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Jueves, 30 de septiembre de 1999, 1:42 h

Cueva de San Miguel, Madrid, España

Madrid era una ciudad vieja vestida de joven. Fátima se encontraba de pie a la sombra de la Plaza Mayor, cerca y lejos al mismo tiempo de la vibrante humanidad que atestaba las hileras de bares de tapas. Los mortales trashumaban de un establecimiento al siguiente, atraídos por el gancho de la comida, la bebida y la música. De los consabidos turistas, predominaban los jóvenes europeos. Los americanos y japoneses, mayores, todo relámpagos fotográficos y tosca vestimenta, se habían retirado a la seguridad de sus dormitorios hacía horas. No pocos nativos de la capital de España disfrutaban a su vez de la noche, cuajando la empinada avenida con su jolgorio.

Para Fátima, no obstante, los arreos de la celebración no conseguían camuflar la tradición subyacente de lucha y muerte. Los propios bares, tan alegremente exonerados, recordaban las voces de aquel pasado. Los escaparates se levantaban inmersos en la muralla que albergaba la plaza. Las piedras pulidas por el tiempo eran las mismas que habían sido testigo, siglos ha, de las matanzas de moros por parte de los cristianos, y de cristianos por parte de los moros. La parafernalia moderna, al igual que las nuevas secciones de la ciudad, encubría la tragedia del pasado. La memoria de la humanidad era corta, por miedo a que los remordimientos de conciencia pudieran volver la vida insoportable.

En medio de aquella humanidad se mezclaban lo monstruoso y lo inhumano. A algunos se les daba mejor que a otros el teatro a la hora de hacerse pasar por mortales como aquéllos a los que cazaban. Pues aunque no se sometiera a la Mascarada de la impotente Camarilla, el Sabbat seguía ciertas reglas parecidas, si bien no tan estrictas, por pura necesidad. Puede que los Cainitas del Sabbat no considerasen a los mortales más que ganado, pero perduraba el hecho de que los mortales alarmados en masse podían destruir a los no muertos. Por tanto, se imponía una Mascarada de facto incluso para los más alocados, sin que se pudiera hacer nada para evitar los excesos de los más jóvenes e impulsivos. Irónicamente, en las ciudades del Sabbat donde gobernaba un antiguo poderoso, caso de Monçada en Madrid, la población de no muertos se censaba con todo cuidado y se le seguía la pista de cerca de los neonatos. La distancia que separaba a la Camarilla y al Sabbat no era tanta como le gustaba creer a ambas sectas. Para Fátima, eran intercambiables. Al final, Haqim, que había alcanzado la inmortalidad por sus propios medios, reclamaría toda la sangre Cainita.

Fátima se alegraba de tener tanto de lo que ocuparse. Había empleado gran parte de la noche en volver a verificar la información que ya habían confirmado Mahmud y Anwar. Hacía mucho que sabía que podía fiarse de Mahmud. También Anwar estaba demostrando su valía. Fátima no había tenido que corregir ninguna de las observaciones que hiciera ninguno de los dos asesinos ni el experto equipo de ghouls de Pilar. Tampoco es que aquello la sorprendiera. La supervisión del trabajo de los demás era un formalismo, una salvaguardia que, en caso de que la rapidez de acción se volviera vital, abandonaría. Si llevaba la misión hacia delante tan despacio de forma deliberada era por una razón de peso: a pesar de la ingente cantidad de información que los Assamitas habían reunido acerca de lo que obstruía la entrada al refugio del cardenal Monçada, ninguno de ellos sabía qué esperar exactamente una vez traspasadas las defensas.

A Fátima se le presentaban tres opciones para solventar aquella deficiencia. La primera recurría a los espías. Parménides no era el único miembro de la hermandad capaz de averiguar información tan reservada. Al-Ashrad había aprobado la sugerencia de Fátima de conseguir que todos aquéllos con contactos entre los Lasombra o dentro del Sabbat indagaran al respecto de los detalles más delicados. No serviría de nada si el nombre de su objetivo saltase a la palestra, pero los hijos de Haqim eran expertos a la hora de encontrar respuestas sin que nadie se percatase de que se había formulado siquiera la pregunta.

La segunda opción, y la preferida a juicio de Fátima, tenía que ver con la tortura. De nuevo, a los hijos de Haqim no les resultaba novedosa esta forma de desentrañar información. Cuando la proporcionada por un espía podía quedar invalidada por tratarse de datos de segunda o tercera mano, el Cainita que sintiese el cosquilleo de los primeros rayos del sol hablaría con plena autoridad de cualquier tema con el que estuviese familiarizado. Lo difícil era encontrar a alguien que nadie fuese a echar de menos enseguida. Algunos Cainitas habían visitado a Monçada en su guarida, pero no muchos. El cardenal era un alma insular. No corría riesgos con sus invitados. Una vez más, los Assamitas repartidos por todo el mundo se habían puesto manos a la obra e investigaban cualquier posibilidad.

La última opción, en la recámara por si las dos anteriores no conseguían arrojar resultados, era la infiltración a ciegas. Aunque no tenía por qué atentar contra Monçada esta noche ni la siguiente, al-Ashrad había dejado bien claro que el cardenal debía ser destruido cuanto antes. Aquél era uno de los pocos puntos en los que el amr había hecho hincapié.

Fátima esperaría todo lo que pudiera pero, si no averiguaba más secretos acerca de Monçada, tendría que actuar sin dilación. A lo largo de los años, había penetrado en las fortalezas de brujos y hechiceros; había burlado las defensas de reyes y reinas y otros jefes de estado. Había destruido a antiguos Cainitas de todos los clanes, príncipes y arzobispos, en sus madrigueras letales. Pero ninguno de ellos era un cardenal del Sabbat. Ninguno de ellos era Ambrosio Luis Monçada. Ninguno de ellos era el sire de Lucita.

Fátima sacudió la cabeza. Se había mantenido ocupada, sin pensar en Lucita; pensando, de hecho, en cualquier otra cosa antes que en Lucita. Aunque la presencia de la Rosa Negra planteaba una pregunta. ¿Había comprometido Lucita la misión? Fátima se había enfrentado a ella, le había contado la inminencia del atentado contra su sire, llevada por un arrebato emocional… por una debilidad. El pragmatismo no había intervenido para nada en aquella decisión. ¿Odiaba Lucita a su sire tanto como para ayudar? ¿Sería tal su lealtad fundamentalista hacia él que lo habría advertido del peligro? Fátima sabía que tales posibilidades existían, y aún así las había pasado por alto. Parecían tan remotas… No estaba segura de cómo había esperado que reaccionase Lucita exactamente. Probablemente lanzándose a cumplir con algún otro asunto privado, como siempre había hecho, e ignorando el asunto por completo.

Lo que Fátima no había esperado era que Lucita viajase a Madrid, que visitara a su sire por, según lo que ella sabía, primera vez en casi cien años. Y aquello era exactamente lo que había hecho.

Lucita, por tanto, se convertía en la última ficha del rompecabezas, la pista final para resolver el acertijo, daba igual lo que descubriesen los espías o los torturadores. Antes de que se llevase a cabo el atentado, Fátima tendría que saber si Lucita había avisado o no a su sire. En contra de su voluntad, descubrió que la tentaba la mera idea de volver a verla. Era, por encima de cualquier otra cosa, lo que más deseaba y lo último que quería.

Mientras Fátima reducía aquellos pensamientos a la nada, la marea humana subía y bajaba, bañando los bares de tapas repartidos por toda la calle. Ninguno de los mortales se le acercaba. Los que parecía que avanzaban en su dirección daban un rodeo para evitar el lugar donde Fátima estaba recostada contra una fachada ensombrecida. Ningún mortal se fijó en ella, como tampoco, de eso estaba segura, ninguno de los Sabbat que se movían entre el gentío.

Pero Fátima sí se fijó en alguien.

