Lunes, 27 de septiembre de 1999, 4:04 h
Plaza morería, Madrid, España
El anónimo camión de reparto, pese a ocupar casi toda la calle, recorría la calle de la Redondilla a toda velocidad, sin preocuparse de los perros callejeros, los cubos de basura ni las parejas de jóvenes amantes. Los íntimos susurros de éstos se convertían al momento en juramentos proferidos contra el conductor. Los edificios abarrotados de esta parte de la ciudad eran relativamente jóvenes, levantados en los últimos cien o doscientos años, pero las empinadas y retorcidas callejuelas no se adecuaban al tráfico rodado mejor de lo que lo habrían hecho siglos atrás, cuando la antigua medina árabe ocupaba esta sección. No obstante, si el conductor respetase los límites de velocidad, habría llamado la atención y levantado sospechas, en vez de la acostumbrada consternación de sus víctimas.
En cuanto hubo cruzado la plaza, el camión se detuvo de golpe entre chirridos y el traqueteo de su cargamento. Anwar se echó una camisa por encima en una tienda discreta. La noche era fresca y no había necesidad de picar la curiosidad de los vecinos que pudieran haberse despertado con la frenada del camión, lo que bien podría ocurrir si vieran a un forastero con el torso desnudo ayudando a descargar el vehículo.
—¡Rafael! —chilló Pilar, la diminuta vendedora de alfombras, al tiempo que salía a la calle en camisón—. ¿Pero no tienes que repartir por la mañana? —Su voz estridente resonaba entre los adoquines y el cemento, alcanzando tal timbre que conseguía ahogar los roncos traqueteos del motor del camión, amén de privar a sus vecinos de cualquier esperanza que pudieran albergar todavía de dormir tranquilamente esa noche—. Vamos a ver, ¿es de día o es de noche? —regañó al conductor, con las manos elevadas al cielo.
—De día —contestó Rafael, quien no parecía amedrentado en absoluto por la reprimenda. Abrió la puerta de una patada, estrellándola contra el lateral de la cabina con gran estrépito.
—Por Dios y todos los santos que han de velar por tantos imbéciles… ¡es noche cerrada! —se lamentó Pilar—. ¿Y por qué no arreglas esa puerta?
—Así es mejor, para que no se abra mientras conduzco.
—Ay, caramba. —Se apretó las sienes con ambas manos—. Baja de ahí y ayuda a descargar estas alfombras. Pero no te acerques mucho a mis niños, no les vayas a contagiar la estupidez.
Anwar, Mahmud y otros tres hombres se apresuraron a abandonar la tienda y comenzaron a descargar las alfombras enrolladas, sin que Pilar dejase de abroncarlos en todo momento. Para cuando Rafael y su camión se perdieron en la noche, o en la mañana, según el punto de vista del observador, las alfombras aparecían ordenadamente apiladas en un almacén atestado. Todas las alfombras, a excepción de una que habían llevado al sótano. Los tres «niños» de Pilar volvieron a las calles de Madrid y a sus quehaceres pendientes. Anwar y Mahmud desenrollaron la última alfombra mientras Pilar deshacía con mano experta las capuchas de plástico que remataban los extremos y protegían el centro, y a su ocupante, de una accidental exposición a la luz.
Fátima permaneció completamente inmóvil hasta que la hubieron desenvuelto por entero; se incorporó cuando Mahmud y Anwar le ofrecieron sendas manos y le ayudaron a levantarse.
—Ah, Fátima —grajeó Pilar, al tiempo que apartaba a los hombres para abrirse paso hasta la recién llegada. La anciana le llegaba a Fátima hasta los hombros, y ésta no era precisamente alta.
Fátima levantó los brazos y aceptó los saludos de la anciana ghoul, algo envarada, aunque no de mala gana.
—Han pasado muchos años.
—Demasiados —refunfuñó la arrugada mujer, al tiempo que retrocedía un paso y esgrimía un dedo acusador. Terminó por encogerse de hombros y el tono de reproche desapareció de su voz y ademanes—. Claro que entiendo que no te dejes caer a menudo. Ya es bastante que estés aquí hoy. ¿No tienes hambre después de tanto viaje?
