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Martes, 5 de octubre de 1999, 23:03 h

Calle Luis García, Madrid, España

Esa noche. Ocurriría esa noche. Lucita estaba segura. Fátima iba tras Monçada. ¿Por qué si no habría aparecido, más que a modo de críptica advertencia para que se mantuviera al margen?

Lucita continuó dando vueltas. Hacía horas que caminaba en círculos.

Tampoco es que Fátima hubiese dicho nada, qué va. No iba a plantarse allí y decir una mierda. Ni hablar. En vez de eso, se ocultaba tras su velo de triunfo inmutable. Claro que se le habría ocurrido que si le decía a Lucita lo que iba a pasar, ésta se mantendría al margen, obediente.

Y una mierda así de gorda. Mil veces más gorda que el sire de Lucita.

Se frotó con aire ausente un picor que sentía en el pecho. Era piel recién sanada que rodeaba su tatuaje en forma de rosa. Había fingido que seguía bajo el hechizo del sol cuando Fátima se marchó. Le había parecido que así sería más fácil. Ahora ya no estaba tan segura.

Quería tirarse de los pelos por no haber dicho más la noche anterior… pero habían estado tan ocupadas intentando matarse la una a la otra, y luego intentando no matarse la una a la otra, consumiéndose mutuamente. Lucita inhaló profundamente e intentó convencerse de que los pulmones aún le servían para algo. Siempre pasaba lo mismo: cien años o más de acoso y anticipación, luego unas cuantas horas de sofoco y, al final, resentimientos.

No tenía por qué ser así. No, si Fátima no fuese una perra tan muda (Lucita no era de las que se guardaba dentro lo que sentía). No, si Fátima no estuviera intentando matar al sire de Lucita; ésta tenía ciertos derechos sobre el hijo de puta, lo que pasaba es que todavía no los había ejercido. Se estaba dando tiempo. Todos sus grandes planes tenían la peculiaridad de empequeñecerse cada vez que se encontraba ante él. Daba igual que se hubiera librado de él de todas formas si Fátima se lo cargaba. No se trataba de eso. El caso es que Monçada era la cruz con la que tenía que cargar Lucita, como él mismo se definía. ¿Cómo se atrevía Fátima a inmiscuirse? Por no mencionar el hecho de que Fátima había dejado bien claro que, una vez acabara con él, iría a por ella.

—Zorra arrogante.

Pero Lucita no podía negar con juramentos sus más tiernos sentimientos hacia Fátima; no después de la pasada noche, y no después de haber fingido que dormía mientras Fátima se mutilaba el brazo. Lucita había espiado de reojo. Había sentido el impulso de acercarse a Fátima, de coger el puñal y dejarlo a un lado, de lamer sus heridas hasta que sanasen. Pero Lucita sabía que había otras heridas más profundas que podría atender. Con todo, a veces pensaba que podía intentarlo. Podría consolar a Fátima y recibir consuelo a cambio…

Por suerte, siempre terminaba por recuperar el juicio.

Dependencia. Escupió en el suelo y esparció con el pie las gotas de sangre que Fátima había derramado.

Lucita estaba cansada de dar vueltas. Estaba cansada de esa partida que Fátima y ella llevaban jugando desde hacía una eternidad. Daba igual lo que fuese que las atraía, Fátima seguía siendo una mera herramienta de sus amos con turbante iraníes o de dondequiera que fuesen.

Lucita cogió su espada. Miró alrededor en busca de una vaina… tenía alguna por algún lado, aunque ya no solía llevar la espada consigo; a finales del siglo XX había dejado de ser la declaración de principios estéticos que fue en el pasado. No la encontró por ninguna parte.

—A la mierda.

Mientras se acercaba a la puerta, se pasó los dedos por la enredada melena. Aquélla era otra cosa por la que Fátima tendría que pagar. Ghoul de Monçada o no, Lucita se había acostumbrado a que Consuelo le cepillase el cabello todas las noches. Había encontrado a la mujer hacía un rato, degollada. No habría sufrido mucho, pero a Lucita no le preocupaban tanto los últimos minutos de vida de la ghoul como la inconveniencia de su muerte.

No vaciló hasta adentrarse en el patio. ¿Cómo reaccionaría Monçada si lo avisaba? Era probable que creyera que se había ablandado. Luego se pondría todo tierno. Ella diría algo completamente justificado pero igual de soez, y él le pegaría una paliza de tomo y lomo, o la encerraría en el desván durante tres años, o algo parecido. Al verlo desde aquella perspectiva, se le ocurrió que a lo mejor se merecía la visita de Fátima. Pero ¿cómo podría Lucita volver a mirar a la Assamita a la cara? ¿Cómo de presumida y engreída se volvería Fátima? A lo mejor Monçada podía encargarse de Fátima sin ayuda de nadie.

Lucita no estaba segura.

Mientras le daba vueltas a esas inquietantes preguntas, no pudo evitar retroceder en el tiempo unas cuantas noches, hasta el fulano que había asesinado casi en el mismo sitio donde se encontraba ella ahora. La cosa había ido lenta al principio, pero luego descubrió que la sangre, la del muchacho, era un lubricante tan bueno como cualquier otro.

Al final, fue aquel pensamiento lo que inclinó la balanza y la impulsó a dirigirse a la iglesia de San Nicolás. No había decidido si quería advertir a Monçada acerca de Fátima, ahora que la amenaza era más inminente. Por muy enfadada que estuviese con la Assamita, no estaba segura de querer que fallase. Pero Lucita no había visto a su sire desde que se tirara al buscón, antes de dejarlo en la calle como el montón de basura mortal que era.

Aquella razón justificaba una visita.