Se fijó en un movimiento. Un cuerpo, allí y luego allá, entre la tromba de gente. Un espacio antes ocupado, ahora vacío. Su atención regresó de golpe al aquí y ahora. Escrutó la corriente de personas pero no vio nada fuera de lo común. Movimiento de nuevo, a su derecha. ¿Se alejaba alguien en medio de la muchedumbre, invisible, o lo habría imaginado?

Se puso en marcha; no era de las que se imaginan cosas.

Surcaba el mar de cuerpos humanos, sin que ninguno de ellos pareciese haberse percatado de lo que ella había visto, sin que ninguno se fijase en ella siquiera de pasada. Los turistas y los camareros parecían sentir adónde la conducían sus pasos y, sin darse cuenta, le abrían camino. No es que se abrieran en olas enormes igual que el Mar Rojo ante Moisés, sino que cada uno seguía su propio camino, como goterones individuales que resbalaran por una ventana empañada. Fátima se apresuraba a cruzar por los huecos desocupados; no tardó en despejar el grueso de la concentración de mortales y aceleró el paso hasta echarse a correr.

Se detuvo al llegar a la primera esquina. Dondequiera que mirase había mortales paseando en grupos reducidos, ajenos a todo. No hubo ningún movimiento fugaz que la pusiera sobre su pista, ni fantasma alguno que viera por el rabillo del ojo. Sí que podía sentir algo, no obstante, algo que casi podía oler; una interferencia en el aire, el tenue rastro de alguien que acababa de pasar por allí, y deprisa. Mas no había nadie cerca que pudiera haber dejado aquella pista efímera. Nadie humano.

Fátima giró a la izquierda y continuó a lo largo de aquel bloque, largo y sinuoso. Se abrió camino entre cúmulos de personas, cada vez menos frecuentes a medida que se alejaba de la zona de copas. La senda, el rastro en el aire, seguía allí. También zigzagueaba entre los mortales como si éstos no fuesen sino meros obstáculos inmóviles. Si Fátima pudiera mantener el ritmo, si pudiera seguir aquel hálito antes de que se disipara y se mezclase con el resto de la tranquila noche madrileña, podría encontrar a quienquiera, o lo que fuera, que le había llamado la atención sin proponérselo.

O a propósito.

Continuó en dirección norte atravesando una amplia avenida. Los nombres de las calles dejaron de tener sentido. Los mortales eran poco más que borrones. Fátima dejó caer el velo que la cubría ante sus mentes. No sabrían qué era lo que había pasado junto a ellos, y ella estaba absolutamente concentrada en los caprichosos matices del aire, de segundos de vida. Tenía que estar cerca. Muy cerca.

El ritmo que se había impreso daba lugar a un nuevo peligro. Emboscada. Lo que fuese que estaba siguiendo podría conducirla a una trampa, pero Fátima estaba segura de poder vérselas incluso con la más letal de las celadas. No podía volverle la espalda a aquello, a esa presencia. No era mortal, eso seguro, ni pertenecía a la chusma del Sabbat. No le daba la impresión de que tuviera nada que ver con el cardenal ni con sus criados domadores de sombras. Ni siquiera Lucita era capaz de moverse con tanta rapidez y sigilo. Pocos de los hermanos de Fátima podrían haber seguido ese rastro. No podía ignorar aquella amenaza. El no saber de qué se trataba supondría un grave peligro para su misión. Por eso seguía adelante, con trampa o sin ella. La sangre de Haqim prevalecería.

La presencia, ya fuera presa o cazador, la condujo a lo largo de una ruta sinuosa a través de estrechos callejones empedrados. Giraba de nuevo hacia el sur, siguiendo calles paralelas a las que acababa de atravesar, tan sólo para virar de nuevo y conducirla hacia el oeste. Con cada paso que daba, con cada esquina que doblaba, sentía que estaba a punto de darle alcance. Pero se mantenía siempre justo enfrente de ella, donde no podía verlo, ni tocarlo. El aire se arremolinó como si hubiese pasado alguien por allí hacía un segundo. Alguien había pasado, pero no había nadie.

Entonces perdió el rastro.

Fátima pensó que lo habría perdido por un instante pero, cuando empleó todos sus sentidos para recuperarla, la pista había desaparecido. El aire no estaba inmóvil por completo, pero aquella turbulencia peculiar se había esfumado.

Tardó algunos segundos en reconocer sus alrededores más inmediatos, en devolver su concentración, tan completamente fija en los más insignificantes estímulos medioambientales, a la realidad de los edificios, de las calles, del puñado de automóviles. Se encontraba en la amplia calle de Bailén, frente a los Jardines de Sabatini, no muy lejos del majestuoso Palacio Real.

No lograba dilucidar si es que había perdido el rastro o éste se había limitado a desaparecer. Sospechaba que se trataba de esto último, pero aunque se hubiese equivocado de dirección en algún momento, era demasiado tarde para volver a orientarse. La pista se había mantenido en cada lugar durante escasos segundos. Había estado tan cerca…

Se preguntó si sería posible que su presa hubiera camuflado de repente las trazas de su paso. O si habría acelerado para aumentar la distancia entre ambos. En el caso de un único individuo, el aire volvía a ocupar el espacio del que había sido desplazado casi al instante. La turbulencia era más cuestión de masa que de velocidad. Si su objetivo la había desorientado en aquel lugar exacto a propósito, si hubiese podido hacerlo antes pero había decidido hacerlo ahora, aquello apuntaría a una trampa. Pero cuando Fátima escudriñó la calle arriba y abajo, no le pareció que aquella amplia, concurrida y bien iluminada travesía fuese el lugar idóneo para una emboscada.

Algunos coches pasaban veloces aquí y allá; ninguno de ellos parecía sospechoso. Fátima parecía ser la única viandante en bloques a la redonda, aunque no lograba creérselo del todo. Cuantas más vueltas le daba, más convencida estaba de que la habían conducido allí a propósito pero ¿por quién y para qué?

La calle de Bailén no ofrecía ninguna respuesta, así que cruzó la calle a paso largo y, sin aminorar la marcha, superó la valla de hierro y los macizos de juníperos que bordeaban los Jardines Sabatini. Al aterrizar adoptó una postura defensiva, agazapada. En la oscuridad, la mezcla de perfumes procedente de las diversas flores, árboles y arbustos resultaba más pronunciada que los apagados colores. Tras escasos segundos de observación, no obstante, los aspectos más destacables de los jardines eran los apresurados movimientos furtivos entre las plantas, y los escalofriantes sonidos, quejidos exhaustos que parecían proferidos por las gargantas heridas de bebés a los que estuvieran torturando.

Gatos. Los jardines, hogar de quizá un centenar de gatos callejeros, estaban llenos de ellos, todos mortalmente celosos de sus territorios, cada uno de los cuales, por supuesto, se superponía al de varios más. Sus batallas nocturnas transformaban aquel lugar, pensado como refugio de serenidad, en un caldero donde hervían abrasadoras la sangre y la inquina asesina. Podía localizar según el olor a ese felino con la oreja desgarrada, o a aquél con el ojo prácticamente fuera de su cuenca.

Los jardines y su especial atmósfera encarnizada no molestaban a Fátima. Ya había estado aquí antes. Había llevado a fida’i a lugares como aquél para su formación. Acosar y atrapar a un gato salvaje era mucho más complicado que cazar a un simple mortal, y pocos gatos callejeros llegaban a echarse de menos. También existía el incentivo añadido de que un cazador que tuviera éxito, que no cuidado, pudiera acabar con un doloroso zarpazo o mordisco que agudizaría su concentración para la próxima.

Alerta a cualquier sonido y movimiento, Fátima se adentró con cautela en los jardines. No sembró la alarma entre los gatos, los cuales continuaron con sus correrías nocturnas completamente ajenos a su presencia. Se mantuvo gacha, bordeando el sendero en silencio. Del mismo modo que los gatos estaban ciegos para ella, ella estaba ciega para aquello que había seguido. No quedaba ni rastro, aunque Fátima sentía en los huesos que estaba allí, que estaba esperándola. Había sobrevivido durante el tiempo suficiente como para saber cuándo confiar en su instinto; había sobrevivido durante tanto tiempo porque, en numerosas ocasiones, había confiado en su instinto.