Anwar estuvo a punto de sentirse ofendido por el hecho de que Pilar no les hubiese ofrecido sustento ni a Mahmud ni a él tras su llegada; aunque ellos no eran sus favoritos, y tomárselo como una afrenta no conduciría a ninguna parte. La anciana era la que manejaba el cotarro en aquel lugar. Si el señor de Alamut era el Anciano de la Colina, Pilar era la Anciana de la Colina en Madrid. Ya eran siglos los que sumaba en activo, siempre leal, ofreciendo apoyo logístico para las operaciones de los hijos de Haqim en esa ciudad, pese a la abrumadora presencia del Sabbat. Sus «niños», ghouls para el resto de los mortales, eran expertos en capturar a todo Cainita del Sabbat extraviado y reclamar su sangre antes de que la víctima supiera siquiera qué es lo que estaba pasando. Nunca se cobraban Cainitas de cierta raigambre, ni dignatarios de paso que parasen en la ciudad para presentar sus respetos al cardenal Monçada, quien tejía sus maldades desde el centro de su telaraña. Madrid, como cualquier otra ciudad del Sabbat, estaba llena de vampiros callejeros, cuya súbita desaparición no solía echarse de menos. Siempre había vitae a mano para las visitas importantes en la tienda de Pilar.
—Gracias, pero no —repuso Fátima—. El hambre agudiza el ingenio.
Anwar se sorprendió al oír aquello, pues dudaba de su veracidad. Desde que la maldición de los viles Tremere dejara de surtir efecto y los hijos de Haqim volvieran a ser capaces de alimentarse de vitae de Cainita, el acto de alimentarse no conseguía sino aumentar su apetito, en lugar de saciarlo. El sabor de la sangre negada durante tanto tiempo resultaba suculento. Ni sus hermanos ni él se volverían a ver obligados a alimentarse de mortales o de los elixires manufacturados por el amr. La sangre de Cainita impulsaba al asesino a buscar más sangre de Cainita; tanto era así que circulaban historias, más que en el pasado, relativas a rafiq que sucumbían a la Bestia interior, a la corrupción de Caín. ¿Tan fuerte era Fátima, como para no sentir nada de todo eso? ¿O acaso prefería tener la cabeza despejada antes que rendirse a la pasión? ¿Temía entregarse a su obra con demasiado ímpetu?
Pilar no pareció ofenderse por la negativa de Fátima. La anciana inclinó la cabeza en actitud deferente, antes de girarse hacia Anwar.
—Tú —le propinó un leve coscorrón—, sube esa alfombra cuando salgas.
Dicho lo cual, desapareció escaleras arriba.
—Vamos —conminó Fátima, sin más dilación. Los condujo a una habitación más pequeña donde parecía saber que estarían desplegados los mapas. Anwar la siguió, obediente. La frustración que había experimentado con Mahmud se diluía ahora ante la expectación engendrada por la llegada de Fátima. La hora del ataque debía de estar cerca. El personal de Pilar podría haber desempeñado las labores de vigilancia rutinarias. Fátima no los habría llevado a Mahmud y a él a Madrid sin una buena razón.
Fátima se concentró en el estudio de los mapas. Anwar la observó mientras aquellos ojos asimilaban hasta el último detalle, hasta el último apunte que habían anotado Mahmud y él. Casi podía ver cómo formaba una estrategia, cribando la plétora de hechos dispares: puntos de acceso a la guarida de Monçada, emplazamientos de los edificios, horarios, ocupantes, defensas verificadas…
Anwar había decidido que el objetivo debía de ser Monçada. ¿Por qué si no habría acudido Fátima en persona? No había otro mortal o vástago de Khayyin que mereciese tanta atención… a menos que fuese tras Lucita. Pero cuando Anwar y Fátima habían hablado en Nueva York, le había dado la impresión de que la presencia de Lucita en Madrid no entraba dentro de los planes. Lo cierto era que Fátima no había apuntado a una posible aparición de la chiquilla del cardenal.
—¿Qué lugar es éste? —quiso saber Fátima.
Aquélla era la pregunta que Anwar había estado esperando. Miró de reojo a Mahmud, deferente, pero éste se limitó a asentir con la cabeza.
—Ésa es la casa adónde ha ido Lucita esta noche —contestó Anwar.
Las manos de Fátima, que habían estado trazando diversas calles y rutas sobre los mapas, se quedaron quietas de repente.
»La vi entrar en la iglesia hace tres noches, San Nicolás de las Servitas —explicó Anwar—. Esta noche salió por la puerta principal y fue a este lugar. No se tomó la molestia de camuflar sus pasos ni de ocultarse a la vista.
—No es probable que tenga miedo del Sabbat en la ciudad —apostilló Mahmud—, mientras goce de la protección de su sire.
—No creo que tuviera miedo del Sabbat aunque las condiciones fuesen otras —opinó Anwar. Lucita era antitribu, le había dado la espalda al clan; falta de lealtad, otro punto en contra, a ojos de Anwar. Pocos eran aquellos entre sus otrora compañeros de clan, o dentro de todo el Sabbat, que supusieran una seria amenaza para ella. Esa semana era la primera vez que Anwar le ponía los ojos encima, pero no le había parecido de las que se esconden por miedo—. Cruzó la calle a la vista de todos. No me explico cómo ha conseguido sobrevivir tanto tiempo.
