el Navigation Act prohibía la introducción en Nueva Inglaterra o en cualquier otra posesión americana, de productos procedentes del Este, excepto por vía de Inglaterra, gravando de esta manera su precio con gastos enormes. Como resultado, los colonos se acostumbraron a aprovisionarse a precios bajos en el mercado ilegal cada vez que las circunstancias lo permitían; y fue así como apareció una nueva escuela de la piratería, llamada a florecer durante algún tiempo.

Inmediatamente después de la ley sobre la navegación sobrevino la paz de Ryswick, en 1697, poniendo fin a la mayor parte de las operaciones de los corsarios en las Antillas. Trece años más tarde, las guerras de sucesión que se habían prolongado a través de casi medio siglo, terminarían con la paz de Utrecht, firmada entre Inglaterra y Francia.

Así, millares de corsarios se vieron condenados a la desocupación, y faltaba mucho para que se desarrollase un tráfico marítimo capaz de encauzar a todas aquellas tripulaciones hacia oficios honrados. Algunos, por cierto, se establecieron en tierra de una manera o de otra; pero el grueso de aquellos hombres de la más ruda especie se encontraron privados de todo medio de subsistencia. Y he aquí que se agruparon y que se hicieron a la mar como antes, pero esta vez sin comisión alguna. No teniendo nada que perder, no reparaban en nada, y con mucha razón se dijo de ellos que habían declarado la guerra a todas las naciones.

A fines del siglo XVII, se había establecido un circuito regular de los piratas. Tal grupo de marinos equipaba un barco en alguno de los puertos de Nueva Inglaterra; después de lo cual se dirigía hacia el Mar Rojo, el Golfo Pérsico, o bien hacia la Costa Malabar. El imperio indio del Gran Mogol se hallaba por entonces en un estado avanzado de decadencia y anarquía, carente, además, de una marina de guerra capaz de asumir siquiera una aparente defensa. Al mismo tiempo, se practicaba un animado comercio indígena, mediante barcos costeros, tripulados por moros. Ahora bien, estos mercantes árabes fueron los que constituyeron la nueva y fácil presa de los piratas ingleses y americanos tan bien armados como despiadados, que los acechaban en ciertos puntos sabiamente escogidos. Cargados sus navíos de sedas y brocados orientales, de piedras preciosas y alhajas de oro y plata, los piratas regresaban a los puertos de los colonos norteamericanos, donde nadie los fastidiaba con indiscretas preguntas y donde tenían la seguridad de encontrar compradores.

En 1698, se dio al secretario de Estado, bajo juramento, una información, tendiente a demostrar que Thomas Too, William Maze, John Ireland, Thomas Wake, y otros muchos, todos piratas y que habían emprendido varias expediciones de piratería, de las que volvieron inmensamente ricos, vivían en Nueva Inglaterra, sin ocultarlo en modo alguno. No había, por lo demás, para ellos ningún motivo de ruborizarse, puesto que todos los piratas pensaban como Darby Mullins, uno de los marinos enviados con el capitán Kidd a capturar a Too Maze y a Ireland, y quien, en su deposición ante el tribunal de Old Bailey, proclamó la opinión universal de los piratas de que no era pecado para un cristiano robar a los paganos.

En Boston y Nueva York hubo constantemente abundancia de voluntarios deseosos de alistarse en los barcos corsarios. Las Antillas ofrecían numerosos puertos seguros, donde los viajeros podían aprovisionarse. Una vez volteado el Cabo de Buena Esperanza, la gran isla de Madagascar daba asilo a cuantos bribones deseaban bajar a tierra.

Luego, llegados a aguas de Oriente, el solo riesgo que corrían era un encuentro con buques de guerra holandeses. Si les ocurría ser detenidos por una de las fragatas inglesas de la Compañía de las Indias Orientales, y conducidos a una de las factorías de la misma, entonces se hallaban prácticamente al abrigo de todo castigo; pues la Compañía tenía sólo el derecho de aplicar sanciones a su propio personal y no había en su territorio tribunales del Almirantazgo, que eran los que juzgaban a los marinos culpables de piratería. Lo mismo sucedía en Nueva Inglaterra: tampoco existían allí tales tribunales, de suerte que los gastos, los retrasos y las complicaciones que suponía el traslado de prisioneros y de testigos a Inglaterra, no redundaban, generalmente, en otro resultado que el que ningún acusado aparecía ante sus jueces.

