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Sábado, 2 de octubre de 1999, 2:30 h

Hotel presidencial, Washington, D. C.

Parménides recogió sus tres hojas y volvió a envainarlas en sus fundas ocultas. Había cogido por costumbre el agudizar sus habilidades a costa de la decoración del hotel y, ahora que retrocedía un paso y miraba a su alrededor, vio que el ático de la sexta planta comenzaba a dar muestras de agotamiento. Las lámparas habían sido las primeras en caer, tal y como atestiguaban los montones de fragmentos de cerámica de todos los tamaños que ocupaban las esquinas. Las pequeñas bombillas situadas a lo largo de las paredes a modo de señalizadores conseguían iluminar algunas zonas del cuarto. El mobiliario, apuñalado, rebanado y, en una ocasión, incendiado, había tenido noches mejores. La mayoría de los cuadros que adornaban las paredes yacían a lo largo del rodapié entre pilas de cristales y fragmentos de lo que en su día habían sido marcos.

Fue el sonido del ascensor que subía lo que lo había sacado del trance en el que se sumía cuando entrenaba y lo había impulsado a evaluar la estancia tal y como lo haría alguien que la viera por primera vez. Parménides había estado prácticamente solo durante toda la semana, no mucho para un inmortal, desde la noche que hablara con Courier y Fátima. Vykos no había regresado y, aunque Parménides sabía que disponía de otros refugios en su nueva ciudad, no podía evitar sentirse herido por el modo en que lo evitaba. En lugar de acudir a verlo, le había ordenado que aguardase órdenes posteriores. Ni siquiera se le permitía la distracción del tedio que hubiese supuesto seguir de cerca el cerco a la capilla Tremere.

El ascensor pasó de largo por la cuarta planta, pasó por la quinta.

Las luces de Washington ya no se veían desde el ático. Vykos había dispuesto que se colocaran unas enormes contraventanas a fin de cubrir los amplios ventanales. Las contraventanas, de color negro, disponían de visillos, pero sólo a modo de adorno. Ni el sol ni la luna alumbraban el interior del ático, sólo las pocas luces aún existentes y los números iluminados sobre la puerta del ascensor.

La puerta se abrió con un leve bing y entró Vykos. Doña Sascha Vykos, arzobispo de Washington. Vestía un largo y vaporoso abrigo de pieles. La blusa, la falda constrictora y los tacones acentuaban la frágil verticalidad de su cuerpo. Parménides había pensado en más de una ocasión que bastaría con estirar el brazo y apretar la mano para partirla por la mitad.

Dio tres pasos por el recibidor, se detuvo, paseó la mirada por los muebles rotos y desvencijados.

—¿Nos aburríamos?

—Me ordenaste que esperara. He esperado.

Vykos se encogió de hombros como si aquello no fuera con ella y pasó junto a él, dejando el abrigo en sus manos. Parménides se dio cuenta de inmediato de que la sedosa piel no era de marta ni de conejo, ni siquiera sintética, sino pelo humano. La piel del forro era tan flexible que casi parecía una segunda piel. Sin el casi.

La prenda no le afectaba, pero no tenía intención de hacer de botones, así que Parménides arrojó el abrigo encima del primer montón de trozos de silla que pilló a mano. Vykos encontró un canapé relativamente intacto y se sentó con lánguido ademán.

—Supongo que nuestra amiguita ha recibido la última paga.

Parménides asintió con la cabeza. Lucita, pese a su considerable falta de profesionalidad, había cumplido con el encargo. Borges había sido destruido. Parménides se había ocupado de cumplir también con la parte del contrato que le tocaba a Vykos.

—Bien. Tráeme un aperitivo. Caliéntalo.

Parménides no movió ni un músculo, pero Vykos pareció no percatarse de su obstinación. Parecía distraída, agotada. A menudo añadía un burlesco «por favor» juguetón a sus órdenes, como si quisiera recordarle a Parménides que podría hacer con él lo que quisiera. Esa noche no. Parménides se dirigió a la cocina, odiándose a sí mismo por cada paso que daba, sin estar dispuesto a desafiar a Vykos. No debía levantar sospechas, se dijo. Había secretos que tenía que sonsacarla. Y luego…

Luego, destrúyela.

Abrió el frigorífico, cogió uno de los antebrazos que seguían conservando la mano y algunos dedos, y lo metió al microondas.

—¿Subestiman los Cainitas de tu clan a las mujeres, philosophe mío? —preguntó Vykos desde el otro extremo del cuarto. Cainita no era un sobrenombre que los hijos de Haqim emplearan para referirse a sí mismos, pero Parménides no tuvo ocasión de puntualizar, ya que Vykos siguió hablando tras enunciar su pregunta, aparentemente retórica—. Los guardianes sí que lo hacen, e incluso mis propios Tzimisce. Debo confesar que yo también, me temo, ahora no, claro —añadió, recordando de repente que Parménides se encontraba también en el cuarto—. No, esta forma ha sido… instructiva.

Parménides sacó la mano del microondas y se la llevó. Vykos la olfateó sin ganas durante un momento pero parecía que aquella noche no sentía verdadero apetito.

—¿Sabías que algunas de las recién Abrazadas supuestamente han llegado a dar a luz? A luz de verdad.

—He oído rumores.

—Fascinante —Vykos se llevó un dedo a la barbilla, asta que se dio cuenta de que no era suyo y dejó la mano un lado—. Todo este politiqueo es aburridísimo —suspira—. Monçada me prometió que remodelaría la ciudad a mi antojo, pero de eso nada. Tantos detalles, incluso con Borges fuera de juego y sus seguidores repartiéndose los despojos a bocaditos… —Elevó las manos al cielo, frustrada—. Y Polonia se está poniendo muy pesado. Siempre está que si «Baltimore» esto, o «Nueva York» lo otro. No me queda ni tiempo para mis estudios. Me da que no soy un animal social.