Una vez más, su instinto demostró estar en lo cierto.

Adelante, en el sendero, yacía uno de los escuálidos felinos… con la cabeza echada hacia atrás y la garganta desgarrada. Un mechón blanco y marrón flotaba en el charco de sangre que se expandía a su alrededor. Recién muerto. Fátima podía oler la sangre desde muchos metros de distancia.

En lugar de continuar por el sendero, se introdujo en los macizos de su derecha y describió un amplio círculo para evitar al desafortunado animal. Si Fátima estaba siendo conducida a una emboscada, aquel cadáver supondría el cebo definitivo. Quienquiera que fuese la persona a la que estaba siguiendo quería que ella lo inspeccionase más de cerca. ¿De veras la subestimaban de aquel modo?

A medida que rodeaba al gato degollado, los incesantes gañidos de sus congéneres aún vivos se perdían en la distancia. Aquéllos que se encontraban en las proximidades presentían lo que le había ocurrido a su vecino y se dispersaban. Instinto y miedo, la misma cosa para los felinos; sólo el primero contaba para Fátima.

Estaba alerta en busca de cualquier otro indicio que le señalara algo fuera de lo común: movimiento, plantas inclinadas o pisoteadas, huellas de pisadas en el césped, ramas quebradas. El aroma de la sangre del gato se superponía a cualquier otro olor. El arco de Fátima se convirtió en un semicírculo. Llegó al extremo opuesto del sendero, frente a su punto de partida, y aún nada. Ni rastro de quién o qué la había conducido hasta allí y asesinado al desprevenido gato callejero.

Qué extraño. Fátima creía que había seguido a un solo individuo desde la plaza mayor, pero si alguien deseaba atraparla, lo más lógico era que recurriese a la superioridad numérica tanto como a la sorpresa. Empero, no lograba encontrar indicios de nadie.

Continuó su rodeo, aproximándose lentamente a su punto de partida hasta completar el círculo. Nadie. Nada. Se quedó donde había estado hacía algunos minutos, con el olor de la sangre espesa inundándole el olfato. Si algo tenía claro era que debía descubrir al responsable de todo aquello. Debía asegurarse de que no suponía una amenaza para su misión.

Así que siguió adelante por el sendero hacia el cadáver del gato. Con cautela. Tan sumamente alerta como había estado mientras seguía el rastro hasta ese lugar. La sangre de Haqim le revelaba cualquier sonido; sus ojos no perdían detalle del más leve batir de las hojas. El olor de la sangre la inundó como si chapoteara en ella.

Llegó al cadáver, se cernió sobre él… y se giró, con la jambia presta en la mano. Allí estaba su presa convertida en cazador, donde se había detenido ella al principio.

Los brazos descansaban relajados a los costados; las manos, ágiles y letales, aparecían vacías. Cosa curiosa, vestía ropas de corte actual, aunque poco adecuadas para el frescor de la noche: camisa blanca sin mangas, vaqueros, descalzo. Su barbilla, tal y como la recordaba Fátima, parecía demasiado estrecha y afilada para encajar con el resto de su ancho rostro. La frente pronunciada y las orondas mejillas se veían embadurnadas de sangre… sangre de gato. El rojo resultaba increíblemente oscuro contra su piel, ennegrecida como estaba tras tantos años de distanciamiento de sus originarios tintes egipcios.

—Thetmes —Fátima musitó su nombre. Tras la sorpresa inicial al verlo, volvía a estar prevenida contra cualquier treta.

El hombre se inclinó ante ella, casi reverente.

—Soy yo.

Fátima se acercó muy despacio, observándolo con suspicacia. La persona que tenía ante ella exhibía los ademanes de su sire. Si aquél era algún tipo de disfraz, no resultaba visible a simple vista. La postura, la expresión, el tono y la inflexión de la voz… todo perfecto. Y la sangre. Bajo el vulgar olor de la sangre de gato, podía sentirla. La sangre de Haqim. La sangre de su sire.

Fátima llegó hasta él, segura ya de su identidad. Sin duda, aquél era el antiguo que la había introducido en la hermandad hacía tanto tiempo. Enfundó su hoja y juntó las manos.

Salaam.

Thetmes inclinó la cabeza de nuevo. Su cuerpo era enjuto y nervudo. Los hombros y los codos eran igual que los nudos de un árbol anciano y retorcido… uno que el tiempo había puesto a prueba, sobreviviendo a inundaciones, incendios y vendavales. La fuerza que albergaban aquellos brazos, aquel cuerpo, era inconmensurable.

—No sabía que habías regresado a nosotros —dijo Fátima.

—Nunca os abandoné —repuso Thetmes. Sus ojos eran negros como la noche.

Fátima no sabía qué pensar. Su sire había sucumbido al letargo, se había retirado a aquel sueño inconsciente como hacían a veces los antiguos.

Todos los hermanos están siempre con nosotros. —Fátima recitó el mantra, aunque había algo que no encajaba. El atisbo de una sonrisa afloró a los labios de su sire—. No hablabas de las escrituras.

—No —contestó, lacónico, allí plantado, observándola.

—Entonces, ¿qué?

—No me rendí al sueño.

La voz de Thetmes resonó en los oídos de Fátima como si algún extraño eco se hubiese apoderado de los jardines. Las palabras tardaron en sedimentarse y despejar la incógnita de su significado. Aun así, planteaban más preguntas que necesitaban respuestas.

—Pero tú… —Fátima tartamudeó, en busca de las palabras que se adecuaran a lo que había dicho él, lo cual carecía de sentido—. Eras califa. Renunciaste.

—Lo era. Lo hice.

De nuevo respuestas que no respondían.

—¿Por qué?

—Era necesario. —La sombra de la sonrisa se había evaporado. La confusión de Fátima le había parecido divertida por poco tiempo—. He estado ocupado estos últimos años. —Su expresión se endureció en cierto modo al ver que Fátima seguía mirándolo, incrédula—. ¿Dudas de tus mayores? —preguntó, con un dejo de brusquedad.

—Confío en ellos. No siempre los comprendo.

—¿Te entienden a ti siempre los fida’i?

Fátima asintió, comprendiendo su postura.

—Sabes lo que has de saber. Sabes lo que necesitas saber.

Fátima asintió de nuevo. Las palabras le eran tan familiares como las del salah. ¿Cuántas veces había regañado a algún fida’i curioso por preguntar lo que no hacía falta que supiera? Sin embargo, siempre le había costado menos preguntar a su sire que a cualquier otro antiguo y, de forma sutil, él había alimentado su independencia. O quizá, teniendo en cuenta sus logros, aquél era su merecido. Del mismo modo que el amr la obsequiaba con una manga ancha de la que nadie más disfrutaba, ni siquiera otros antiguos mayores que Fátima.

El pensar en al-Ashrad le trajo a la mente a Elijah Ahmed, quien había ocupado el puesto de califa en ausencia de Thetmes.

—¿Lo sabe Elijah Ahmed? —preguntó, sin rodeos. Aquel subterfugio empleado por Thetmes era algo inédito. El califa de Alamut no podía renegar de sus funciones así como así. ¿Qué podría haber ocasionado tal acontecimiento? Seguro que el califa actual debía saberlo, y el amr

—Elijah Ahmed ya no existe.

Por un momento, a oídos de Fátima, la voz de su sire se fundió con los lejanos gañidos y maullidos de los gatos hasta que los sonidos se volvieron prácticamente indivisibles; un ruido que se suponía que debía entrañar algún significado, pero ininteligible para ella. No supo qué responder. Lo que acababa de escuchar contradecía de tal manera lo que ella sabía que era, lo que creía que era…

—No lo sabías —dijo Thetmes. No era una pregunta. Su enunciado acarreaba una conclusión velada: no lo sabías. No tenías por qué saberlo.

—¿Elijah Ahmed… destruido? —Las palabras de Fátima se perdieron en la noche. No habría sabido decir si las había pronunciado en voz alta de no ver que Thetmes asentía en silencio a su respuesta—. ¿Cómo?

