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Martes, 5 de octubre de 1999, 19:38 h

Calle Luis García, Madrid, España

Fátima dejó transcurrir varios minutos comprobando el filo de su jambia contra sus dedos, observando la forma inerte de Lucita. Los pechos de la Rosa Negra no se mecían al vaivén de su aliento; su rostro denotaba una serenidad inopinada, insospechable cuando se la veía despierta; el sol que comenzaba a esconderse seguía reteniéndola en su abrazo.

La noche acababa de nacer para Fátima y ésta ya se sentía abatida por el fracaso. Sabía que tendría que ensartar a Lucita en su hoja, como también sabía que no podría hacerlo. Fátima debería estar dedicada al salah, pero le apesadumbra la falta de tiempo. No disponía de agua a mano para sus abluciones, esa noche en la que habría necesitado la absolución por pecados veniales y capitales, tanto de pensamiento como de obra.

A falta de agua, buena era la sangre. En busca del dolor que la purificase, se clavó la punta de la jambia en el brazo derecho, bajo el codo.

Allahu akbar. Bendito sea Alá, Señor de todas las cosas

No pronunció las palabras ni asumió la postura prescrita; apelaba a la gracia y misericordia de Alá.

El Más benévolo, siempre piadoso, rey del día del juicio.

A imitación de los cortes que presentaba la silla que ocupaba, Fátima recorrió su brazo con el arma, desde el codo hasta la muñeca.

Sólo a ti adoramos, y sólo a ti acudimos en busca de auxilio. Guíanos por el buen camino, por la senda que has bendecido, no por la de aquéllos que se han extraviado.

En algún momento, sin duda, también ella se había extraviado. ¿Sería al seguir a Haqim? Pues fue él quien la obligó a escoger donde no había elección. Mas la sangre que había hecho de ella lo que era le pertenecía a él, y era su voluntad la que cumplía esa noche. Era también su voluntad la que desobedecía.

Fátima cerró los ojos a fin de que la belleza de su amante no se apropiara de su mirada. ¿Dónde estaban la paz y la concentración que solían proporcionarle las plegarias?

La ilaha illa ’l-Lah. No hay dios sino Dios.

Wa Muhammadan rasula ’l-Lah. Y Mahoma es el mensajero de Dios.

Las palabras no tranquilizaron a Fátima. Ni siquiera el dolor que le infligía la hoja al hincarse en su brazo una y otra vez conseguía disciplinar su mente. La única certeza que le quedaba era la de su propia fraudulencia. No servía a Haqim por completo, sino que le negaba lo que exigía de ella. No amaba a Lucita de corazón, sino que planeaba su destrucción. ¿Cómo podría estar segura de que seguía fiel a Dios después de traicionar todos sus lazos?

Salla-’l-Lahu ’ala sayyidina Muhammad. Que las oraciones de Alá desciendan sobre nuestro señor Mahoma.

Al-salamu ’alaykum zva rahmatu ’l-Lah. Que la paz y la misericordia de Dios estén con vosotros.

Sólo Dios diría.

Fátima hurgó con la hoja. La punta de metal arañó el hueso, pero incluso su penitencia era fútil. No se atrevía a amputarse una mano ni el brazo, ni a sacarse un ojo, por miedo a poner en peligro su misión… una misión en la que podría darse por satisfecha si no fracasaba. Del mismo modo que su carne se recomponía y volvía a aparecer intacta, así regresaban las dudas que pretendía purgar para acosarla hasta el fin de las noches.

Por último, aún sin mirar a Lucita, Fátima se obligó a incorporarse y perderse en la noche, dejando tras de sí nada más que un rastro de gotas de sangre.