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Miércoles, 6 de octubre de 1999, 00:16 h

Catacumbas, iglesia de San Nicolás de los Servitas, Madrid, España

—El cardenal está en la sala de baños —había informado Cristóbal mientras conducía a Lucita a través de la serie de pórticos y puertas cerradas con llave que conseguían que entrar en el refugio de Monçada resultase casi tan laborioso como recorrer en barco el canal de Panamá.

—¿Qué, desempolvando el látigo de siete colas? —preguntó Lucita. Cristóbal era demasiado seco y estirado para su gusto. El mero hecho de ver con qué minuciosidad y afán se aplicaba a la tarea de abrir y volver a cerrar cada una de las múltiples puertas bastaba para sacarla de quicio. Además, resultaba obvio que el sombrío ghoul, por su parte, desaprobaba el hecho de que ella hubiese aparecido con una espada, claro que jamás osaría incurrir en la impertinencia de expresarlo en voz alta. Lucita sacudió la cabeza. Tampoco es que hubiese decapitado a nadie en el santuario antes de bajar, aparte de que había sido lo suficientemente discreta como para no desaparecer dentro del confesionario enfrente de la congregación asistente a la misa del gallo. Había utilizado la otra entrada, lejos de la nave. El envaramiento de Cristóbal, decidió, no podía ser sano.

—Por cierto, Consuelo está muerta.

Consuelo. En vida, la hija de Cristóbal.

El ghoul dejó de forcejear por un instante con el cerrojo rebelde que tenía entre manos. Sólo por un instante. Luego el cerrojo cedió y encajó en su sitio. Cuando se giró y avanzó en busca de la siguiente puerta, se veía desesperantemente impávido.

Lucita lo cogió de un brazo y lo detuvo. La miró con cierta curiosidad, dado que le impedía continuar con su trabajo, pero sin ira, ni tristeza, ni resentimiento.

Mierda. Lucita sabía que si ella estuviese en su lugar y acabase de recibir tan trágica noticia, la habría emprendido a patadas con el portador de la misma. Cristóbal esperó a que soltase su brazo antes de dirigirse a la próxima puerta.

Fue entonces cuando comenzó el tiroteo. Tanto el ghoul como ella dieron un respingo. El sonido procedía de arriba, sobre sus cabezas, del santuario. Cristóbal se apresuró a reanudar su tarea, maniobrando las cerraduras con algo más de presteza.

Cuando hubieron llegado al refugio propiamente dicho, el ghoul desapareció a paso largo por los pasadizos en penumbra. El sonido de los disparos se difuminaba a medida que Lucita descendía por inclinados pasillos y sesgadas escaleras labradas en la roca. El tiroteo debía de estar relacionado con Fátima, asumió Lucita, pero a menos que los Assamitas hubiesen traído un pequeño ejército, o no tan pequeño, dudaba que un asalto frontal fuese a suponer amenaza alguna. Una distracción, pues. Pero ¿por qué? ¿Por qué no intentar coger a Monçada con la guardia baja?

Lucita supo la respuesta casi antes de que la pregunta se hubiese formulado en su mente: porque Fátima estaba aquí. Sabía que Monçada estaría sobre aviso. Lucita se hincó las uñas en las palmas de las manos. Así que Fátima creía conocerla así de bien. Aquello la irritó tanto que de repente decidió que avisaría a su sire y le diría la identidad exacta de quien iba tras su patético pellejo dado de sí. Casi al mismo tiempo, la indecisión se apoderó de ella. Fátima, por su arrogancia y descaro, se merecía que frustraran sus planes. Pero aquello beneficiaría a Monçada, cosa que no es que Lucita rabiara por conseguir. Por otro lado, la encolerizaba la idea de que fuese otro el que destruyera a Monçada, sobre todo si ese otro era Fátima…

Casi había llegado a la conclusión de que lo mejor sería matarlos a todos y zanjar la cuestión de una vez por todas, cuando giraron un recodo que los condujo al pasillo que desembocaba en la sala de baños. El sonido de las armas de fuego, si es que aún había alguien disparando allá arriba, no llegaba hasta ellos, aunque se veían señales de actividad. Alfonzo, líder en funciones de los legionarios de Monçada mientras Vallejo estuviese de parranda por el Nuevo Mundo, salía en aquellos instantes de la sala de baños. Inclinó la cabeza bruscamente a su paso. La puerta se había quedado abierta. Cristóbal condujo adentro a Lucita.

