Miércoles, 6 de octubre de 1999, 00:20 h
Calle del sapo, Madrid, España
Anwar se apartó de un amago de movimiento que podría no haber sido nada en absoluto. O podría haber sido uno de los trazos de sombra. Por el rabillo del ojo vio el borrón que era Mahmud, vio el mudo latigazo y el parche de oscuridad que se rasgaba igual que el papel ajado.
Anwar giró en redondo y trazó un arco con su katar contra otra sombra. La hoja encontró resistencia. Las tinieblas se apartaron de él momentáneamente. Siguió el ejemplo de Mahmud y se puso en marcha. Los cuerpos no suponían demasiado obstáculo. Anwar bailaba sobre y alrededor de ellos sin ceder siquiera medio paso. Las sombras no podían rodear lo que no pudiesen atrapar. Pero la oscuridad reinaba en todas partes.
El tiroteo de la iglesia había transcurrido sin percances, al igual que el atentado con bomba perpetrado por Mahmud, el cual había destruido el interior de cierto cuarto de mantenimiento en el edificio de la ópera. Pero cuando ambos se habían reunido en el siguiente punto en la lista de distracciones, tal y como había instruido Fátima, la resistencia había sido enconada. Los ghouls salieron del bar blandiendo porras y cuchillos, y disparando sus pistolas. Se trataba de una parte de la ciudad que no salía en las postales, donde las peleas callejeras entre borrachos no se salían de lo común y donde la policía no se daba prisa por intervenir.
Anwar se había sentido parcialmente aliviado después de que Mahmud y él despacharan rápidamente a la horda de ghouls y el resto de la multitud se hubiese dispersado, presa del pánico.
Luego se cernieron las sombras.
Ahora luchaban por sobrevivir. Con el presentimiento de que su labor de distracción estaba cumplida, Mahmud y él habían intentado abandonar el campo de batalla, pero las sombras estaban por todas partes. Se suponía que sólo había media docena de legionarios de Monçada en la ciudad, pero Anwar hubiese jurado que era un centenar. Por dondequiera que pasase, la oscuridad actuaba a su antojo: lo hostigaba, se enredaba en sus piernas, en su arma, intentaba enterrarlo bajo avalanchas que caían desde todos lados. De vez en cuando aparecía una figura sólida, lo justo para atacar y desaparecer de nuevo cuando el filo de Anwar hendía la noche.
Las heridas que había recibido hasta ese momento eran superficiales, pero exigían cuidados, precisaban de la sangre para sanar. Mahmud se batía como un poseso. Su látigo, privado de sonido, aún conservaba su aguijón.
Anwar buscaba la más leve rendija por donde escapar hacia la noche, pero las sombras le bloqueaban el paso en todas direcciones. La lucha aún no estaba perdida, pero tampoco ganada. El tiempo y el número tendrían la última palabra.