Entre los numerosos corsarios que practicaban el circuito de los piratas, figuraban, como los más célebres, Avery y Kidd.

El capitán John Avery, alias Henry Every, alias Bridgman, era en cierto modo el más popular de los piratas, y al igual que todos los personajes populares, conocido bajo un apodo, el de Long Ben. Algunos de sus admiradores describieron a este héroe como flor y parangón de todos los marinos arrogantes; otros le bautizaron El Superpirata. Han sido publicadas muchísimas Vidas de Avery. Defoe le escogió por héroe en su Vida, Aventuras y Piraterías del Capitán Singleton, y una pieza popular, El Pirata Afortunado, escrita sobre sus andanzas en Madagascar por Charles Johnson, fue muy aplaudida en el Teatro Real de Drury Lane.

Avery nació allá por el año 1665 en los aledaños de Plymouth. Fue destinado muy joven a la marinería. Después de haber servido a bordo de un mercante y hecho varios viajes, fue nombrado primer oficial de un corsario armado, el Duke, a las órdenes de un tal capitán Gibson. Cierto día, el Duke salió de Bristol rumbo a Cádiz, contratado por el gobierno español para hostigar en las Antillas a los piratas franceses. Llegado a aquel puerto, hubo de permanecer largo rato anclado en la rada esperando órdenes, y los marinos no tenían con qué ocupar su ocio. Entonces Avery comenzó a hacer a la tripulación proposiciones insinuantes, y al encontrar numerosos voluntarios, complotó un motín. El capitán y algunos otros hombres renuentes a adherirse a la empresa, fueron bajados a un bote y llevados a tierra, en tanto que el Duke, rebautizado lealmente con el nombre de Carlos II, se hizo a la mar bajo el mando de Avery.

Su primera acción fue una visita a la isla de Mayo, donde se apoderaron del gobernador portugués, al que guardaron como rehén hasta haber terminado el aprovisionamiento del barco. Después, se dirigieron hacia Guinea, capturando de paso tres mercantes ingleses. Luego de robar oro y algunos negros en la costa de Guinea, doblaron el Cabo de Buena Esperanza e hicieron escala en Madagascar. De ahí navegaron hacia el Mar Rojo, con la intención de acechar la flota de Moca, cuyo regreso era esperado.

La flota no tardó en aparecer, y el capitán Avery, eligiendo el barco más grande, entabló combate. Al cabo de dos horas, el adversario arrió los colores. Era el Gunsway, propiedad del mismo Gran Mogol, y su captura valió a los piratas cien mil duros, más un número igual de cequíes. También cayeron en sus manos algunos altos dignatarios de la corte del Mogol, que regresaban de una peregrinación a la Meca. Con este motivo se formó la leyenda de que entre los cautivos se encontraba la hermosa hija del Gran Mogol; que Avery la condujo a Madagascar; que allí se casó con ella, y que desde entonces llevó una existencia principesca.

Aunque la historia de la bella princesa no sea sino fruto de la imaginación e inventada para satisfacer a los lectores de los innumerables libretines que decantaban las hazañas de Avery, no por eso es menos cierto que los piratas se apoderaron de un botín espléndido.

Consecuencia imprevista de aquel feliz golpe de mano fue que el Gran Mogol, trémulo de ira ante tamaño ultraje, amenazó vengarse en la Compañía de las Indias Orientales, barriendo de la tierra sus establecimientos. La urgente llamada de auxilio de la Compañía al gobierno británico llevó a la horca a no pocos piratas; mas Avery estaba destinado a terminar sus días de una manera menos sensacional.