Vykos, súbitamente preocupada, miró a Parménides como si temiese haberlo ofendido.

»Ay, pero tú por eso por no te preocupes. —Lo cogió de la mano e hizo que se sentara junto a ella.

Parménides se sentía desorientado, como siempre que se encontraba en su presencia. No quería prepararle aperitivos. No quería sentarse con ella. Pero allí estaba.

»A luz de verdad —musitó Vykos para sí—. Fascinante.

La habitación se cernía sobre Parménides. ¿Se habían apagado las luces del rodapié? ¿De veras inundan el cuarto los números del ascensor con una extraña niebla traslúcida? Las enormes contraventanas tenían barrotes. Parménides se mareó cuando la tormenta estalló a su alrededor. El canapé era, de repente, increíblemente largo. Vykos se encontraba a kilómetros de distancia, pero sentía su voz junto al oído, dentro de su cabeza.

—Esas cosas despiertan mi instinto maternal…

Parménides no conseguía apartar la mirada de los dedos de Vykos, imposiblemente largos y esbeltos, mientras se desabrochaba la blusa. Allí apareció su pecho desnudo, dos senos redondos, firmes y perfectos… a excepción de los pezones que, en contraste con la nívea piel, ofrecían un color extraordinariamente atezado, cendrinos como el estiércol mojado.

—Ven…

Parménides fue testigo de cómo su cuerpo se acercaba. No podía ver el rostro de Vykos, pero oía su voz.

»Mi joven romántico.

La tormenta era una tempestad en sus oídos que, pese al estruendo, no conseguía ensordecer aquella voz. Ahora, en lugar de dos firmes pechos, veía una teta alargada rematada en un pezón rugoso y enquistado. Parménides aplicó su boca a la protuberancia y mamó de la obscenidad que era Vykos. Su boca se inundó de líquido… no leche, ni sangre, sino una mezcla de ambas. Una sustancia negruzca, cuajada y repugnante.

»Fascinante —susurraba la voz.

Parménides no podía apartarse, aunque le ardían los labios y los ojos. Bebió con avidez, mordisqueó el pezón correoso y sintió cómo el icor negro le corría por la cara. El hedor de la corrupción lo impregnaba todo, le inundaba la nariz.

»Tengo que hacerme con una de ésas de sangre débil. Tengo que hacerme con una y descubrir… Ay, pero eso habrá que reservarlo para otra ocasión. Ésa es mi pasión. Fascinante.

La voz sostenía a Parménides, que de no ser por ella habría sucumbido a la enloquecida tormenta que se había desatado. Una oleada de nausea se alzó en su interior, pero siguió bebiendo, aun cuando su cuerpo estaba hinchado con la abrasadora emulsión sanguinolenta de la demonio.

—Has catado mi pasión, chiquillo glotón. Dime, ¿cuál es la tuya? —Parménides estaba perdido. A la deriva en medio de un océano negro y lechoso, lejos de cualquier costa conocida—. ¿Cuál es tu pasión?

Sintió el impulso de matar. De destruir. Pero sus manos, sus manos de artista, no le pertenecían. No podía sentirlas. Estaban inmersas en el océano, negro y voraz.

Luego destruye… luego destruye

La oscuridad se adueñó de todo, le cubrió el rostro, lo arrastró hacia el fondo. El dolor ocupó el lugar del tiempo mientras flotaba, inmerso en su apetito.

—¿A quién vas a destruir? —preguntó la voz. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido? ¿Minutos, horas, años?

Luego destruye

—A Monçada —dijo la voz… no; era su voz la que hablaba—. A Monçada.

—Hmm. Eres un muchachito ambicioso —repuso la voz. Repuso Vykos. Parménides volvía a relacionarla con la voz, pero era distinta, menos femenina.

Entonces se acordó de la enorme y fláccida ubre, de pezón enhiesto, del océano negro. No era un océano… sin un charco; se encontraba a cuatro patas en el suelo, vomitando. Las arcadas convulsionaban su cuerpo. Tenía la impresión de que había hablado más de la cuenta, pero también sentía que, de algún modo, Vykos se equivocaba en sus presunciones.

—Ay, pero Monçada es astuto. Si fueses a destruirlo tendrías que empezar en el lugar adecuado, ¿no es así? Desde el principio. Con el fruto del árbol de la sabiduría de bien y del mal.

—El árbol… —Parménides se oía decir las palabras a sí mismo y podía sentir cómo sus labios las daban forma, pero se sentía tan débil, tan confuso, y la bilis y la sangre no dejaban de brotar de su boca.

—Sí, sí. Muy típico en él, ¿no? Y el sol nunca alumbre sobre el árbol. Otra plaga para nosotros. Ni que nos hiciese falta saber nada sobre el bien y el mal. A mí me parece que ya no somos tan subjetivos, pero al cardenal le hace feliz, así que, ¿qué daño hace?

Parménides se veía impotente para responder. Le fallaban las fuerzas, y estaba demasiado ocupado intentando desentrañar el sentido de las palabras. Fruto y árbol… Sus brazos ya no pudieron sostenerlo por más tiempo. Se hundía, despacio, en el charco negro que se extendía bajo su cuerpo. Su rostro se estrelló contra el suelo mojado.

—Y luego tenemos al Leviatán. —Vykos se estremeció Parménides lo oyó en su voz—. Conoce la sangre. —Le repitió, con voz queda, casi reverente—: Conoce la sangre.

Parménides se preguntó si habría oído bien. La voz naba tan lejana. El acre ardor de la negrura volvía a apoderarse de sus sentidos, no dejaba sitio para nada más.

—¿Sigues ahí, mi joven philosophe…?