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Martes, 5 de octubre de 1999, 21:51 h

Calle de la paja, Madrid, España

Fátima vio el puesto de verduras y la calle desde las sombras. La ciudad seguía infestada de mortales, y la cimitarra que pendía de su cinto no era una de las armas más fáciles de ocultar. Esperaría. La calle de la Paja no era un lugar de bares y clubes. Los tenderetes ya habían cerrado y habían sido asegurados para pasar la noche. Con paciencia, el momento adecuado llegaría por sí solo.

Mientras aguardaba en la oscuridad, volvió a escuchar la voz de Anwar en su cabeza, su pregunta referente a Lucita: ¿La destruyo si sale? Era un fanático, como lo había sido ella y, por la razón que fuese, ansiaba la sangre de Lucita. Tenía razón al creer que tal hazaña conseguiría que los antiguos se fijasen en él. Noches antes, Fátima lo había halagado. Le había revelado la identidad de su objetivo, y su orgullo y presunción habían conseguido que Lucita se le pasase por la cabeza… por un momento. Siempre ambicionaba más, tal como había hecho Fátima. Él no tenía nada ni nadie que tirase de él en distintas direcciones.

Mientras los mortales continuaban paseando por la calle, Fátima no pudo evitar pensar en Lucita, en la fuerza y la fascinación de su sangre. Fátima se había despertado antes que Lucita, había permanecido en pie ante su cuerpo semidesnudo y disfrutado de la ocasión perfecta para acabar con ella. En vez de eso, lo que había hecho era salir del cuarto a hurtadillas. Había abandonado la casa con la esperanza de que no volvieran a verse jamás. Como mínimo, Lucita podría sobrevivir a este viaje a Madrid. Si se quedara quieta durante esta noche, Fátima y los demás tendrían que apresurarse a poner tierra de por medio al término de la misión. O, si Lucita se iba de la ciudad, Fátima podría retrasar lo inevitable, aprovechando el indulto que le conferiría la victoria de esta noche. O, si fracasaba…

Fátima intentó desechar aquellos vanos pensamientos de su cabeza y concentrarse en la información que les proporcionara Don Ibrahim y corroborase Vykos… el Leviatán. Cualquiera de esas dos fuentes resultaba sospechosa de por sí. Aún era posible que Vykos estuviera equivocada a propósito de la localización de la entrada, o que Anwar y ella hubiesen tergiversado las palabras de la demonio, aunque un asesino rara vez disfrutaba del lujo de la certeza. Fátima estaba acostumbrada a fiarse del instinto y de la intuición, que esa noche apuntaban a una modesta verdulería. También estaba segura de que, en el más desastroso de los casos, conseguiría que no la capturasen. Lo peor a lo que tendría que enfrentarse sería una honorable Muerte Definitiva; en cierto modo, casi deseaba aquel final. Le ahorraría el tener que tomar otras decisiones que le serían impuestas, otras decisiones que no se veía capaz de tomar. No tendría que seguir soportando su propia hipocresía. Así que afrontaba esta misión mal preparada, casi a ciegas. Sabía menos de lo que creían sus hermanos acerca de cómo derrotar al Leviatán. Cortejaba a la Muerte Definitiva, un pretendiente nada quisquilloso.

Una vez más, se obligó a pensar en otra cosa. Consiguió algo de ayuda por parte de los fastidiosos mortales, cuyo número se había reducido de forma considerable. Había llegado el momento. Fátima salió de las sombras. Recurrió al poder de la sangre. Los escasos mortales que se repartían a lo largo de la calle no la vieron, no se percataron de la espada que pendía de su cintura.

Llegó hasta el puesto de madera y se plantó bajo la talla de Adán y Eva, del árbol y la serpiente, de la manzana, del sol que nunca se ponía. Había una cadena inserta entre los agujeros de la puerta y en la pared adyacente. El candado estaba dentro. Quienquiera que lo hubiese echado, también.

La cadena no tintineó cuando Fátima cogió un eslabón entre dos dedos y lo rompió. No se produjo sonido alguno cuando la cadena cayó al suelo al otro lado de la puerta. Fátima la abrió, pasó por encima de la cadena, volvió a cerrarla detrás de ella.

La abarrotada tienda tenía dos habitaciones. La primera, la que se abriría al público durante el día, rebosaba de mesas y cajas llenas de fruta y verdura. El segundo cuarto, mucho más pequeño, quedaba al otro lado del quicio vacío de una puerta. Fátima pasó en silencio junto a una caja de manzanas. El fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal.

No hubo sonido alguno de pisadas que despertasen al anciano tumbado sobre el jergón. Fátima lo degolló con la jambia, tapándole la boca hasta que dejó de patalear. Era un mortal, o un ghoul de sangre débil. La sangre derramada no llamó la atención de Fátima. Dejó que empapara el potreado catre y la polvorienta esterilla del suelo, la cual apartó de una patada para descubrir la trampilla que ocultaba.

Inspeccionó la puerta durante varios minutos antes de decidirse a tocarla. Ni Ibrahim ni Vykos habían dicho nada de trampas, pero Vykos, según el informe de Parménides, había sido bastante críptica y parca en detalles, mientras que Ibrahim ni siquiera conocía el emplazamiento de la trampilla. No obstante, a juzgar por el tono que ambos habían empleado para referirse al Leviatán, Fátima supuso que aquella ruta sólo la bloqueaba un obstáculo. Nunca se era demasiado precavida. Durante varios minutos más, dejó las manos apoyadas en la puerta de madera, moviendo los dedos apenas milímetros cada vez. Vació su mente de cualquier cosa que no fuera la puerta: su textura, la dirección de las vetas, los gránulos de polvo y suciedad que rellenaban las grietas, el espacio mismo entre las fibras de la madera, el espacio al otro lado de la puerta…

Tiró del picaporte. Ni siquiera estaba cerrada con llave. Vio un pozo de paredes verticales, en las que se habían esculpido unos toscos asideros. No emergía luz ni sonido alguno de la apertura. Fátima se apoyó en el borde y se dispuso a descender hacia la oscuridad.