—El camino de la hijra es largo, pero estamos llegando a su fin. La poderosa Alamut no fue sino el primer castillo de tres a lo largo del camino. El heraldo ha regresado a nosotros y, por su mano, el segundo castillo es nuestro.

Tajdid —musitó Fátima. El revivir de la sangre, el final de la maldición de los Tremere—. Pero al-Ashrad…

—Trabajó durante siglos para que se pudiera romper la maldición. —Thetmes concluyó su frase—. Sí. Y aunque es un gran hechicero, no pudo derrotar el poder de los brujos sobre aquello a lo que los hijos de Haqim se habían sometido por voluntad propia. Aunque es un gran hechicero, lo que intentó durante siglos el heraldo lo completó en cuestión de horas.

—Ur-Shulgi. —El heraldo. Para Fátima, su nombre era legendario. Pero si había sido el segundo vástago de Haqim y no al-Ashrad el que había roto la maldición Tremere, ¿a qué venía tanto secreto? ¿Por qué no lo sabía la hermandad? Fátima no se molestó en preguntar, pues conocía la respuesta de sobra: no lo sabíais. No teníais por qué saberlo.

Pero Thetmes se lo estaba diciendo. Por el motivo que fuese, se lo estaba diciendo. Fátima sentía cómo perdía asidero. Ya no era ninguna antigua rafiq sino una fida’i ignorante, y su sire le estaba dando una lección. Cada palabra revelaba secretos que le habían sido ocultados y, con cada secreto que descubría, se daba cuenta de todo lo que aún no sabía, incluso ahora.

—Entonces, ¿fue… ur-Shulgi…?

—Quien reclamó la sangre del califa para Haqim.

—Pero ¿por qué? —Fátima conocía a Elijah Ahmed desde hacía casi tanto tiempo como a Thetmes. Intentaba sobreponerse a su incredulidad, recurrir a la fe para no desesperar ante la falta de lógica, pero no lograba comprender los motivos. No había ninguno por el que Elijah Ahmed tuviese que haber muerto, ninguno por el que ella, una antigua, tuviese que sentirse tan ignorante. ¿Cómo podría servir a Haqim cuándo era tanto lo que se le ocultaba?

—¿Por qué? —repitió Thetmes. Señaló al gato tras Fátima—. ¿Por qué ha sido ejecutada esa criatura?

—Porque su vida servía a tu propósito. Porque el olor de su sangre enmascaraba tu presencia.

Thetmes asintió con la cabeza, satisfecho.

—Bien dicho. Su vida servía a mi propósito. Todas nuestras vidas sirven a los propósitos de Haqim… mientras seamos dignos de servirle. Ha llegado la hora de que los fieles se preparen, de que demuestren su valía…

—A fin de que puedan sobrevivir —concluyó Fátima. Eran las mismas palabras que había pronunciado al-Ashrad ante ella.

—Sí. —Thetmes se acercó a Fátima, estiró un brazo y apoyó una mano en su hombro, tocándola por primera vez en años—. A fin de que los fieles puedan sobrevivir.

—Elijah Ahmed, ¿acaso él no era fiel? —La pregunta de Fátima iba cargada de intención. Nunca antes le había hablado así a su sire, ni a ningún antiguo.

Thetmes apartó la mano de su hombro, no como si hubiese recibido un picotazo, sino despacio. Era un gesto de cautela.

—Elijah Ahmed había depositado su fe… en el lugar equivocado.

Fátima se tragó su dura réplica. Sabía que aquello no era cierto, al menos en lo que a ella consideraba que era la fe y a su definición de equivocado. El califa, el califa destruido, según Thetmes, era tan leal como ella. Su existencia estaba dedicada a Haqim.

—Elijah Ahmed prestaba demasiada atención a las doctrinas de Mahoma —dijo Thetmes—. Igual que Jamal, igual que…

Jamal. Fátima no sabía que pudiera llevarse tantas sorpresas en una sola noche. Jamal. Señor de Alamut. El Anciano de la Montaña. ¿Jamal acusado de falta de fe? ¿Jamal destruido, reclamada su sangre por el más Antiguo? Imposible. Tan imposible como que Fátima sufriese el ataque de un kurdo enloquecido entre los muros santificados de Alamut.

Fátima siguió con la mirada el movimiento de los labios de Thetmes, de su lengua. Absorbía sus palabras y lanzaba su mente hacia delante, adelantándose adónde quería llegar.

—Igual que yo —le retó.

Thetmes le dedicó una mirada vacua, carente de expresión. Sus manos volvían a pender lasas paralelas a los costados.

—Otros, es lo que iba a decir. Estoy seguro de que tu corazón es fuerte, y tu fe inamovible. Las Noches Finales se aproximan, Fátima. Ya no hay sitio para mahometanos entre…

—No somos mahometanos —protestó Fátima, mordaz—. Mahoma es el último profeta. Nosotros veneramos a los profetas, no los adoramos. Adoramos a Dios.

—¿Pretendes darme clases, chiquilla?

—¿Pretendes tú insultarme a mí? —contraatacó Fátima—. Me traes hasta aquí para contarme tal cantidad de porquería… que ya no hay…

Fátima.

El hiriente tono de su voz la hizo detenerse en seco; eso, y la fría llama que de improviso había aparecido en aquellos ojos oscuros. Los separaban escasos metros, y la postura de Fátima era tan relajada como la de su sire. Entre los hijos de Haqim, no obstante, la línea que separaba lo relajado de lo violento era muy fina. Pero el semblante de Thetmes se suavizó tan súbitamente como se había endurecido y su voz adoptó un tono más comprensivo.

—La fe de vuestros padres es una muleta para los mortales, pero vosotros ya no sois mortales. Esas ideas esperanzadas acerca de Dios y Su paraíso… ya es hora de dejarlas de lado. El heraldo camina entre nosotros. El más Antiguo de nuestra sangre lo sigue a corta distancia.

La ilaha illa ’l-Lah —musitó Fátima, cerrados los ojos—. Wa Muhammadan rasula.

—No he venido para insultarte —insistió Thetmes—. He venido para instruirte. Siempre he estado aquí para instruirte.

—Llegará la noche en que no necesite más instrucciones.

—¿Sabías ya lo que te he dicho esta noche?

Fátima se contuvo para no hincar las uñas en las palmas de sus manos, para no respingar. No podía desmentir a su sire, no podía desafiarlo, llegados a aquel punto. Ella no sabía lo que sabía él. Aunque llevara casi un milenio sobre la tierra, la existencia de Thetmes comprendía sin esfuerzo el doble de tiempo. Su sangre era más fuerte.

Como si quisiera subrayar aquel punto, Thetmes se abalanzó sobre ella. Aquellos metros que los habían separado se esfumaron, lo tuvo frente a su cara, con sus fuertes dedos asiéndola por los hombros igual que el árbol que lleva aferrado a la falda de la montaña desde el principio de los tiempos.

Los instintos de Fátima se hicieron cargo de la situación. Quiso proyectar las manos hacia arriba… pero no pudo. Aquella presa mantenía sus brazos inmóviles a los costados. Lo inesperado de aquella fuerza la alejó de sus instintos de batalla. No demasiado, sólo lo suficiente como para que su mente consciente volviera a asumir el mando. Lo suficiente como para no atacar a su sire, para no estrellar su frente contra aquel rostro, o para no dislocar aquella rótula o fraccionar aquella pelvis de un rodillazo.

Se quedó helada.

Helada, testigo de la ira que centellaba en los ojos de su sire… la ira que casi conseguía nublar lo implorante de su dolor. Ese ser, cuya fuerza y sabiduría superaban en tanto a las suyas, cuya sangre estaba tan cerca de la de Haqim quería salvarla desesperadamente. Thetmes retorció hasta que los huesos de Fátima estuvieron a punto de quebrarse, hasta que sus brazos estuvieron a punto de dislocarse. Ambos rostros casi se tocaban. La saliva del uno salpicaba las mejillas de la otra.

