Domingo, 26 de septiembre de 1999, 00:50 h
Catacumbas de la iglesia de San Nicolás de los Servitas, Madrid, España
Las horas se enredaban irremediablemente con la oscuridad. Los negros tentáculos deformaban el tiempo, lo desmenuzaban y volvían a componerlo en formas distintas. La propia Lucita era una artesana de las tinieblas, pero la presencia de su sire era demasiado fuerte en aquel sitio. Su alma había calado hondo en la tierra durante siglos, imbuyendo las paredes, los suelos, el negro aire, con su voluntad. Los pies de Lucita trastabillaron débilmente hacia delante. Los pasadizos la confundían. En numerosas ocasiones, algo que veía hacía saltar la chispa de los recuerdos: opresivos túneles de roca que se cernían con intención de aplastarla, cámaras cuyos muros aparecían cubiertos de iconos sagrados, pequeñas tablillas de colores tan desvaídos como los recuerdos de las manos, muertas y olvidadas tiempo ha, que las habían pintado; pasillos toscamente labrados que conducían al infierno; enormes puertas de hierro incrustadas en la piedra; salones plagados de tallas y esculturas, el Cristo crucificado en su pasión, la Virgen María dispuesta a intervenir a favor del pecador; Poncio Pilatos, lavadas las manos, no de sangre, sino con ella, una fuente y una pila llena de líquido espeso.
Ahí había una tea encajada en la pared que ardía sin arrojar luz, allí otra antorcha, consumida desde hacía siglos. En medio de la oscuridad, Lucita dudaba de qué recuerdos pertenecían al presente y cuáles al pasado. Había conseguido bloquearlos tan bien… tan bien que había llegado a creer que podía regresar a ese sitio sin tener que volver a vivirlos. Los túneles conducían hacia delante, y ella los seguía, sin saber qué terreno era nuevo, qué suelo habría hollado antes.
Las tinieblas se disiparon por un instante. Vio a Monçada, desnudo de cintura hacia arriba, y a ella misma que bebía del profundo corte practicado en el inmenso pecho, sorbiendo la sangre con avidez. El fino vello gris de aquel torso cosquilleaba en su rostro, atrapado entre sus dientes. Los gemidos de éxtasis del hombre acallaban sus mudos salmos de hosanna a los cielos. Lucita sintió que la oscuridad fluía en su interior, la hacía más fuerte, la vinculaba a aquel lugar, se cerraba en torno a ella, volvía a alejarse. Se despertó ante el delicado roce de unos dedos, del fino rastrillo del peine que surcaba sus cabellos. Su pelo siempre había sido hermoso. Sedoso, vaporoso. Mas la senda que había elegido era estrecha y solitaria. No tenía tiempo ni seguridad que ofrecer a los sirvientes y, desde la noche de su Abrazo, no podía ver. El espejo la repudiaba. Para él, como para ella misma, había muerto. Tantos años durante los que sólo había tenido constancia de la belleza de sus cabellos por medio del tacto. Yacía desnuda bajo sábanas de seda y una mujer atusaba su melena, la extendía sobre las almohadas y se encargaba con mimo de deshacer hasta el último nudo, a desenredar los rizos rebeldes. La mujer pasaba el cepillo mil veces, y mil más. Lucita casi podía imaginarse, casi podía recordar, la sensación de la cálida luz del sol en el rostro, sobre sus párpados.
Cuando volvió a abrir los ojos, la mujer se había ido. La estancia era pequeña, similar en cierto modo a la celda de un monje. Pero la fría piedra aparecía cubierta por brillantes tapices y una espesa alfombra persa acogió los pies de Lucita. Apartó las sábanas y se incorporó, luchando contra la sensación de vértigo. Vio el albo camisón que colgaba de la puerta y luego miró su propio cuerpo desnudo, por siempre joven. El camisón, si bien modesto, resultaba demasiado elegante, lejos de lo que ella habría elegido para sí. A punto estuvo de decidirse en contra de todo pronóstico a pasearse desnuda por ahí, pero se estremeció ante la idea de que su sire pudiera ponerle los ojos encima. Cogió el camisón y levantó los brazos, permitiendo que la cubriera una cascada de finos volantes. Abrió la puerta y abandonó la seguridad y la comodidad de su celda para adentrarse en la arremolinada oscuridad.
Tenía los pies cubiertos por la pátina de polvo y suciedad que se habían ido sedimentando a lo largo de innumerables años. También los dedos, pues había ido apoyándose en la mampostería y en los frescos en busca de apoyo durante su vagabundeo. Desde que era capaz de recordar, la había impulsado el odio, pero ahora aquel frío fuego se había sofocado. Se sentía demasiado cansada para odiar, para enfurecerse, lo único que le quedaba era un vacío inmenso. Monçada la había golpeado, pero no era su cuerpo lo que codiciaba, ella lo sabía. No tenía por qué haberle puesto la mano encima, ella no habría podido resistirse a su voluntad. Pero él quería que se le ofreciera libremente, sin necesidad de coerciones.