No se volvió a oír hablar de él hasta su llegada a Boston, en 1696, que es cuando según parece sobornó al gobernador, obteniendo así que le dejasen entrar tranquilamente con su botín. No se quedó largo rato en Boston, sino que a poco tiempo se hizo a la vela rumbo al Norte de Irlanda, donde vendió su cúter. El grupo se dispersó, yéndose cada cual por su lado con su parte del botín. Avery intentó desembarazarse en Dublín de algunos de sus diamantes, pero no lo logró, y esperando realizar tal transacción con mayor facilidad en Inglaterra, se dirigió a Bideford, en Devon. Allí vivió apaciblemente bajo un nombre falso, entrando, por conducto de un amigo suyo, en comunicación con ciertos mercaderes de Bristol. Estos vinieron a verle, aceptaron sus diamantes, le dieron un puñado de guineas para sus necesidades inmediatas y regresaron a Bristol, después de haber prometido enviarle el precio en cuanto vendiesen las piedras.

Transcurría el tiempo y Avery no recibió de los joyeros de Bristol ni noticias, ni dinero, de suerte que comenzó a sospechar que había piratas de tierra firme lo mismo que del mar. Sus frecuentes misivas a los negociantes le valieron a lo sumo el envío de un par de chelines, gastados inmediatamente para satisfacer las más sencillas necesidades de la vida. Al fin, desesperada ya su situación, Avery cayó enfermo y murió, sin poseer siquiera la suma necesaria para la compra de su féretro. Así acabó Avery, el Gran Pirata, cuyo nombre era célebre en toda Europa y América y que creíase llevaba una vida de soberano en su palacio de Madagascar, cuando vegetaba oculto y hambriento en una choza de Bideford.

El nombre más ilustre en los anales de la piratería es probablemente el de William Kidd. Sin embargo, si la reputación de Kidd hubiese sido igual a sus verdaderas proezas, habría caído en olvido al día siguiente de su ejecución en Wapping Old Stairs. Y es que su fama de pirata era tan poco merecida como el prestigio de Dick Turpin el rey de todos los caballeros del gran camino, el cual no fue en vida más que vulgar ratero, pero que, muerto y enterrado, oscureció la memoria de un Nevinson, auténtico bandido lleno de audacia, al atribuírsele el famoso asalto sobre York.

Fue la política la que condujo a William Kidd a la vez a la gloria y al cadalso. Nacido en Greenock hacia 1645, recibió una buena educación, pues su padre parece haber sido reverendo calvinista en aquel puerto pequeño, pero en pleno desarrollo mercantil.

Durante algunos años, Kidd navegó como marino honrado y en una ocasión incluso mandó un corsario inglés al servicio del gobierno en aguas americanas. Poseía finalmente una bella casa en Nueva York, donde tenía mujer e hijos, y debe haber gozado de cierta opulencia, puesto que era propietario de varios barcos mercantes.

En 1695, el gobernador de Massachussets, conde de Bellomont, recibió de Inglaterra instrucción de tomar medidas para aniquilar a los piratas que infestaban la costa de Nueva Inglaterra. La ardua misión se confirió al capitán Kidd, el cual recibió del rey Guillermo III una comisión autorizando a su querido amigo William Kidd para capturar a determinados piratas, en particular a Thomas Tew o Too, de Rhode Island, Thomas Wake y William Maze, de Nueva York, John Ireland, así como a todos los demás piratas, filibusteros y ladrones del mar, cualesquiera que fuesen.

Desde un principio, tamaña empresa no presagiaba nada bueno, pues en vez de recibir paga, el capitán y la tripulación se vieron enganchados sobre la funesta base de: Si no hay botín, no hay sueldo. Tampoco fue el gobierno quien equipó la expedición. El buque, todo su aparejo y su aprovisionamiento, se costearon por cierta compañía, cada uno de cuyos miembros participaba en los gastos a cambio de un tanto por ciento del esperado botín. Los aristocráticos accionistas de esta sociedad eran: lord Bellomont; lord Oxford, primer lord del Almirantazgo; lord Somers, lord canciller; lord Romney, secretario de Estado; el duque de Shrewsbury, y varios otros grandes dignatarios de la Corona. El último, pero no el menor, de los socios era el propio capitán Kidd que adquirió una quinta parte de las acciones.

