26

Martes, 5 de octubre de 1999, 00:58 h

Calle Luis García, Madrid, España

Mientras subía las escaleras que la conducirían a la segunda planta, Fátima no se sorprendió al ver que el interior de la casa estaba destrozado. La pared que tenía al lado exhibía las aserradas marcas de unas garras que iban de un extremo a otro del muro. Prácticamente todos los muebles de la planta baja, pese a su exquisita disposición, presentaban enormes brechas, como si hubiesen encerrado allí a algún animal salvaje y enfurecido. Según lo que sabía acerca de Lucita y de la relación que mantenía ésta con su sire, casi se atrevería a afirmar que no andaba desencaminada en sus suposiciones.

Fátima, tras haber relevado a los vigilantes de Pilar y entrar en la casa, recorrió en silencio el recibidor de la planta de arriba hasta llegar a la habitación interior. La gracia de su cuerpo era demasiado innata como para exigir que le prestara atención. Prefirió pensar en aquello que llevaba tantas noches intentando ignorar. No había esperado que Lucita se presentase en Madrid, no había pensado que necesitara verla de nuevo tan pronto.

Mientras asía el pomo con la mano izquierda, Fátima empuñó su jambia con la derecha. La presencia de Fátima absorbió el sonido del picaporte y del pestillo al deslizarse, de la recién repuesta bisagra que habría podido proferir el más tenue chirrido.

Lucita descansaba en la cama de cintura para arriba, con los pies apoyados en el suelo. Pese a lo lánguido de su postura, esgrimía una espada en alto, apuntada a Fátima.

—Qué suerte que tenía esto en las manos —dijo Lucita. Fátima entró en la estancia.

»Mejor que la cierres. —Lucita empleó la punta de la espada para señalar la puerta abierta—. No vayamos a molestar a Consuelo.

—Nada volverá a molestar a la anciana —repuso Fátima, lacónica.

Lucita se encogió de hombros, todo lo que le permitía su horizontalidad.

—¿Tendré que usarla? —preguntó, meneando la espada.

—Tú sabrás. —Fátima envainó su jambia.

Aquello pareció satisfacer a Lucita, que apoyó su filo sobre el lecho. Fátima sabía que Lucita no necesitaba el arma para resultar letal; sin duda, Lucita pensaba lo mismo de ella.

—Ya ves, después de unos cuantos cientos de años, uno aprende a saber cuándo se abre una puerta aunque no pueda oírla.

—Si hubiese querido cogerte por sorpresa, no habría utilizado la puerta, a sabiendas de que tú estabas al otro lado.

Lucita parecía absorta, pese al hecho de encontrarse en la misma habitación que una de las pocas asesinas capaces de hacerla sudar. Se sentó entre aspavientos, pero Fátima sabía que aquel letargo se desvanecería en un instante en caso necesario.

—A Monçada le va a sentar mal lo de Consuelo.

—Su sangre resulta más útil ahora. —Fátima no fanfarroneaba; exponía una realidad.

—¿Te has pegado este viaje para «reclamar» la sangre de una ghoul viejecita?

—No. —Fátima aún había decidido cuáles eran los motivos que la habían traído. Tendría que estar ahí para descubrir una brecha en las defensas de Monçada, o para destruir a Lucita sin más miramientos. Intentó concentrarse en la cruda realidad del momento en lugar de en aquellas cuestiones peliagudas. Repasó mentalmente la lista de los lugares donde ocultaba sus armas de filo, al tiempo que buscaba indicios que delataran dónde escondía Lucita las suyas.

El mutismo de Fátima enfurecía a Lucita… como siempre. La Rosa Negra agarró unos puñados de sábana. Dejó que la ira se amontonara, que la alimentase con un combustible más potente que la sangre. Al fijarse en las manos de Lucita, Fátima vio una pequeña mancha de sangre sobre la funda del lecho. Tras reparar en ella, no pudo evitar el fijarse en la tenue fragancia. El perfume de la sangre de Consuelo.

—Dijiste que ibas detrás de mí y de mi sire —gruñó Lucita, con desdén. Fátima no supo apreciar si aquel sentimiento iba dirigido contra ella o contra Monçada—. Entonces qué, ¿ya es mi turno?

Fátima era plenamente consciente de las manos de Lucita, visibles pero al alcance de varias armas potenciales: jarra, pináculo que remataba la cabecera de la cama, silla que podía romperse sin esfuerzo… y eso era lo que Fátima veía a primera vista. Permaneció completamente inmóvil, relajados los brazos y las manos, sin hacer nada que pudiera enervar a Lucita. Aunque no hacer nada bien podía ser algo que enervara a Lucita.

