Miércoles, 6 de octubre de 1999, 00:41 h
Catacumbas, iglesia de San Nicolás de los Servitas, Madrid, España
El túnel del Leviatán no tardó en dar paso a los laberínticos pasadizos del refugio, propiamente dicho, de Monçada. Fátima aceleró el paso. Las estatuas y otros elementos de la iconografía cristiana la recibían al doblar cada recodo y adentrarse en cada pasillo. Sentía la fe, corrompida por la sombra, que saturaba la guarida de Monçada. También ella era una criatura de fe. No le tenía miedo al cielo ni a los ángeles.
Descubrió que los giros y los requiebros de los pasadizos le resultaban familiares. Era la primera vez que pisaba el suelo de la guarida del cardenal, pero el interrogatorio al que había sometido la Mano Negra a Ibrahim había sido minucioso. Los mapas estaban grabados a fuego en su memoria. De momento, demostraban ser exactos, no se había extraviado en ningún momento ni se había encontrado con resistencia de ningún tipo.
El cardenal protegía su intimidad con celo absoluto. Según Ibrahim, eran pocos los sirvientes a los que se les permitía el acceso a las zonas inferiores de la guarida. Esa noche, ghouls y legionarios por igual estarían protegiendo las entradas en respuesta a los ataques perpetrados en dichos lugares. Fátima sintió la vibración dentro del bolsillo, ahora que se había librado de la asfixiante presencia del Leviatán. Era la señal que indicaba que se estaban llevando a cabo las distracciones… y que Lucita había regresado junto a su sire.
Así que Monçada no sería su único adversario.
A fin de cuentas, la búsqueda de Fátima había resultado mucho más fácil de lo que hubiese esperado. Mientras trazaba mentalmente los diagramas de los sinuosos pasadizos, había pensado en registrar habitación por habitación, pero sus oídos discernieron un sonido familiar a lo lejos: el torvo eco de la carne al estrellarse contra la carne.
Fátima se apresuró a seguir los sonidos de la refriega, a sabiendas de que sería inmersa en ella donde encontraría a Lucita. Recorrió a largas zancadas pasillos que conocía y desconocía al mismo tiempo, cruzó la capilla, dobló una esquina, atravesó el escritorio. No se detuvo en la sala de baños sino que la dejó atrás y se adentró en un nuevo pasillo. Transpuso el umbral de una puerta que estaba abierta.
Monçada era más inmenso de lo que se había imaginado, más poderoso de lo que daba a entender su mole. Vestía unos sencillos hábitos y sandalias, y Fátima podía oler la sangre que estaba sudando. Vio cómo su puño golpeaba a Lucita y se encogió como si fuese ella la que hubiese recibido el castigo.
Monçada levantó en vilo a Lucita, asida de un brazo inútil. Estaba inconsciente, aunque su forma maltrecha emitía un sonido que podría confundirse con la risa.
Fátima, cimitarra en mano, avanzó sigilosa hacia el sire y su chiquilla. No supo si Lucita había mirado en su dirección o si Monçada estaba en perpetua comunión con las sombras de su refugio, pero el caso es que sintió su presencia y se giró para enfrentarse a ella. Descartó la espada y desenfundó la 226 Sig, disparando rápidamente tres veces consecutivas.
Monçada se revolvió a una velocidad vertiginosa y la ráfaga que tendría que haberse cobrado su cabeza fue a estrellarse contra su hombro. El hombretón trastabilló de espaldas, soltó a Lucita y se aferró el amasijo de carne ensangrentada que antes fuese su hombro.
De inmediato, la rabia que había concentrado en Lucita y sus carcajadas, dementes y desafiadoras, se volcó sobre Fátima.
—¡Detente! —ordenó.
La onda de choque de su vozarrón inundó la estancia igual que una ola gigantesca. El dedo de Fátima tembló apoyado en el gatillo, le quedaban doce ráfagas explosivas con las que descuartizarlo, pero no pudo apretarlo. Vaciló apenas por un instante, suficiente para que unos tentáculos de sombra se enroscasen alrededor del arma. Apretó el gatillo. Explotó un trozo del techo. Una lluvia de esquirlas de roca cayó sobre ellos.
En lugar de enzarzarse en un tira y afloja, Fátima dejó la pistola al cuidado de los tentáculos y saltó hacia delante blandiendo su cimitarra. Las sombras se alzaron frente a ella. Las cercenó y fintó, pero le obligaron a alejarse de Monçada. Mientras maniobraba, empuñó su jambia en la mano libre con un imperceptible giro de muñeca. De un solo movimiento fluido, se practicó un tajo en el brazo, dejó que la sangre empapara la hoja y la lanzó.
Un tentáculo sombrío se interpuso en la trayectoria del arma, pero la jambia, bañada en la sangre de Haqim, hendió la oscuridad y se hincó en el pecho del atónito cardenal.
Monçada aulló de dolor.
A su lado, Lucita bregó por incorporarse sobre sus rodillas. Fátima la ignoró y se abalanzó sobre el sire.