Monçada, por suerte, tenía puesto el hábito sacerdotal. No estaba desnudo en la bañera, aunque lo había estado; el agua ofrecía un tinte escarlata, y la sangre fresca relucía sobre los fragmentos de vidrio del flagelo que colgaba de la pared.

—¡Ah, hija mía! —celebró, efusivo, aparentemente ajeno al hecho de que hubiese alguien destrozando la iglesia a balazos a escasas decenas de metros sobre su cabeza. Abrió los brazos de par en par.

Lucita no corrió a saludarlo. Se quedó de pie en el umbral.

—Gracias, Cristóbal —le dijo Monçada al ghoul que aguardaba expectante, aún algo nervioso acerca del tiroteo—. Todo está bajo control.

Cristóbal, evidentemente, se dio por satisfecho con aquellas palabras y salió del cuarto caminando de espaldas, cerrando la puerta antes de irse.

—Qué alegría que hayas vuelto a mi lado, mi hermosa chiquilla. Puede que la ciudad no sea un lugar del todo seguro en estos momentos, pero no tienes de qué preocuparte. Aquí no puede ocurrirte ningún daño.

—Ya, pero es que yo no estoy preocupada. —Sus palabras seguían cargadas de fuego, pero sentía un repentino vacío en el estómago. La espada que sostenía en su mano, el símbolo de su desafío, le parecía ahora el juguete de un niño.

—Bien —convino Monçada, obviando, intencionadamente o no, la ominosa implicación de su sarcasmo—. Ven. —La condujo a otra estancia al final del pasillo. Para alguien de su tamaño, se movía con una agilidad asombrosa.

Lucita lo siguió a regañadientes. El cuarto, como casi todos los demás, había sido austeramente decorado con unas cuantas sillas de madera y mesas pequeñas. Un icono ocupaba el centro de cada una de las paredes, enormes grabados que ilustraban el martirio de algún cristiano: San Lorenzo en la parrilla; Santa Lucía, con los ojos sobre un plato que sostenía en la mano; Esteban, bajo una pila de rocas; Eustaquio, cocinado a fuego lento en el interior de un enorme toro de bronce. Lucita siempre había tenido la impresión de que a Monçada le gustaba considerarse candidato a engrosar la lista de mártires y, mientras volvía a pasear la mirada por los desagradables finales que éstos experimentaban, pensó que nada la haría más feliz que ayudarlo a cumplir su sueño.

Pero esa noche, como siempre que se encontraba en su presencia, cuando se presentaba la oportunidad de herirlo de veras, descubría que su voluntad se reducía a la nada, marchita antes de florecer. Miró de nuevo la espada que sostenía en su mano. Se imaginó la hoja decapitando su sire y a éste, como San Denís, recogiendo su propia cabeza del suelo y marchando con ella bajo el brazo. Allí de pie, frente a él, no podría cercenarle el cuello ni en sueños. Abatida, dejó la espada apoyada contra la pared.

Monçada asentó su mole en una de las dos sillas que flanqueaban la mesa. Sobre el mueble descansaba un tablero de ajedrez, con las fichas dispuestas según la evolución de una partida ya comenzada. Las blancas habían quedado reducidas a unos cuantos peones y a un alfil, mientras que las negras conservaban un alfil, un caballo y la reina. Señaló el otro asiento. Lucita se acercó, pero no se sentó. Monçada hizo caso omiso de su poco convincente despliegue de rebeldía.

—Hace tiempo que Don Ibrahim no viene por aquí, así que me entretengo jugando yo solo. No me compadezcas.

»No es que me importe mucho —acalló la protesta que Lucita no había ni siquiera pensado en pronunciar—. Por fin he encontrado a un oponente imposible de sobrestimar —añadió, pagado de sí.

—Fátima ha venido a matarte —espetó Lucita. No quería decirlo, aún no había decidido si quería prevenir a su sire. Las palabras habían asomado a sus labios, sin más. Ahora era demasiado tarde para remediarlo. Había desperdiciado la ventaja que tenía sobre él, había dejado que se le escurriera entre los dedos una de las últimas decisiones que aún hubiese podido tomar por sí misma. Lucita hervía de rabia.

Monçada enarcó levemente las cejas, estirando la parte superior de su rostro. Más ni siquiera la sorpresa, algo tan inusitado para aquel semblante, consiguió levantar sus fofos carrillos. Esbozó una sonrisa.

—Preferiría que Vallejo estuviese aquí, pero Alfonzo sabrá apañárselas. No hay peligro.

Lucita, pese a lo mucho que deseaba su muerte, no pudo sino creerlo. Ella, con todo su odio, nunca había sido capaz de suponer una auténtica amenaza para él. ¿Cómo podría aspirar a conseguirlo Fátima, tan fría y profesional?