—No.

—¿Todavía no? Lo mismo que dijiste la última vez.

Fátima empezó a dar un paso hacia delante, muy despacio, pero Lucita se incorporó de inmediato, preparada para defenderse de cualquier posible ataque. Muy lentamente, Fátima levantó las manos y las sostuvo, abiertas, ante ella. Sabía que no había nada que pudiera hacer con la esperanza de tranquilizar a Lucita; la mejor táctica posible consistía en alejar los dedos de cualquier posible gatillo.

—He venido a Madrid por tu sire. No sabía que estarías aquí.

Lucita lanzó una carcajada burlesca.

—¿No fue ése el motivo por el que me avisaste en Hartford? ¿Para que viniera y pudieras pillarnos… intentar pillarnos a los dos?

Fátima negó con la cabeza.

—No.

Seguía con las manos levantadas frente a sí.

—¿Esperas que te crea? Mentirías como una condenada para servir a tu clan. —De nuevo el desdén. Fátima podía ver la confusión subyacente. Lucita no la comprendía, no podía comprender su lealtad. Pero Fátima entendía de sobra a Lucita, sabía de qué iba aquella prostituta: rebelión a las claras, puro desafío, todo lo que Fátima nunca había podido ser ni había encontrado motivos para serlo. Sus transgresiones eran sutiles, insidiosas, pero igual de reales a los ojos de ur-Shulgi, heraldo de Haqim, y sujetas a un castigo mucho más severo que el más flagrante de los pecados de Lucita.

—Nunca te miento. —Fátima avanzó un paso, manos arriba. Lucita no la detuvo, aún las separaban algunos metros. Fátima podría traspasar la guardia de Lucita antes de que ésta tuviera ocasión de utilizar la espada, pero las demás armas… y las manos alzadas de Fátima supondrían la pérdida de una preciosa fracción de segundo—. Nunca te miento —repitió. Pero tampoco se atrevía a contarle la verdad.

Lucita vaciló. Las dos avanzaron, reduciendo la distancia del estrecho que las separaba.

—¿Piensas que iba a dejar que lo destruyeras así, sin más, aun cuando fueses capaz? ¿No te parece que intentaría detenerte?

Fátima percibió el desafío, mantuvo la calma, habló con confianza:

—¿Quieres detenerme?

—Podría.

—Quizá.

Lucita recibió la respuesta con un respingo, pero no atacó. Sus manos acusaron un levísimo temblor, pero no se abalanzaron sobre ninguna hoja oculta.

Fátima dio otro paso hacia delante. Tranquila.

—¿Quieres detenerme?

Quería decir tantas cosas, era tanto lo que no se atrevía a aventurar. Puede que Monçada la destruyese, que Lucita estuviese a salvo… hasta que viniera otro asesino, y luego otro. O puede que Fátima destruyese al cardenal y Lucita quedara libre. Libre para esconderse de Fátima. Sólo que Lucita nunca haría tal cosa. Aquel dilema no presentaba ninguna solución satisfactoria.

—¿Quieres detenerme? —preguntó Fátima por tercera vez, sólo que ahora sus palabras fueron más duras, desafiadoras. Su voz cayó sobre Lucita como un mazazo.

Cruzaron sus miradas, cada una segura de que la otra no era mucho más fuerte en la sangre como para adueñarse de su voluntad con los ojos. Caminaban al borde del abismo. Dos asesinas.

En esta ocasión fue Lucita quien dio el paso adelante. Centímetros de distancia. Despacio, levantó las manos, palmas hacia fuera, y las juntó con las de Fátima.

—Nunca te miento —exhaló Fátima.

Fue entonces cuando sellaron los labios. Diminutas gotas de la sangre de Consuelo, todavía fresca en la boca de Fátima, cambiaron de dueña por segunda vez aquella noche cuando las dos lenguas se abrazaron. Despacio, agónicamente, Fátima posó una mano sobre la mejilla de Lucita, quien correspondió al gesto copando la turgencia de un seno terroso. El carácter gradual de cada movimiento pretendía paliar cualquier posible sospecha, puesto que el deseo no se traducía fácilmente en confianza.

Fátima intentó conservar la calma. No podía permitirse el lujo de rendirse al beso de la mujer a la que tenía que asesinar. Pero costaba resistirse a la libertad que le había sido vetada durante tanto tiempo. Su mano izquierda asió la diestra de Lucita. Entrelazados sus dedos, compartida la fuerza y la desmañada ternura de unas manos legas en el arte de la caricia y la ternura. Fátima no lograba alejarse del peligro del abandono. ¿Sería mucho peor la destrucción en brazos de su amante que la que la esperaba a manos de sus antiguos? Si el heraldo iba a castigar a Fátima a causa de su fe, bien podría añadir la pasión y el amor a la lista de ofensas.