En aquel momento, todas las sombras del infierno acudieron a la llamada de Monçada. La oscuridad convergió procedente de todas las esquinas y grietas del cuarto. Fátima se vio tan incapaz de evitar el brutal asalto como lo habría sido de intentar convertir la noche en día y, cuando el manto de tentáculos se agarró a sus piernas, Fátima volvió a sentir la presencia del Leviatán. En aquella ocasión, no estaba vinculado a un túnel distante, sino vivo, presente en todos los rincones de aquella trampa mortal subterránea. La bestia la había perdonado una vez, había reconocido la sangre, pero ahora obedecía a la voz de su amo.
Fátima se defendió de la tenebrosa criatura pero, a medida que la sala se iba transformando en un lago de oscuridad, no quedó lugar alguno donde pudiera eludir su presa. Su velocidad resultaba inútil, ya que la oscuridad lo ocupaba todo. Volvió a apresarla y, aunque esta vez forcejeó sin tregua, no consiguió que el resultado fuese más satisfactorio. Los tentáculos la estrujaron, sin aplastarla pero sin ofrecerle ninguna vía de escape. Quizá el Leviatán se sentía demasiado confundido ante la presencia de la sangre familiar como para destruirla; quizá Monçada deseara retenerla cautiva.
El cardenal estaba atendiendo a sus heridas. El hombro había sanado parcialmente. Había extirpado la jambia de su pecho e intentaba tapar con la mano aquel corte que se negaba a obedecer a su sangre, que no lograba cerrar.
Lucita atravesaba las tinieblas, semejante su oscura melena a un ramillete de vaporosos tentáculos. Se había puesto en pie y había recuperado su espada. La Rosa Negra de Aragón se irguió entre Fátima y Monçada. También su brazo parecía parcialmente recuperado, aunque resultaba obvio que le dolía, dado que esgrimía el arma en su siniestra.
Monçada se sobrepuso a su agonía lo justo para esbozar una sonrisa.
—No te faltaba razón, mi hija preciosa. Según parece, hemos capturado a uno de esos bárbaros Assamitas. —Su expresión triunfal se tomó preocupada—. Tenemos que descubrir cómo consiguió llegar hasta aquí —dijo. Recuperaba la confianza a medida que hablaba—, pero, en cualquier caso, no nos quedaremos mucho más entre estos muros. Debemos enfrascarnos en un…
Monçada pareció genuinamente sorprendido cuando la espada de Lucita se encajó en su cuello. La hoja cortó músculo y tendón hasta incrustarse en el hueso. Lucita no había podido emplear su mano diestra y, además, le fallaban las fuerzas. Se tambaleó. Monçada dirigió una mirada inquisitiva a la espada que sobresalía de su cuello, y luego, a su chiquilla. Seguía con la boca abierta, pero se había quedado sin palabras.
—Mi hija… —balbució por fin, aunque las palabras necesarias para expresar su estupefacción seguían eludiéndolo. Entre muecas de dolor, desencajó la hoja encallada, ahora mellada, de su cuerpo y la arrojó lejos de sí. El repiqueteo del acero contra la roca pareció reanimarlo o, al menos, liberar la enorme rabia que bullía en su interior. En cuestión de segundos, su rostro adquirió el color de la grana y había apretado sus enormes puños.
El revés que descargó sobre Lucita la envió por los aires al otro lado del cuarto. El autocontrol se había convertido en un recuerdo lejano para el cardenal. Se erguía trémulo de ira, con los ojos firmemente cerrados.
—¡Que las puertas del infierno se abran de par en par para recibirte! —gritó, por último. Dicho lo cual, un enjambre de sombras enterró a Lucita.
El Leviatán seguía sin aflojar su presa sobre Fátima. La criatura era lo suficientemente inmensa como para abrumar a dos personas. No obstante, mientras los tentáculos de tinieblas se enroscaban alrededor de la chiquilla del cardenal, Fátima sintió las dudas que asolaban a la bestia de sombras. Puesto que Monçada no le estaba ordenando que incapacitara a Lucita, que la retuviera, sino que la destruyera, que aplastara su cuerpo hasta que no quedase nada de ella. Fátima sintió aquella incertidumbre a través de la sombra, o quizá fuese gracias a la sangre compartida entre Monçada, Lucita y ella misma lo que la proporcionaba aquella información.
Conoce la sangre.
La marea negra del Leviatán se derramó sobre Lucita, arrastrándola como si de un madero a la deriva se tratase. Se elevaron enormes tentáculos del charco para rodearla. La estrangularon con la fuerza de las eras. Las articulaciones crujieron. Los huesos comenzaron a quebrarse.
Empero, el Leviatán se resistía a molerla por completo, a destruir al recipiente de la sangre. Fátima, acostumbrada a la desesperación, sintió la de la criatura a la que habían ordenado que destruyera la sangre cuya protección era el motivo por el que la habían creado.
Conoce la sangre.
La resolución de la bestia se tambaleó durante unos segundos… antes de tomar una decisión.