—¿Acaso crees que los demás disfrutaron de esta oportunidad, niña? ¿Acaso crees que alguien los avisó de la llegada de los sueños?

—¿Entonces, porqué? —Fátima le escupió las palabras. Se había acobardado durante un segundo, antes de que la poseyera la rabia. Intentó zafarse de la presa de su sire conteniéndose para no golpearlo.

Thetmes encajó su rostro en el de ella y vociferó con su frentes y narices pegadas:

—¡Porque no pienso ver cómo mi chiquilla demuestra que no es digna! ¡No lo permitiré!

Entonces la apartó de sí. Fátima trastabilló, pero recuperó el equilibrio. Volvían a separarlos metros de distancia La sangre de Haqim bullía dentro de ella. Su cuerpo estaba, más dispuesto a combatir que ella misma. Se sobrepuso a impulso, no saltó, no desenfundó su filo. ¿Quién sabía lo que ocurriría si su sire buscaba violencia? ¿Acaso no acababa de demostrar su superioridad sobre ella? Pero la fuerza bruta no lo era todo en combate; la fuerza bruta no gobernaba sobre la vida y la muerte.

—Entonces, ¿has venido para ponerme a prueba?

Su pregunta resquebrajó la máscara de solemnidad de Thetmes, que lanzó una carcajada seca y exenta de gracia.

—No me hace falta ponerte a prueba. —Sopesó aquella idea durante unos instantes, antes de burlarse de ella abiertamente—. ¡Ja! Ojalá me atreviese a ponerte a prueba… pero me temo que no estaría a la altura. No me corresponde a mí. Yo no soy el heraldo para poder enviarte sueños y escrutar el interior de tu corazón.

Sueños.

Pero ¿deben divergir los caminos?

Ésa es una pregunta que será respondida en sueños.

El Camino de Alá. La Senda de la Sangre. Thetmes hablaba a las claras de lo que el amr se había limitado a sugerir. Al-Ashrad le había proporcionado preguntas. Thetmes le proporcionaba las respuestas, aunque no quisiera creer en éstas.

El silencio que se había enseñoreado de los jardines llamó por fin la atención de Fátima, aunque sin duda había comenzado con el arrebato de Thetmes. Los hambrientos gatos salvajes sentían que la muerte, y los portadores de muerte andaban cerca. Se habían callado, probablemente hubiesen huido. Todos menos uno, cuya vida había servido a los propósitos de su sire.

—Tenemos que irnos —dijo Thetmes, consciente también de la atención que podría haber llamado el vocerío.

—¿Por qué? —susurró Fátima, sin que su sire pudiera tergiversar la pregunta. Ambos sabían que cualquier mortal o Cainita que llegase hasta ellos supondría una amenaza nimia para cualquiera de los asesinos, mucho menos para los dos. Aunque puede que ella y su sire se viesen obligados a destruir a alguien cuya ausencia, antes o después, podría llamar la atención. No podían poner en peligro la misión de Fátima. La misión estaba, desde luego, por encima de todo lo demás.

Pero lo que Fátima preguntaba no era por qué tenían que irse. Su pregunta giraba en torno a los caminos que con el tiempo debían divergir, y Thetmes lo sabía. Conocía a su chiquilla.

—¿Por qué destruyen el agua y el viento a la montaña más sólida? ¿Por qué abrasa el sol la carne que cubre nuestros huesos? Porque así ha de ser. ¿Te enfrentas al sol cada mañana, o buscas donde esconderte para sobrevivir? ¿Le negarías al más Antiguo lo que le pertenece por derecho?

—¿Le negaría él a Alá lo que es Suyo por derecho?

—No soy quién para juzgar.

—Ya lo has hecho.

Thetmes zangoloteó la cabeza con violencia.

—¡Chiquilla insolente! ¿Qué ganas desafiando al más Antiguo? ¿Qué, sino una muerte segura? ¡Es como un dios entre nosotros!

—Del mismo modo que nosotros somos como dioses entre los mortales. Aunque sea el más Antiguo de la sangre, aunque sea un dios entre nosotros, no es Alá. No es Dios.

Thetmes levantó las manos, dio unos pasos hacia delante y hacia atrás, se detuvo. Fátima nunca lo había visto en tal estado de ira y agitación como aquella noche. Ahora parecía concentrado en otro lugar. Parecía que escuchase sonidos en la lejanía. Si había algo que escuchar, Fátima no podía oírlo.

—Ven. Tenemos que irnos.

—Sí, pero respóndeme a esto.

Thetmes se detuvo tras avanzar unos pasos.

—¿A qué, chiquilla?

—Los sueños… ¿los has tenido?

—Sí.

—Háblame de ellos. Del heraldo.

Thetmes negó con la cabeza, despacio.

—Lo que fueron para mí significarán muy poco para ti, me temo. Son una llamada, una convocatoria innegable. Viajé a la tierra de nuestros antepasados y me enfrenté al heraldo. Es oscuro y terrible… la furia de tu cielo y el fuego de tu infierno. Negro e impenetrable como la noche más cerrada.

Thetmes sostuvo las manos abiertas ante sí y estudió sus palmas, como si estuviese sosteniendo algo que le resultara tan imposible de soltar como de comprender. Sus ojos vidriosos se aclararon y su mente regresó de aquel lugar lejano.

—Vendrán cuando tengan que venir. Muchos de los antiguos han recibido la llamada; algunos demostraron ser dignos, otros… —Thetmes se encogió de hombros, pero Fátima vio la tristeza que embargaba aquellos ojos negros, el miedo que lo había impulsado a prevenirla—. Incluso algunos fida’i han oído la llamada, pero no sé de ninguno que… Los sueños arrasan su joven sangre, destruyen sus mentes. Los fida’i no tendrían que enfrentarse a tan dura prueba. No están preparados. No están listos para el gran fuego, pero su calor llega hasta ellos.

—¿Enloquecen? —preguntó Fátima, acordándose del kurdo, de la demencia de aquellos ojos, de las imposibles proezas de las que había sido capaz su joven cuerpo mutilado.

—Sí —respondió Thetmes, leyendo sus pensamientos—. Te cruzaste con uno. —Volvió a estirar el brazo, despacio esta vez, y cogió la mano derecha de Fátima, recorriendo con un dedo la cicatriz que el gin-gin había dejado en su antebrazo—. Tu fida’i hacía gala de una voluntad inédita entre los demás, o eso he oído. El amr cree que el heraldo lo castigó con locura, locura y astucia, a modo de aviso. Una advertencia para ti.

—Una advertencia.

—Así lo cree al-Ashrad. ¿Quién soy yo para dudar del amr en estas cuestiones?

—No me dijo nada al respecto.

—No lo juzgó oportuno. Su sangre es la del heraldo, pero tú eres de mi sangre. Ahora, ven.

Thetmes la condujo por los jardines y Fátima le siguió ni por voluntad propia ni en contra de su voluntad. Se sentí aturdida. Y él era su sire. Había tantas cosas de las que había dicho que encajaban con lo que el amr había sugerido con lo que el amr no había llegado a decir…

Ur-Shulgi, heraldo de Haqim. Las Noches Finales, cuando Haqim se alzaría y ante él y su progenie caerían todos los vástagos de Khayyin, reclamada su sangre para los dignos.

Los dignos. Fátima siempre se había contado a sí misma entre ellos, siempre había pensado que se había ganado el privilegio. ¿Se habría contado Elijah Ahmed entre los dignos? ¿Y Jamal, el Anciano de la Montaña, el que se había elevado sobre los demás hijos de Haqim?

¿Querría el más Antiguo que abandonase el Camino de Alá para seguir nada más que la senda de la sangre? ¿Se lo exigiría? A Fátima le flaquearon las rodillas ante aquella idea. Temió que pudiera trastabillar mientras seguía Thetmes lejos de los Jardines Sabatini, lejos del centro de antigua ciudad. La llevó de las ruinas de lo viejo a desgarbada vulgaridad de lo nuevo. Edificios modernos, torres elevadas, gasolineras, iconos occidentales que rodeaban a la egregia ciudad como una mortaja, que se agazapaban en el mismísimo corazón de Madrid igual que un cáncer.

