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Martes, 5 de octubre de 1999, 23:27 h

Catacumbas, iglesia de San Nicolás de los Servitas, Madrid, España

La oscuridad del interior de los túneles era algo más que una ausencia de luz. Era una niebla de tinta pastosa que parecía impregnar a Fátima, los muros de piedra, el suelo, el propio aire. La oscuridad se adhería al cuerpo de Fátima, se filtraba hasta su espíritu, licuando su fuerza de voluntad. Con cada paso, la oscuridad se acentuaba al frente y a la espalda. Podía ver lo justo para seguir avanzando. No había túneles laterales ni vías alternativas.

Se preguntó cómo era posible que Lucita hubiese entrado en aquel lugar opresivo sin enloquecer de inmediato. Incluso Fátima, que no era contraria al austero aislamiento, sentía el peso de la tierra cerniéndose sobre ella, aplastándola. ¿Y qué podía decirse de Monçada, que había elegido aquel laberinto negro para pasar la eternidad?

La oscuridad era campo abonado para la incertidumbre y, a medida que recorría el pasadizo, las dudas comenzaron a asaltarla con fuerzas renovadas. Sopesó la veracidad de las fuentes que la habían conducido a aquel lugar. ¿Quién sabía lo que pasaba por la mente alienígena de un horrendo Tzimisce? A lo mejor no eran Thetmes y los hijos de Haqim quienes manipulaban a la Mano Negra, sino a la inversa. Quizá Monçada estuviera sobre aviso y hubiese decidido sacrificar a Ibrahim a modo de cebo, para que Fátima picara y entrara en aquel lugar desprovisto de toda esperanza.

Aun cuando lo poco que sabía demostrase ser cierto, había un guardián que la esperaba allá delante, en las tinieblas. El Leviatán. Cada misión conllevaba, desde luego, el riesgo del fracaso, de la Muerte Definitiva. Esa noche no era distinta. Destruiría a Monçada, o no. Sobreviviría, o no. Sólo en una ocasión había llegado a sentir que el fracaso podría ser el mejor resultado para una misión, que la derrota y la Muerte Definitiva eran lo que se merecía. Aquella vez, arriesgándose a parecer desleal, se había asegurado de que se propagase el nombre de su objetivo… y Lucita, puesta sobre aviso, la había derrotado.

Los tiempos habían cambiado.

«El heraldo está entre nosotros. El más Antiguo de nuestra sangre lo sigue de cerca». Los hijos de Haqim, siempre leales, siempre inflexibles, estaban siendo empujados a una senda muy estrecha.

«Muéstrate digna», había dicho Thetmes. Demuestra tu valía destruyendo a Monçada, y luego a Lucita. Si eso era lo que se necesitaba para ser digna, Fátima supuso que podría conseguirlo. Podría arrancarse su propio corazón, si tal era la voluntad de Haqim. Aunque había fracasado antes, destruiría a Lucita, sacrificaría su unión.

Pero puede que ni siquiera eso fuese suficiente. Podría hacer cualquier cosa, que al final vendrían los sueños. Al final la llamaría el heraldo para poner a prueba su fe, esa posibilidad no podía descartarla, y no lo hacía. Ni Jamal ni Elijah Ahmed se habían mostrado dignos. ¿Cómo esperaba conseguirlo ella?

Allí había algo turbio. Tan turbio como la oscuridad que la rodeaba.

Pero ¿quién era ella para juzgar a Haqim? La sangre era su sangre. Si la reclamaba por el motivo que fuese, justo o injusto, estaría en su derecho. Del mismo modo que Moisés nunca puso el pie en la Tierra Prometida, quizá Fátima concluyera sus años de servicio antes de que pasaran las Noches Finales, a fin de cuentas.

No abandonaría a Alá.

No abandonaría a Haqim, aunque él la abandonase a ella, puesto que la justicia o la injusticia no cambiaban un hecho: que la progenie de Khayyin era una plaga sobre la tierra. De eso estaba segura, incluso en medio de la sofocante oscuridad, donde la horrenda corrupción de Monçada campaba a sus anchas.

Frente a ella, entre la neblina, Fátima consiguió atisbar unos barrotes que sellaban el túnel, tonos distintos de negro sobre negro. El impenetrable rastrillo que había mencionado Ibrahim. Antes de que pudiera acercarse a la reja, sintió el viento procedente de un túnel transversal. No era una corriente de aire, sino de sombra. Y la sombra, que estaba por todas partes, la envolvió, se apoderó de ella. Era tan sólida, cien veces más, que el negro aire que había vadeado hasta ahora.

Los brazos de Fátima le fueron inmovilizados a los costados, sus manos quedaron lejos de cualquier arma, cuando se sintió arrastrada a las fauces del Leviatán.