Fátima seguía inclinada sobre la mesa, con la mirada fija en los mapas, sin verlos. El caso era que los papeles ya estaban allí y ella no se había movido.
—¿No se dio cuenta de que la seguíais? —preguntó Fátima, sin erguir la cabeza.
—No hice nada que pudiera delatar mi presencia —repuso Anwar.
Los tres asesinos permanecieron en silencio durante varios minutos. Anwar no perdía de vista a Fátima y ésta, a su vez, no apartaba los ojos de los mapas. Desde el piso de arriba llegaba el ruido del trajín de Pilar con las alfombras recién llegadas.
—Aseguraros de que la vigilan —dijo Fátima, al fin.
—¿Alguna objeción a que la vigile uno de los equipos de Pilar? —quiso saber Mahmud—. ¿O preferirías que lo hiciésemos alguno de nosotros?
—La gente de Pilar es nuestra gente. Bastará con ellos.
Aquélla era la respuesta que había esperado Anwar. A menos que Lucita fuese el objetivo real, no existían motivos para que uno de ellos se ocupara de seguirle el rastro. Por tanto, su impresión de que Fátima no había esperado que Lucita estuviese en Madrid, de que no había venido para destruir a la chiquilla de Monçada, parecía confirmarse.
Mahmud se dio la vuelta en silencio y abandonó la pequeña estancia para subir las escaleras y asegurarse de que se organizaba la vigilancia de Lucita. Anwar se quedó. Permaneció de pie, viendo cómo Fátima permanecía con la vista clavada en los mapas. No apartó los ojos ni siquiera cuando la mujer alzó por fin la cabeza y sus miradas se encontraron. Quería saber qué le pasaba por la cabeza. ¿Cuál era la forma de pensar de la gran Fátima? Su intelecto, su instinto asesino, se encontraba afanado en la tarea. Anwar se daba cuenta de eso pero, al igual que ocurriera en Nueva York, lo que fuese que estuviese teniendo lugar tras aquellos ojos oscuros le estaba vedado. ¿En qué se diferenciaban los preparativos de ella de los suyos? ¿Qué la hacía superior?
—Monçada —dijo Fátima, sin preámbulos, interrumpiendo el hilo de los pensamientos de Anwar.
—¿El blanco?
Fátima asintió con la cabeza.
La mente de Anwar se concentró de inmediato en los detalles de la guardia del cardenal, en la información que Fátima le había presentado y en la que había podido añadir él durante el transcurso de las últimas noches. De la media docena de entradas que conocían, ¿cuál sería la más accesible y menos susceptible de disparar una alarma? El Alfonso V no ofrecía garantías. El hotel solía albergar a los invitados de Monçada, por lo que, sin duda, las medidas de seguridad serían extremas. La ópera resultaba más halagüeña, con la gran cantidad de gente que entraba y salía a todas horas del día y de la noche. Siempre quedaba la propia iglesia…
El problema, y Anwar lo sabía, era que incluso sus hallazgos más recientes se centraban en los detalles externos. Una vía de acceso fácil y discreta no tenía por qué aunar una seguridad lasa a la que enfrentarse una vez el asesino hubiese penetrado en la guarida de Monçada. Al contrario, si el cardenal hacía honor a su fama, y no habría sobrevivido tanto tiempo bajo la ley del más fuerte del Sabbat de no ser así, las vías de entrada más accesibles poseerían también las medidas defensivas internas más impenetrables.
Todos aquellos factores, que Anwar comenzaba a tamizar, no conseguían empañar lo agradable de la sorpresa que había supuesto para él el que Fátima le hiciera partícipe del nombre del objetivo. Había confiado en él, puesto que era un detalle que él no tenía por qué saber a fin de cumplir con sus obligaciones. Resultaba obvio suponer que ella pensaba que él podría proporcionar algún tipo de contribución, que era merecedor de poseer tan importante información. O, pensó con algo menos de congratulación, quizás ella hubiese asumido que él ya había adivinado la identidad del blanco, como en efecto había ocurrido, y lo que pretendía era agudizar su mente privándolo de material sobre el que especular.
En cualquier caso, Fátima había confiado en él. Había hecho gala de la fe que depositaba en él. Anwar hizo todo lo que pudo por no hinchar demasiado el pecho, por no quedar como un novicio impresionado por los halagos.
—Mahmud me ha hablado bien de ti —aseveró Fátima.
Anwar asintió con aire marcial y volvió a concentrarse en los mapas, más decidido que nunca a ayudar a aquella mujer que lo había cubierto de elogios y cuyo éxito le reportaría gloria sin fin.