Fátima apenas sentía las piernas que la propulsaba hacia delante. Pensó que tal vez se las habían amputado, que habían cosechado su alma, que por fin recogía siembra de la muerte que llevaba tanto tiempo cultivando.

«Esta idea esperanzada de que Dios está en Su paraíso… es hora de dejarla de lado. El heraldo está entre nosotros. El más Antiguo de nuestra sangre lo sigue de cerca».

Las palabras de su sire resonaban en sus oídos. Las enseñanzas de Thetmes siempre habían resultado fidedignas, nunca la había dejado de la mano. Incluso ahora, al prevenirla, estaba haciendo aquello a lo que al-Ashrad no se había atrevido.

Fátima no desdeñaba la advertencia de su sire. No subestimaba los riesgos a los que se enfrentaba por ella, aunque, al considerar aquello que lo acuciaba, el mundo dejaba de tener sentido para ella. Se veía rodeada de cemento, escayola y alquitrán. Si dejase su fe a un lado, pensase por un instante que podría cometer tamaña vileza, lo vulgar y lo secular sería lo único que perdura. Desaparecería todo lo que la vinculaba a sus inicios, al mundo del día. La vida ya comenzaba a convertirse en un vago recuerdo, en algo distante que podía ver, pero no tocar. La noche y la oscuridad no eran la misma cosa. Ella se había rendido a una existencia nocturna pero, si deshiciera de sus recuerdos diurnos, sólo perduraría oscuridad.

¿Cómo esperaba el más Antiguo aquello de ella? Si renunciaba a su fe, ésta no sería tal, y todos los días y todas las noches que sus pies pisaran la tierra de Dios serían una patraña. Si volase los pilares de su alma, ¿durante cuánto tiempo seguirían en pie las almenas más altas?

No. Se dio cuenta por fin de que no quedaba sitio para la confusión, sino sólo para una terrible elección. No sintió alivio alguno, no obstante, cuando la confusión se alejó de ella. Solamente desesperación. Pues si el más Antiguo le pedía algo que ella no podía dar, tendría que negarse, y sólo podría haber destrucción.

—Hay otro asunto que me trae a ti —dijo Thetmes.

El sonido de su voz zahería a Fátima. Se sentía como si hubiesen pasado años desde que hubiese escuchado voz alguna, bien fuese la de su sire o cualquier otra. Casi se aprendió al verlo caminando junto a ella por aquella extraña ciudad carente de alma. Su sire, que se había alejado del clan, que había sucumbido al sueño que llama a los antiguos, aunque no hubiese sido así; su sire, que estaba al corriente de la destrucción de Elijah Ahmed y de Jamal; su sire, que conferenciaba en secreto con al-Ashrad y ur-Shulgi, heraldo de Haqim.

—Hemos llegado —informó Thetmes.

Se encontraban ante un sucio edificio achaparrado. Un motel, refugio de mujeres exentas de virtud y de traficantes de drogas. Frente al paso de los años, los vicios seguían siendo los mismos, sólo los escenarios cambiaban. «La mierda de siempre, un siglo distinto», había dicho Lucita en cierta ocasión. Fátima apenas reconocía aquella parte de la ciudad; estaban al norte del centro de Madrid, un buen trecho al oeste del río.

—Por aquí.

Thetmes y Fátima cruzaron el recibidor sin esforzarse por camuflar su paso. El recepcionista les lanzó una mirada, los miró directamente, pero no pareció darle importancia a su presencia.

—Nuestro hombre.

Continuaron hasta dejar atrás la pequeña piscina vacía en cuyo agrietado fondo crecía la hierba, dando un rodeo hasta llegar a la parte posterior del edificio. El ruinoso y estrecho aparcamiento se veía bordeado por una cadena que separaba la propiedad de una transitada carretera que discurría al otro lado.

Thetmes golpeó una puerta sin número con los nudillos. Cuando se abrió, guió a Fátima al interior asiéndola del brazo. En cuanto la puerta se hubo cerrado tras ellos, el sonido del tráfico del exterior desapareció por completo, como si tanto la carretera como los automóviles hubiesen dejado de existir. Insonorizado. Buena idea, teniendo en cuenta los gemidos que emitía el Cainita encadenado a la cama. Dos hombres cubiertos por capuchas oscuras se erguían sobre él y el cuarto, aunque se veía limpio y desprovisto de muebles, a excepción de la cama, hedía a sangre… la azucarada dulzura de la sangre humana, aunque muy débil, diluida.

Dos pares de ojos miraron a Fátima tras las capuchas, pero los torturadores no parecieron alarmarse por su presencia. Vestían de negro de la cabeza a los pies, literalmente. El Cainita que yacía en la cama se encontraba demasiado débil como para reparar en la llegada de nadie. Sus muñecas y tobillos, desollados, estaban presos en sendos grilletes ajustados. La piel colgaba como un traje mal cortado de su cuerpo desprovisto de sangre. Su cabello se derramaba en mechones apelmazados sobre el colchón. Las cuencas de sus ojos parecían demasiado grandes para sus ojos apergaminados. Apenas le quedaban encías y podía verse el hueso, así como los dientes, apenas sujetos en su sitio. Una toalla cruzada sobre su entrepierna le proporcionaba un último vestigio de dignidad.

—Quieres información acerca de Monçada y de su guarida —declaró Thetmes.

Una de las figuras encapuchadas le entregó un cuaderno a Fátima. Ésta se fijó en sus ojos, que le resultaron familiares, como algo que podría reconocer si escarbase en su memoria… pero no logró situarlo. Tras un primer vistazo al cuaderno, no obstante, se sintió completamente absorta por lo que encontró allí y se olvidó de los ojos tras la capucha. Sus cuitas internas, aún lejos de solventarse, cedieron el paso ante la dedicación absoluta a su misión. Aquellas páginas estaban llenas de bosquejos y diminutos dibujos… mapas y diagramas.

El refugio de Monçada. Trampas, defensas.

Fátima hojeó las páginas. Las entradas de la iglesia y de la ópera estaban muy protegidas por ghouls y los legionarios del cardenal. También los túneles estaban cuajados de trampas: gigantes bloques de piedras que caerían a intervalos y atraparían al intruso a fin de que Monçada pudiera ocuparse de él convenientemente cuando lo considerara oportuno. Fátima vio una entrada que ni Mahmud, ni Anwar ni los equipos de Pilar habían conseguido husmear.

Los mapas ocupaban más de una página. Los túneles parecían discurrir sin orden ni concierto. Algunas zonas se habían detallado más que otras. No todas las porciones se conectaban entre sí. ¿Mala memoria? Desde luego, la culpa no podía achacarse a la falta de celo por parte de los interrogadores. Fátima sospechaba que eran de la sangre; lo sentía, aunque no lograba situarlos, y eso que los hijos de Haqim se vanagloriaban de reunirse a menudo. No debería haber nadie dentro de la hermandad que ella no conociese, pese a lo cual, no sabía quiénes eran. No lograba situar aquellos ojos tan familiares. La incertidumbre de su anatomía la carcomía.

Fátima miró al Cainita tumbado en la cama. La información que proporcionaban aquellas páginas era asombrosa, si es que era cierta. Los rasgos del Cainita estaban desencajados por la falta de sangre. Lo habían secado, para alimentarlo después cada vez que hablase. Durante cuántas noches se habría extendido aquel interrogatorio, Fátima sólo podía especular. Empero, al igual que uno de los Assamitas tras la capucha, la víctima le resultaba vagamente familiar. Se lo imaginó de cuerpo y cara más orondos… y cayó en la cuenta de inmediato.

—La Mano Negra llevaba algún tiempo considerando el actuar contra Ibrahim —dijo Thetmes.