Lucita se aplastó contra Fátima y ésta la correspondió. La sangre bullía por la pasión. Las lenguas transponían los caninos. Se mordisquearon mutuamente los labios, las lenguas, hasta que la sangre comenzó a mezclarse en sus bocas. El embriagador aroma de la sangre antigua se apoderó de los sentidos de Fátima. Se estremeció. ¿O era Lucita la que temblaba? Fátima no supo decirlo, ni le importó. Se empujaron hasta caer sobre el exquisito tálamo salpicado de sangre. Cuando rodaron sobre las sábanas, la tensión se adueñó de ambas por un instante… pero las manos estaban entrelazadas; no había armas, ni ataque disfrazado de carantoña.

Con la sangre vino el calor. Fátima postergó los besos hasta haberse despojado de la camisa. Las manos de Lucita, hambrientas de carne, tiraron de las mallas que cubrían las piernas de sus desvelos. Un hilo de sangre corría por su mejilla. Fátima lamió el afluente escarlata hasta alcanzar la desembocadura del cuello. Rasgó a mordiscos el cuello de la camisa de Lucita y encontró una gema de sangre en bruto entre las lomas que coronaban el torso ahora al descubierto. Bebió, pasando la lengua por la piel de terciopelo hasta encontrar la rosa tatuada que florecía a la izquierda. Escuchó por un momento, como si buscase los latidos de un corazón. Ni siquiera el silencio podía ocultar la presencia de sangre Cainita.

En el preciso instante en que Fátima se llenó la boca con la sangre de su amante, sintió el dolor extático que laceraba su brazo, la incursión de Lucita por la misma vía de entrada que siguiera el veneno en su día, por la cicatriz que nunca desaparecería. No hubo tregua, parecía que no la hubiese habido nunca. Saltaron de cabeza al pozo de la destrucción.

Fátima sintió el bombeo de su propia sangre, escapando de su cuerpo, pero pudo despegarse de la herida abierta en el seno de Lucita. Por fin, tras tantos siglos, el círculo volvía a completarse. Fátima nunca había experimentado tal apetito, ni tal saciedad.

Por un momento, el hambre abandonó su escondite. La Bestia rugió para reclamar lo que la pertenecía, todo lo que era suyo, y Fátima hurgó en la herida, desgarró la carne para que brotara más sangre. Lucita mordió con más ahínco el brazo de Fátima. El dolor actuó como revulsivo, la endureció frente a la Bestia. Hacía mucho que había aprendido a dominarla, pero ahora, con cada trago de aquella sangre que le había sido prohibida durante tanto tiempo, su dominio se tambaleaba. Mas seguía poseyendo la fuerza. Rendirse supondría la destrucción… la destrucción de Lucita, la destrucción de la mismísima disciplina que era la esencia de Fátima. Y, si Lucita tenía algo que decir al respecto, la destrucción de la propia Fátima.

Fátima doblegó a la Bestia y Lucita y ella continuaron con su baile embelesado, como dos víboras abrazadas, todo sangre, colmillos y veneno. La sangre de una era la sangre de la otra. Fátima se empapó del desafío de Lucita, del suyo propio, hasta que, por último, el apasionamiento se convirtió en agotamiento. Salieron cada una de la otra tal y como habían entrado, como una sola. Fátima dejó la trémula huella de un beso, y la carne del pecho de Lucita volvió a estar entera, recomponiendo la negra rosa. El hálito de Lucita, cálido y húmedo, selló el brazo de Fátima, aún surcado por la cicatriz.

—Tengo que irme —dijo Fátima. Recorrió con un dedo el camino que había atravesado la sangre. Barbilla, garganta, pecho—. Tu sire aguarda —musitó, a modo de cruel recordatorio para sí, para ambas, de que daba igual el solaz que encontrase cada una de ellas en los brazos de la otra, no podía durar.

Lucita se tensó, aunque sólo por un momento. Continuó acariciando el cabello de Fátima.

—Afuera es de día.

No había terminado aún de pronunciar aquellas palabras cuando Fátima se dio cuenta de que era cierto. Las horas de placer, al contrario que las de dolor, culpa y desesperación, eran tan escasas como efímeras.

—Así que, una vez más, no hemos conseguido destruirnos la una a la otra —dijo Fátima, morbosa, melancólica.

—De momento. Hasta dentro de algunas horas.

Y así fue como las encontró el día.