—He estado haciendo planes —dijo Monçada, aparentemente satisfecho de que el tema de Fátima no diera más de sí—. Ahora que has vuelto conmigo, todo está casi a punto. —Alargó su fláccida mano y apoyó un dedo sobre la reina negra… la que tallara Vykos a imagen de Lucita aquella horrible noche, años ha—. Has cumplido con tu parte y Vykos con la suya. Vykos ha cumplido a las mil maravillas, además. Yo pensaba que iba a perder la concentración mucho antes.

Lucita escuchaba pero comprendía sólo a medias. Seguía demasiado horrorizada por la traición que había cometido sobre sí misma como para criticar la perorata de su sire. Por su parte, Monçada parecía estar disfrutando de la novedad que suponía pontificar frente a una chiquilla obediente y solícita.

—Borges ya no está, como tú bien te encargaste de asegurar, y los príncipes de Sudamérica han sido destruidos o derrocados. Eran tan insulares… —Sacudió la cabeza, burlón, como si sintiese pena por ellas—. Todos ellos líderes de pacotilla, tan absortos por su ciudad que no se preocuparon de firmar pactos de mutua defensa. Incluso cuando saltó la voz de alarma, cada príncipe creyó que la suya sería la última ciudad en caer.

Con un ademán engreído barrió las fichas blancas capturadas al lado del tablero hasta tirarlas al suelo.

—La fuerza necesaria para conseguirlo ya estaba aquí hace tiempo, pero faltaba la voluntad —continuó, mientras reducía las piezas caídas a polvo bajo su sandalia—. Lo único que les hacía falta a los arzobispos y a los nómadas era una mano firme que los guiara. El cielo sabe que la regente no estaba dispuesta, ¿por qué tendría que estarlo ahora?

Lucita se arrellanó en su asiento, huyendo del creciente fervor de Monçada. No quería tener nada que ver con sus planes. No veía que ella encajara en ellos de ningún modo… pero se temía que así era.

—La fuerza de la Camarilla en Washington es historia. Los pocos que quedan se acurrucan en Baltimore, aunque aún no han sido derrotados. Luego tenemos a Polonia, el único arzobispo de cierta raigambre que queda. Cuando los idiotas de la Camarilla hayan desempeñado su papel…

El momento que Lucita tanto se había temido terminó por llegar, puesto que Monçada posó los ojos sobre ella en aquel instante. Quería atacarlo con todas sus fuerzas y, al mismo tiempo, alejarse de él, pero ambas cosas le eran igual de imposibles. Ni siquiera protestó cuando la cogió de la mano.

—Cuando le hayan aplastado los morros a Polonia, el Nuevo Mundo estará preparado —sentenció Monçada. Miraba a Lucita, pero veía un mundo transformado— listo para que yo haga mi aparición… contigo a mi lado.

Acarició el brazo de Lucita con un dedo, de la muñeca al codo hasta el hombro. Lucita se estremeció, pero no se apartó. Las manos del cardenal temblaban de emoción. Tenía los ojos desorbitados.

—Llegada la hora, hija mía, nuestro poder rivalizará con el de la regente. Mientras que ella gobierna una manada de perros salvajes, yo los doblegaré a mi voluntad. Todo lo que sea mío será tuyo también.

Lucita sintió el súbito impulso de echar a correr, de huir de la locura de su sire, pero Monçada la retuvo agarrada del brazo. Ahogó un sollozo. No se permitiría el lujo de llorar. No le daría esa satisfacción. Podría haber aceptado incluso la Muerte Definitiva, pero permanecer a su lado y obedecer su voluntad… No le quedó más alternativa que reír. Una risa fría, hueca, demencial.

El sonido de la cruel desesperación de Lucita abofeteó a Monçada, lo sacó de su ensimismamiento triunfal. La zarandeó, mas las carcajadas continuaban, más estridentes, más incontrolables. Se adueñaron del cuerpo de Lucita y consiguieron que asomaran lágrimas sanguinolentas a sus ojos.

Monçada volvió a zangolotearla. La mesa se estremeció y se movió el tablero. La reina negra cayó al suelo para aterrizar en medio de los níveos y polvorientos escombros.

Lucita no conseguía dejar de reír. La locura de su sire había engendrado aquellas carcajadas en su yermo vientre como una mutilada criatura nonata. Él le retorció el brazo. El hueso cedió, más no la risa. Sin soltar su cuerpo desencajado, Monçada alzó la mano y descargó el primer golpe.

El primero, que no el último.