Don Ibrahim. Arzobispo del Sabbat, clérigo musulmán en vida, rival convertido en asociado de Monçada, el sacerdote cristiano, tiempo ha. Fátima reconoció la escasa familiaridad aún perceptible a partir de las fotos que había revisado al comienzo de la operación. Se preguntó si todavía serviría a Alá con lealtad, si sus señores lo permitirían, o si la sangre de Khayyin lo habría corrompido por completo. Se imaginó por un instante que, en otras circunstancias, podría preguntárselo. Pero sabía que eso no era cierto. Aunque hiciera ostentación de su culto al profeta, Ibrahim era kafir. Era el enemigo y, como tal, sería destruido.

La sorpresa de Fátima al reconocer a Ibrahim, no obstante, fue menor que ante las palabras de Thetmes: La Mano Negra llevaba tiempo

La Mano Negra. Fátima miró a los dos hermanos encapuchados, a los dos hijos de Haqim que debería conocer pero no era así. La Mano Negra. Asesinos de elite dentro del Sabbat. Respondían ante la regente, el líder titular de aquella secta facciosa. Se sabía que muchos de ellos eran Assamitas antitribu, hijos de Haqim convertidos en canallas, no por razones traicioneras como el resto de antitribu de los demás clanes, sino porque, al desafiar a sus antiguos, se habían negado a someterse a la maldición de los maléficos Tremere. Aunque también entre ellos se contaban algunos antiguos. Fátima los había visto partir. Había estado dispuesta a unirse a ellos, pero su sire le había aconsejado lo contrario: «Si todos los mejores rechazan el decreto, los munafiqun nos darán caza». Fátima le había escuchado. Aquéllas habían sido las noches de debilidad, la etapa más negra del clan.

Se volvió hacia Thetmes. Si tenía contactos dentro de la Mano Negra…

—No pertenezco a la manus nigrum —dijo Thetmes, al parecer siempre un paso por delante de Fátima—, pero algunos de ellos comparten nuestras inclinaciones.

Fátima discurría a la carrera. Ella, al igual que el resto de los hermanos que había permanecido obedientes al clan, nunca había forjado enemistad alguna con aquéllos que habían elegido la ruta del desafío. Todo lo contrario. Aunque había intentado asegurar la supervivencia del clan y seguir los dictados del decreto, concedía a los antitribu un cierto respeto y admiración. Nadie podía imaginarse a Haqim subordinándose ante nadie… ni siquiera ante Dios, al parecer. Pero descubrir que no sólo existía tolerancia, sino también cooperación, entre las altas esferas de los hijos de Haqim, tanto dentro del clan como de la Mano Negra, resultaba sencillamente asombroso.

—¿El tiempo que has pasado lejos…?

—No estuve sumido en el sopor, sino preparando lo que habría de venir. Hemos conseguido Alamut y Tajdid. El tercer castillo de los tres a lo largo del camino de la hijra es Umma.

Umma. Comunidad. Que la hermandad fuese de nuevo una e indivisible.

—Las bestias del Sabbat no pueden oponerse a nosotros. Son muchos los hermanos en su seno que lo saben y, con el tiempo, todos se darán cuenta. —Thetmes entrecerró los ojos. Aunque empleaba un tono arisco en presencia de oídos extraños, el dolor implorante había regresado a sus ojos, el deseo de que su chiquilla demostrara ser digna—. Ni todos los profetas de Alá nos guardarán de las Noches Finales y la voluntad de Haqim.

Fátima pasó por alto la puya de su sire, a fin de no sucumbir de nuevo a la confusión y olvidarse de su misión. No era el insulto a su fe lo que la turbaba, sino el evidente interés por su bienestar… evidente para ella, invisible para los demás.

Prefirió concentrarse en lo que revelaba la estancia. Así pues, no toda la Mano Negra comulgaba con los poderes de Alamut. Fátima sintió que aquello la reconfortaba en cierto modo, puesto que aunque la asombraba descubrir el engaño al que Thetmes los había sometido durante años, así como sus verdaderas actividades como enlace con simpatizantes de la Mano Negra, le hería en su orgullo el que no la hubieran hecho partícipe del secreto. El que fuese un pequeño secreto y el que no toda la Mano Negra fuese un títere de Alamut lo hacía, cuanto menos, soportable.

No lo sabías. No tenías por qué saberlo.

Con todo, Fátima era una de las más antiguas y respetadas hijas de Haqim. ¿Qué otros grandes secretos le habrían sido ocultados? Llegados a ese punto, ¿podía esperar descubrirlo, necesitaba saberlo?

Los dos interrogadores encapuchados, a quienes la conversación entre Thetmes y Fátima no parecía interesar, regresaron a su labor. El que Fátima no lograba reconocer, quizá por haber recibido el Abrazo tras la escisión del clan, se dirigió al cuarto de baño. Fátima escuchó cómo recogía líquido de la bañera. Regresó con un vaso de sangre, con menos color y viscosidad de lo normal. Sangre aguada. Pero el olor era inconfundible. Sangre mortal.

Don Ibrahim también la olió. Las ventanas de su nariz comenzaron a aletear y no tardó en salir de su estupor. Intentó hablar, pero su mandíbula pendía inerte y su lengua era un amasijo avellanado e inútil que hendía el aire, en busca de aquello que azuzaba su apetito.

Fátima le devolvió el cuaderno al Assamita que creía conocer, mientras el compañero de éste salpicaba el rostro de Ibrahim con la sangre adulterada. El Lasombra cautivo abrió las fauces de par en par y empleó todas sus fuerzas en intentar capturar tanto líquido como pudiera. Satisfechos al ver que recuperaba el sentido, al menos de momento, los torturadores de Ibrahim derramaron parte del contenido del vaso en su boca. Ibrahim tiró de su cadena, gruñendo por más, como un niño idiota, pero se lo negaron. La sangre que le habían proporcionado gorjeaba en su garganta mientras intentaba engullirla toda de golpe, tumbado de espaldas.

Aquella pequeña cantidad de sangre diluida bastó para devolverle un semblante de consciencia a Ibrahim. Mientras lamía las diminutas gotas que habían salpicado el colchón desnudo, su lengua apergaminada recuperó un aspecto más natural. Sus ojos recobraron parte de su lugar en las órbitas, aunque resultaba evidente que su mirada seguía desenfocada. Permanecería ciego hasta que le dieran más sangre y pudiera sanarse de forma satisfactoria. Fátima dudaba que ocurriera tal cosa. La Mano Negra no actuaría contra un aliado del cardenal Monçada con la intención de que esa persona sobreviviera. No, lo más probable era que el pobre Ibrahim hubiese llegado al final de su existencia o, con suerte, quizá escondiesen su cuerpo empalado y rendido al letargo para posibles necesidad futuras.

—El portal negro —le dijo el primer Assamita a Ibrahim—. ¿Qué hay al otro lado?

—Hay una última zona de la que estamos convencido que sabe algo más —explicó el compañero con el val dirigiéndose a Thetmes y a Fátima.

—El portal —repitió el primero—. El rastrillo. ¿Qué hay al otro lado? —Señaló a su compañero, quien derramó un gotas de sangre sobre la cara de Ibrahim.

Éste comenzó a resollar frenéticamente mientras se esforzaba por alcanzar la sangre con la lengua. Se lamió o avidez los labios, apenas delgadas tiras de pellejo.

—El portal…

—Nunca he cruzado… —grajeó Ibrahim—. Ah… ah… ah…

Fátima había visto humillados por la tortura a hombres más imponentes que aquél. No sentía pena ni gozo ante aquella desgraciada necesidad, ante el calvario de aquel orgulloso Lasombra del viejo mundo.

—Pero sabes lo que hay al otro lado. —El primer Assamita el examinador jefe, mojó un dedo en la sangre y sostuvo mano sobre el rostro de Ibrahim. Una única gota de sangre pendía hipnotizadora de su uña. Ibrahim estiró el cuello para alcanzarla, pero no pudo mantener la cabeza en al más que durante algunos segundos. Emitió unos ruido que podían haber sido tanto gruñidos como sollozos desesperados—. Lo sabes.

—Nunca lo he… cruzado.

—¡Lo sabes! —El examinador bajó el dedo y lo subió golpe cuando Ibrahim se lanzó sobre él. La gota solitas tembló, como si latiese al ritmo de algún corazón secreto.

