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Miércoles, 6 de octubre de 1999, 1:10 h

Calle del sapo, Madrid, España

Anwar y Mahmud se apoyaban espalda contra espalda, exhaustos. Ambos sangraban por heridas que ya no podían sanar. Anwar sostenía su katar, inerte, incapaz de elevarlo por encima de la cintura.

La oscuridad circundante estrechó su cerco. Los guerreros de las sombras se acercaban para asestar el golpe de gracia.

—Rápido —instó Mahmud, ofreciéndole el antebrazo a Anwar—, coge mi sangre para que puedas escapar cuando me derriben.

A Anwar le quedaban pocas fuerzas para discutir pero, con un leve empujón, apartó de sí el brazo de Mahmud. Anwar no sería el único superviviente de aquel combate. El éxito de la misión no dependía de que uno de ellos consiguiera escapar de allí. La gloria llegaría con Fátima, o no habría gloria en absoluto. Anwar saldría junto a Mahmud, o no iría a ningún lado.

Los legionarios de Monçada cerraban filas. Se cernía la oscuridad que reclamaría a Anwar. La debilidad se apoderó de él y se tambaleó. No. Cayó en la cuenta de que no era él quien se movía, sino el suelo.

Como si quisiera confirmar sus sospechas, otro temblor estremeció la tierra bajo sus pies. Las ondas de choque resultaban apreciables, aunque no del todo violentas. Sin embargo, a juzgar por la reacción de los legionarios, Anwar hubiese pensado que el mismísimo planeta iba a partirse en dos.

Las sombras profirieron gritos de angustia y la propia oscuridad comenzó a arremolinarse y revolverse. Alrededor de los dos asesinos, los gritos se convertían en alaridos escalofriantes. Las sombras se fragmentaron en pequeños ciclones de color negro, del tamaño de una persona. Tan imprevisiblemente como se habían formado los torbellinos, la tierra pareció tragárselos por diminutos agujeros y los enloquecidos tentáculos se evaporaron.