Sábado, 25 de septiembre de 1999, 2:47 h
Calle del barquillo, Madrid, España
—¿Seguro que era ella?
El estrecho callejón era un nervio muerto para la luz y el sonido. Ninguna voz traspasaría sus confines; ningún viandante que pasara por delante vería a la bicéfala aparición… en realidad, dos figuras de negro separadas entre sí por meros centímetros.
—¿O seguro que se parecía a ella? —preguntó Mahmud en voz más baja que un susurro.
Anwar supo reconocer la sabiduría que entrañaba aquella pregunta.
—Su rostro encajaba con las fotos que he visto… la foto que me enseñó Fátima.
Anwar, no del todo contento por tener que acatar las órdenes de Mahmud, mencionó a Fátima con toda la intención. Cierto que ella era la mentora de Mahmud, pero éste no gozaba de la alta estima que los antiguos le dispensaban a la mujer. Era estólido, de confianza, pero no era Fátima. Había quienes murmuraban que lo había adoptado como protegido por esa misma razón, para que el pupilo no pudiera superar a la maestra. Anwar no sabía cuánto de cierto encerraban aquellos rumores, pero sí tenía claro que prefería mil veces trabajar en solitario.
—Así que era su cara —convino Mahmud, conciliador, antes de hincar el dedo en la llaga—, claro que, ¿quién sabe qué juego de sombras podría estar implicado, o qué demonio Tzimisce podría haber adoptado su aspecto?
Anwar no podía ver los ojos de su compañero de clan; tan cerca estaban el uno del otro que sólo podía distinguir la curva de la mejilla de Mahmud, el movimiento de su mentón, labios y lengua cuando hablaba.
—Los demonios no son tan precisos. Sus obras son grotescas.
—¿Te has enfrentado en alguna ocasión a un antiguo Tzimisce? ¿A uno que lleve esculpiendo la carne desde antes de que tu madre te diera el pecho?
—Era Lucita —insistió Anwar con toda la ferocidad que era capaz de generar un susurro—. Estuvo ahí delante, frente a la iglesia… mirando, esperando a que la destruyésemos. Y pudimos haberlo hecho.
—A lo mejor. Y pudimos haber alertado a su sire de que no todo es lo que parece, de que los lobos estrechan el cerco.
Anwar no supo qué responder a aquello. Aunque la deseaba, deseaba su sangre.
—Estamos aquí a modo de observadores, para compilar información. Los espías del Pilar cubren mucho terreno; nosotros cubrimos el resto.
Anwar asintió con la cabeza. Su rostro se frotó contra el de Mahmud.
—Sí. —La reputación de Anwar hacía que le resultase más difícil aceptar órdenes de Mahmud, pero seguir desafiando su autoridad, cuando había sido Fátima quien lo había dejado al cargo, no procedía—. Desde luego.
Los dos asesinos se separaron, ambos en pos de cumplir con sus respectivas misiones.