El barco de Kidd, el Adventure Galley, tripulado por ciento cincuenta y cinco hombres, salió de Nueva York en septiembre de 1696, y durante varios meses no se volvió a saber de él. Luego comenzaron a circular rumores inquietantes. Se recibieron noticias en Inglaterra y en Massachussets según las cuales Kidd, en vez de capturar a los piratas, se había hecho pirata él mismo, causando estragos en el Océano Índico. Se enviaron entonces órdenes perentorias a Bellomont, mandándole que detuviera a Kidd caso que regresase a Norteamérica.

En 1699, Kidd volvió, en efecto, a Boston; inmediatamente fue encarcelado por su cómplice Bellomont, promotor de la compañía, y cargado de cadenas, el capitán del Adventure Galley fue transportado a Inglaterra a bordo del buque de guerra Advice para justificarse del crimen de la piratería.

Después de su salida de Nueva York con el Adventure, Kidd se había dirigido hacia Madeira, donde se aprovisionó de fruta y vino; luego hizo escala en las islas de Cabo Verde para hacer aguada. A continuación, dio la vuelta al Cabo de Buena Esperanza, pero no llegó al Mar Rojo sino un año después de haber salido de Norteamérica. El 20 de septiembre, Kidd despojó un velero moro de algunas balas de pimienta y de café, así como de un cargamento de mirra. Luego cruzó frente a la costa de Carwar sin encontrarse nada de caza, y su tripulación comenzó a murmurar. Cuando, cierto día, disputó con su jefe cañonero, William Moore, tratándose de perro piojoso, el insultado replicó: Si soy un perro piojoso, es por culpa de usted; a eso, Kidd cogió un balde guarnecido de arcos y le asestó a Moore un golpe tan salvaje en la cabeza que el cañonero murió al día siguiente. Ahora bien, este acto más que la piratería fue lo que hubo de conducir a Kidd al cadalso.

Hasta entonces, Kidd parece haber tratado, aunque con lenidad, de cumplir con su misión; mas después del asesinato de Moore, se convirtió en franco pirata. El 27 de noviembre, tropezó con el Maiden, lo capturó y lo saqueó. Como pirata, Kidd tuvo mejor suerte que como policía. Tras haber apresado varios barcos pequeños, dio con su más bella presa, el Quedagh Merchant, goleta de unas quinientas toneladas, procedente de Bengala, con destino a Surat, y que capturó en la Costa Malabar. A su bordo, Kidd descubrió un cargamento de gran valor, incluyendo sedas, muselinas, azúcar, hierro, salitres, y oro.

Encontrando que ahora ya tenían su fortuna hecha, los piratas hicieron rumbo a la bien conocida fortaleza de Madagascar. Allí desembarcaron el botín del Adventure y de las dos presas, y procedieron al reparto. Kidd se atribuyó cuarenta partes; el resto fue distribuido entre los ciento cincuenta miembros de la tripulación. En Madagascar, Kidd sí que encontró a un pirata notorio, Culliford, que era buscado por las autoridades inglesas; mas en vez de detenerlo, fraternizó con él, y los dos, brindando uno por la salud de otro, bebieron bomboo, mezcla de jugo de limón, azúcar y agua, lo cual permite suponer que eran secos, es decir que hacían excepción de la gran mayoría de sus cofrades, los cuales preferían el ron o el aguardiente.

Al fin, en septiembre de 1698, Kidd salió de Madagascar a bordo del Quedagh Merchant, llevando un rico cargamento de mercancías, de alhajas, de oro y de duros.

La primera tierra que tocaron fue Anguilla, en las Antillas. Kidd envió algunos hombres al puerto; éstos volvieron con la fastidiosa noticia de que Kidd y toda su tripulación habían sido declarados piratas. La nueva, si se ha de dar crédito a Kidd, causó gran consternación entre sus hombres. El capitán salió en seguida para Nueva York a bordo de un pequeño velero, el Antonio, dejando el Quedagh Merchant en la Española con instrucción de esperar su regreso.

Si Kidd había creído poder enredar a Bellomont hasta el punto de obtener su perdón, cometía un gran error. El escándalo había levantado demasiado polvo, y Kidd fue arrestado en el momento en que pisó tierra. Juzgado en 1701 ante el tribunal de Old Bailey, y declarado culpable tanto de asesinato como de piratería, fue ahorcado el 25 de mayo en el Execution Dock.