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Miércoles, 6 de octubre de 1999, 00:22 h

Catacumbas, iglesia de San Nicolás de los Servitas, Madrid, España

Fátima se rindió a la impotencia, presa de las tinieblas, de los tentáculos de sombra enroscados sobre ella, inmovilizadas las piernas y los brazos contra su propio cuerpo tras unos minutos de lucha que habían demostrado la ineficacia de aquella alternativa, pues la oscuridad esgrimía el peso de la tierra, la fuerza de la roca, la rodeaba y la estrangulaba con un ahínco inexorable.

El Leviatán.

La oscuridad le daba fuerza y, en aquel pasadizo por donde Fátima se veía arrastrada, la oscuridad era absoluta. El frío se filtraba incluso entre sus poros no muertos, los gritos resonaban en sus oídos, ecos prisioneros de voces desesperadas que pertenecían a penitentes otrora torturados. La sombra, tan firme era su asidero en aquel lugar, mantenía vivos los chillidos aún mucho tiempo después de que la carne y los huesos hubiesen quedado reducidos a polvo y sus recuerdos se hubiesen evaporado. La inquisición y la contrición seguían patentes allí, lloradas las lágrimas a modo de rito definitivo.

Rodeada por las tinieblas, por las sombras de los recuerdos, Fátima conoció su propia y muda desesperación. No porque hubiese apostado y perdido, sino porque había realizado su apuesta con la esperanza de perder. Era Fátima al-Faqadi, epítome del asesino. Había existido una ínfima oportunidad, mas ella se había negado a aceptar cuán pequeña había sido. Ni Mahmud, ni Pilar, ni siquiera Anwar habían dudado de ella, cuando quizá hubiesen debido hacerlo, pues sus recelos no habrían sido síntomas de debilidad, sino de sabiduría.

Habían aceptado su palabra con devoción. Habían asumido que sabía más que ellos acerca de esta trocha tenebrosa, del Leviatán. Todo lo que sabía ella eran especulaciones; lo único que tenía eran suposiciones que la habían impulsado a dejarlos a todos atrás y adentrarse en este lugar para perecer inmersa en la noche, para que le fuese arrebatada su espada de la mano. Había albergado la esperanza de renunciar a todo y encontrarse con Alá, pero ahora… ahora era demasiado tarde, ahora se daba cuenta del error que había cometido. Alá apelaba a su fe y la ponía a prueba contra todo lo que le era querido. Las consecuencias jamás modelaban la fe, no para los justos. Empero, habían sido las consecuencias lo que la habían convertido en lo que era, y ella había llegado a renunciar a su fe para con sus hermanos, para con Lucita. Se había rendido a la desesperación y los había condenado a todos.

¿De veras se había esforzado por evitar que la capturaran, por escapar de esta criatura que sabía que acecharía en alguna parte? No estaba segura. No conseguía fiarse de sí misma. Ahora era demasiado tarde. Sus dudas la habían conducido hasta allí y ahora la zambullían en las tinieblas. Había esperado, al menos, consuelo de la culpa que la corroía, pero también ahí se había equivocado. Ahora que ya no estaba en su mano decidir el curso de acción a seguir, ahora que ya no existía posibilidad alguna de enmienda, el pesar seguía a su lado. Era lo único que le quedaba.

Quizá lo mejor que podía hacer era rezar para que llegase el olvido. Cuando el Leviatán la hubiese destruido, encontraría la paz. Aun cuando la bestia se limitase a convertirla en su prisionera, disfrutaría del dolor y la demencia que llegasen con el hambre, hasta sumirse en el descanso del sopor. Al módico precio de renunciar a todo lo que alguna vez hubiese preciado.

Aquel trueque se atragantó en la garganta de Fátima. Pensó en Lucita, en cómo se negaría ella a aceptar tal compromiso en tan severas condiciones. Fátima sintió la llamada de aquella rebeldía en la sangre… en la sangre de Lucita, estanca en sus propias venas. Fátima se debatió contra la oscuridad, sin conseguir moverse apenas. Carecía de la fuerza de voluntad necesaria para hender las tinieblas. Éstas acogían a Fátima en su seno, estrechaban su abrazo, la asían con firmeza. El Leviatán era lo único que la rodeaba, lo único que podía tocar, oler, catar.

Desapareció. Las sombras dejaron de saturar su entorno y Fátima volvió a encontrarse plantada en el suelo sobre ambos pies. Los gritos se diluyeron en las aguas del pasado, llevándose consigo la desesperación.

Conoce la sangre.

Por las venas de Fátima fluía la sangre de Haqim… y la de Lucita, otrora perteneciente a Monçada.

Conoce la sangre.

Fátima se había aprovechado de su amante, se había arrojado a sus brazos con falsas intenciones. Ahora, la falsa amada tenía la oportunidad de saldar cuentas. Se había deshecho el pacto y, con él, el pesar. Fátima se apresuró a adentrarse en la guarida de las sombras, temerosa de que la fragilidad de la tregua, de que las tinieblas regresaran para reclamarla.