Las bandas de oscuridad que apresaban a Fátima redoblaron su presa; los tentáculos que retenían a Lucita se tensaron de nuevo… y grandes serpientes de sombra se abalanzaron para someter al propio Monçada.
Si querían que el Leviatán destruyese la sangre, así sería.
Las protestas de Monçada no tardaron en morir en su garganta estrangulada. No conseguía aspirar el aire necesario para hablar. Lucita había dejado de debatirse y Fátima, sintiendo que la criatura aflojaba su presa cuando no se resistía, optó por permanecer quieta a su vez.
Monçada, no obstante, pataleó y forcejeó tanto como le fue posible. Su rabia se había apoderado de él. Primero su hija, y ahora su bestia guardiana habían atentado contra él. Los tentáculos lo abrumaron, semejante a una manada de chacales del desierto apiñados alrededor de un cadáver reciente. Le envolvieron las piernas, el torso y los brazos. Toda su cabeza aparecía teñida de escarlata, presa de la ira.
Cuando los tentáculos comenzaron a romperle los huesos, Monçada consiguió dominarse por fin y atacó a la bestia con la fuerza de su voluntad en vez de la física. El Leviatán, la creación de Monçada, titubeó. La oleada de negrura se replegó ligeramente. La legión de tentáculos perdió un ápice de su determinación.
Aquello era todo lo que Fátima necesitaba. En el preciso instante en el que los tentáculos aflojaron su presa, se liberó. Su cimitarra trazó un amplio arco cuando se abalanzó sobre Monçada.
El antiguo Lasombra, por su parte, también había aprovechado para desembarazar su brazo bueno. Paró la espada. El tajo se cobró su mano… pero mantuvo la cabeza sobre los hombros.
Ya a corta distancia, Fátima fintó con la cimitarra y desenvainó otro puñal oculto de su cinturón. Monçada no pudo esquivar el filo. La daga se clavó hasta la empuñadura en su inmensa mole aunque, al tiempo que recibía la herida, pudo apresar a Fátima con su brazo libre y comenzó a aplastarla con su enorme fuerza, del mismo modo que el Leviatán instantes antes.
Los tentáculos de la bestia de sombras se irguieron de nuevo y envolvieron juntos a Monçada y a Fátima, uniéndolos en un íntimo abrazo. Bajo la presión, Fátima sintió cómo se le rompía una costilla, y luego otra. Intentó recuperar el puñal. El doble abrazo del oso de Monçada y el Leviatán impedía que pudiese hacerse poco más que asir la empuñadura. El rostro de Monçada se compuso en una mueca de dolor cuando el gin-gin comenzó a surtir efecto.
Fátima conocía el ardiente dolor que debía de estar convirtiendo su estómago en un infierno en aquellos momentos. Retorció la hoja, extendiendo la acción del veneno. Pero la paulatina destrucción de Monçada no conseguiría salvarla. Ante sus ojos comenzaban a bailar brillantes haces de luces en medio de las tinieblas. Una de sus costillas rotas laceró la piel.
Cuando ya la consciencia se batía en retirada, Fátima recurrió a la sangre una última vez, y ésta acudió a su llamada. Tenía el rostro apretado contra el pecho de Monçada. Miró hacia arriba y, por un instante, estrangulados juntos por el abrazo demoledor del Leviatán, ambos cruzaron la mirada. Los ojos de Monçada revelaban euforia. Gracias al dolor provocado por sus devoradas entrañas, había alcanzado el éxtasis. Se alegraba de que Fátima se enfrentase a su fin a la vez que él, y también de otra cosa… de haberse realizado.
Fue entonces cuando Fátima volvió a sentirse dueña absoluta de su sangre, que se agolpó en su garganta y manó de su boca para ir a estrellarse contra el rostro de Monçada. Allá donde la sangre de Haqim tocaba a un kafir, ardía. En esa ocasión, Monçada encontró el aire necesario para gritar.
Su piel se retrajo ante la sangre. Se le arrugaron los ojos hasta que no quedaron más que dos agujeros humeantes. La sangre no dejaba de brotar. Fátima regurgitó hasta que ya no pudo más y cayó al suelo, recordando apenas lo justo como para que su libertad consiguiera sorprenderla. El Leviatán estaba retirándose. Los tentáculos se retraían hasta desaparecer. El charco de negrura se disolvió en parches de sombras que se refugiaron en los rincones del cuarto.
Monçada soltó un último grito desgarrador antes de que su cabeza desapareciera, con la sangre devorando carne y hueso desde fuera igual que hacía el veneno desde el interior. Fátima estaba demasiado débil como para rodar lejos de la trayectoria de la gigantesca mole que se derrumbó como un amasijo humeante sobre ella. Mientras yacía boca arriba, aturdida, mirando al techo, comenzaron a propagarse las grietas por toda la roca y comenzaron a desprenderse diminutas esquirlas de piedra y mortero, como las primeras gotas que anuncian la llegada de una tormenta.