A medida que avanzaba, con los dedos sirviéndole de guías junto a paredes que no se mostraban a los ojos, Lucita llegó hasta otra de las inmensas puertas que, a intervalos, le habían bloqueado el paso en distintas rutas. Sintió su presencia antes de verla, del mismo modo que siente uno la nada del precipicio antes de despeñarse. Ni siquiera ayudándose de ambas manos consiguió abarcar por completo ningún cerrojo. El hierro era tan frío como una lápida en invierno, tan inamovible como la propia tierra. Más allá, el pasadizo giraba a la izquierda y hacia arriba. También había un túnel que se ramificaba hacia la derecha. Procedente de la izquierda, llegó hasta Lucita un olor algo menos rancio, no tan saturado de la negrura que impregnaba el corazón de su carcelero. Del túnel lateral llegaba un gruñido retumbante y el movimiento de una sombra semejante al lento arrastrar de la marea hacia la pleamar. Ninguna de aquellas sendas se abría ante Lucita, del mismo modo que ninguna de las veredas que siguiesen tanto ella como su sire podría abrirse jamás: ella jamás se entregaría a él de buena gana, y él nunca dejaría de intentarlo. Habían llegado ante un umbral impenetrable, hacía cientos de años, y jamás conseguirían poner un pie al otro lado. Empero, los unía la sangre.
La única vía de escape posible para Lucita pasaba por la Muerte Definitiva o la locura. Mientras se alejaba a tientas del portal, la desesperación le oprimió el corazón, la oscuridad se apresuró a seguir sus pasos.
Monçada se encontraba dedicado a sus oraciones, de rodillas en la capilla, cuando oyó que la puerta se abría tras él. Había amortiguado el sonido de sus pisadas. ¿Habría venido con intención de destruirlo, como tantas veces en el pasado? No alzó la cabeza ni se giró para recibirla.
—¿Rezarás conmigo, hija?
Lucita no respondió. Pasó junto a él hasta llegar al altar, frente a la única vela que allí ardía. Vestía el sencillo camisón que Cristóbal le había conseguido: líneas clásicas, pieza de artesanía única. Lo odiaba, desde luego.
Monçada tomó buena nota de su silencio. Nada de salidas de tono profanas; nada de escupirle ni sugerencias acerca de dónde podía meterse sus crucifijos. Iba progresando. Le daba la espalda, enhiesta, el rostro vuelto hacia el altar, el cirio, el Cristo crucificado.
—No puedo quedarme.
Monçada exhaló un suspiro.
—Pero has pasado tanto tiempo lejos.
Lucita apoyó ambas manos sobre el altar y se inclinó hacia delante hasta que su adorable melena quedó colgando peligrosamente cerca de la llama de la vela. La fatiga resultaba evidente en el ángulo de sus hombros, su cuello, su cabeza inerte. Monçada había proporcionado sangre suficiente para revivirla, no para fortalecerla.
—Si me quedo, me destruiré.
Monçada se sorprendió, tanto por las palabras como por su propia capacidad para sorprenderse. Esperaba desafío de su chiquilla, pero ¿autodestrucción? Ese tipo de comportamiento, había sospechado siempre, debía de ser nada más que una fase que lograría atravesar, pero el pensamiento de su destrucción a sus propias manos… Monçada contuvo una carcajada. Lucita compartía su sangre; era demasiado fuerte como para rendirse a la desesperación durante mucho tiempo. No, aquello no era más que un gambito con el cual había soñado que podría acorralarlo.
—¿Y cómo piensas hacerlo, mi niña? ¿Acaso no somos duros de pelar? ¿Te decapitarías? Difícil. ¿Estás mirando esa llama con ojos golosos? ¿Durante cuánto tiempo piensas que podría arder fuego alguno en mi refugio antes de que lo sofocaran las sombras? ¿Te parece que si decidiera encerrarte bajo llave conseguirías escapar para ver la luz del sol?
Ahora se giró para enfrentarse a él y Monçada vio los churretes que estampaban su camisón y las curvas perfectas de su rostro.
—Encontraré la manera. Nos destruiré a los dos.
Esta vez Monçada no pudo contener la risa aunque, por miedo a herir sus sentimientos, se contuvo en cuanto pudo.
—El melodrama se te da todavía peor que el cinismo, mi queridísima chiquilla. Pero te demostraré que, si te retengo, lo hago sólo pensando en lo mejor para ti. Eres hija de estas noches de ahora, hija mía. Lo sé, lo sé —espantó su protesta con un ademán—, naciste y fuiste Abrazada hace mucho. Si lo sabré yo. No obstante, los ideales de la época actual habitaban en ti mucho antes de que se contagiaran al resto del mundo: independencia a cualquier precio, realización personal aún a costa de los demás. Cualidades todas que me condujeron a ti, aunque ni siquiera yo lo supiera por aquel entonces. Ah, los caminos del Señor son inescrutables.
»Te daré libertad —sentenció, al tiempo que le ofrecía su mano. Lucita dudó, pero en esta ocasión terminó por aceptarla—, pero no debes alejarte. —Cerró los dedos en torno a su muñeca y la retuvo con firmeza frente a su débil oposición—. Tendrás que permanecer en la ciudad. Haré que Cristóbal te consiga una casa a tu gusto, pero no podrás abandonar la ciudad. ¿Me lo prometes?
—Eso no es libertad, sino una cadena más larga.
Ahí. Monçada sonrió por dentro ante el desafío. Aquélla era la hija que él conocía y a la que amaba sobre todas las cosas.
—Quizá tengas razón, pero es tanto el tiempo que he pasado sin ti. Aunque —se puso en pie y comenzó a alejarse de ella—, si no te atrae la idea de tener una cadena más larga…
—Me quedaré en la ciudad —masculló Lucita. Monçada volvió a arrodillarse.
—Sé que lo harás… hasta que recuperes las fuerzas. Pero ya hablaremos de esto con detenimiento antes de que eso ocurra.
Estiró un brazo para apartarle el cabello de la cara, pero Lucita lo esquivó. Volvía a recuperar su genio. Sería interesante ver por cuánto tiempo conseguía mantenerla cerca esta vez su lazo de sangre.