—Portal está sellado… siempre sellado —gritó Ibrahim sin fuerzas. Sus ojos giraron enloquecidos dentro de sus órbitas, pero sus párpados habían sido reducidos a la nada y los globos oculares quedaron en blanco, ocultas las pupilas bajo el puente óseo de su sobrecejo.

—Llegaste al portal desde dentro —dijo el examinador en tono tranquilo y conciliador—. No pudiste traspasarlo. Lo entiendo. ¿Qué había más allá de la puerta? ¿Qué había al otro lado?

Un gemido patético escapó del escuálido cascarón que era Ibrahim. Sus ojos tumefactos miraban en todas direcciones, sin ver.

—Un túnel… túnel oscuro.

—Un túnel —instó el examinador.

—Dos —dijo Ibrahim, con un hilo de voz.

El examinador se limpió la gota de sangre de su dedo en el rostro de Ibrahim, asegurándose de apartar la mano enseguida. Al instante, el cuerpo del Lasombra se retorció violentamente. Fátima pensó que iba a romperse el cuello intentando lamer una triste gota de sangre. Un jadeo gutural murió en su garganta. Por fin, la lengua encontró el objeto de su deseo, pero el éxtasis dio paso a la desesperación en cuanto la gota hubo desaparecido.

—Dos túneles —dijo el examinador—. ¿Adónde conducen?

Su compañero estaba sacando una caja de buen tamaño del cuarto de baño. Los contenidos entrechocaban. Fátima pudo ver escarpias, empulgueras, cuchillos de carnicero… El examinador ahuyentó a su compañero con un gesto. Saltaba a la vista que el segundo Assamita era más joven, menos experto, demasiado entusiasta. Para un Cainita en las condiciones de Ibrahim, la tortura física no era nada comparada con el hambre, con el olor de la sangre negada, con la enloquecedora proximidad del sustento casi al alcance de la mano.

—¿Adónde conducen?

—No he estado…

—¿Adónde?

Ibrahim no podría seguir así por mucho tiempo. Los sollozos convulsionaban su cuerpo. El examinador optó por darle otra gota de sangre y, cuando el Lasombra se derrumbó de nuevo, jadeante, volvió a preguntar:

—¿Adónde conducen?

Ibrahim exhaló un hondo suspiro, como un mortal que estuviese respirando la última bocanada de aire.

—Fuera… uno lleva afuera. No sé adónde.

El examinador, acostumbrado a saber si Ibrahim se reservaba algún tipo de información, pareció darse por satisfecho con esto. Se aseguró de que su acompañante tomase las notas adecuadas.

—¿Y el segundo túnel? ¿Adónde conduce el segundo túnel?

—Leviatán —susurró Ibrahim—. Leviatán… oscuridad…

Los murmullos de Ibrahim no tardaron en volverse incoherentes. Su mente se retrajo de sus torturadores a un lugar donde no pudieran tocarlo, al sopor o a la locura. El examinador le dio varias gotas de sangre y, aunque Ibrahim las deglutió con avidez, no respondió a las preguntas ni siquiera cuando una escarpia le atravesó la muñeca.

—El tiempo nos lo devolverá —aseguró el examinador—. Mañana por la noche.

Poco después, Fátima y Thetmes abandonaron la sala de torturas, ella con las notas que habían apuntado hasta la fecha. Caminaron en silencio durante algún tiempo a través de las partes modernas de la capital, por lo que sería el bajo vientre de cualquier ciudad moderna.

—Entiendo lo de las capuchas —dijo Fátima, saliendo al fin de su mutismo—. Estoy a punto de aventurarme en la guarida de uno de los miembros más poderosos del Sabbat y, si fracaso, no podré delatarlos. Pero ¿por qué han permitido que supiera siquiera de su existencia? Ahora, si fallo, la regente podría llegar a descubrir que sus leales tropas de choque son más y a la vez menos de lo que se imaginaba. Podrías haberme facilitado estas notas tú solo. Habría confiado en ti sin necesidad de conocer su fuente de procedencia.

—No puedes delatarnos. Si la regente descubre que dentro de la Mano Negra hay quien sirve a dos amos, eso no hará más confirmar las sospechas que ya alberga. Si persigue a la Mano, sólo conseguirá que se nos unan más.

—Así que te beneficias tanto si tengo éxito como si no.

Nos beneficiamos —corrigió Thetmes—. Sí, tanto si tienes éxito como si no. La desconfianza en el seno de los kafir sirve a nuestros propósitos. En cualquier caso, la ausencia de Don Ibrahim no pasará mucho tiempo desapercibida. Se levantarán dedos acusadores.

Todo encajaba. Si Fátima conseguía destruir a Monçada, gran parte del Sabbat se vería sumida en el caos… más que de costumbre. En caso contrario, si la capturaban y torturaban, podrían descubrir la duplicidad existente dentro de la Mano Negra y se produciría otro tipo de caos. En el peor de los casos, si Fátima fracasaba y la destruían, librándose así de la tortura, la desaparición de Ibrahim conduciría hasta la Mano, según Thetmes.

—Existe otro motivo —dijo éste—. Otra razón por la que tenías que ver lo que has visto, por la que te he dicho lo que te he dicho. —Se detuvo en medio de la calle y asió el brazo de Fátima—. Hemos tentado la ira de ur-Shulgi.

—Entonces, ¿por qué? —A Fátima no le parecía que le hubiesen hecho ningún favor. Tampoco lo esperaba. Llevaba mucho tiempo sirviendo sin formular preguntas, pero ahora era su fe lo que se ponía en tela de juicio. ¿Se suponía que debía sentirse agradecida?

—Porque nos parece que tu destrucción supondría una pérdida enorme para el clan. Los fida’i, incluso los rafiq, tus hazañas son legendarias entre ellos. El que fracasaras de este modo…

—Lo que quieres decir es que te molestaría que tu chiquilla demostrase ser indigna —espetó Fátima.

—No soy el único que está metido en esto —replicó Thetmes, conteniendo su agitación—. Al-Ashrad opina lo mismo. Hay más.

—A lo mejor Monçada les ahorra las molestias…

—¡Monçada no es nada comparado con el heraldo! —A punto estuvo de aplastarle el brazo que agarraba, pero la soltó—. Ur-Shulgi verá tu corazón. Perecer al servicio del clan es honorable, pero caer a manos del heraldo…

—¡No he traicionado ni a Alá ni a Haqim!

—El heraldo no lo verá de ese modo.

—¡Entonces el heraldo se equivoca!

Thetmes retrocedió un paso. Miró a Fátima durante largo rato, con unos ojos que exhibían la misma confusión que se había apoderado antes de Fátima. Luego lo abandonó todo indicio de agitación. Permaneció erguido, relajado, inescrutable. Se dio la vuelta y siguió caminando. Fátima se unió a él.

—Sabes que Lucita está en la ciudad —dijo Thetmes, como si no hubiesen mantenido conversación alguna hasta ese momento.

—Sí.

—Quizá sepa más que Ibrahim. También ella está en la lista de la Mano Negra.

—Averiguaré lo que sabe —respondió Fátima. Nada más. Quería gritarle a su sire, decirle que mantuviese a sus carniceros lejos de Lucita. Pero Fátima no era menos carnicera, ni menos asesina.

—Como prefieras. Te informaré de cualquier otra cosa que saquemos de Ibrahim. Cuando esto termine, regresaré a Alamut y volveré a ser el califa. Muéstrate digna.

Dicho lo cual, el sire de Fátima desapareció, como si nunca hubiese regresado, como si en realidad estuviese en letargo, desaparecido durante años y años. Pero no había sucumbido ante el sueño. Seguía sirviendo al más Antiguo, aunque en secreto, al menos durante algún tiempo. Después volvería junto a al-Ashrad en Alamut.

Muéstrate digna.

Todo lo que habían hecho, todo el tormento, con el objetivo de que demostrase su valía, lo que ella creía que llevaba siglos haciendo.

Muéstrate digna.

Fátima deseó que así fuera.