Viernes, 24 de septiembre de 1999, 23:20 h
Hotel presidencial, Washington D. C.
Reinaba el silencio en el ático de la sexta planta hasta que Ravenna/Parménides realizó un giro y lanzó su bastón de madera de roble. Giró la muñeca para que, en lugar de girar en espiral como una lanza, la contera y la empuñadura de bronce ejerciesen de contrapesos y rodasen por el aire con una puntería engañosa. Lo irregular del vuelo confundiría al kafir medio y evitaría que pudiese bloquear el ataque. Aprovechando el mismo movimiento, accionó un mecanismo por medio del cual emergió un pincho del regatón.
La punta de lanza se encajó en el centro del respaldo de un sillón, atravesándolo y consiguiendo que volcara. El siguiente movimiento cegador del brazo de Parménides propulsó un puñal en dirección al paisaje enmarcado y colgado en la pared de enfrente. Antes de que el arma hubiese alcanzado su objetivo, cercenó dos bustos de mármol con un cable cortante calibrado que, segundos antes, había estado oculto en el dobladillo de su jersey.
Las cabezas de Julio César y Marco Antonio golpearon el suelo. Los pedestales sobre los que se habían apoyado, con los torsos aún unidos a ellos, se tambalearon sin llegar a caerse.
Parménides supervisó su trabajo. Si dispusiera tan sólo de otra oportunidad frente a Marcus Vitel, el depuesto príncipe de Washington no tendría escapatoria. Pero Vykos había enviado a su falso ghoul contra el venerable Ventrue antes de que Parménides hubiese estado completamente recuperado de los experimentos a los había sido sometido y a la transformación que había tenido que soportar. ¿Cómo esperaba que tuviese éxito? Había sobrestimado su recuperación.
Dicho de otro modo, lo había subestimado a él. Esa noche, por ejemplo, no tenía nada que hacer, ¿y por qué?
Porque la consejera Vykos lo había relegado de su puesto en el cerco a los Tremere. Le dijo que no quería embotarle los sentidos con tan tediosa actividad. ¿Acaso no sabía que un chiquillo de Haqim podía pasarse incontables noches observando a un objetivo en potencia, durante años si fuese necesario, y permanecer en todo momento tan alerta y presto como la primera noche? ¿Era aquello otro de sus sarcasmos envenenados, o estaría maquinando algo más ambicioso?
—Las doncellas van a sudar la gota gorda para adecentar todo esto —dijo la voz que Parménides había llegado a reconocer casi tan bien como la suya. Parménides ladeó la cabeza. Durante todo el verano, esa voz había actuado de mensajera, desde la primera noche que Parménides acababa de recordar, cuando no había conseguido destruir a Vitel, hasta la actualidad. La voz era tierna y cariñosa, como un susurro de luz de luna—. Traigo un mensaje.
Parménides escuchó con atención. A excepción de aquella primera noche que parecía tan lejana, la voz siempre había pedido noticias que llevar a quienes se refería como señores de Parménides. Con todo lo inesperado que resultaba la intención que acababa de expresar la voz, Parménides concentró su atención en el mismo sonido de la voz en sí, en los tonos que aguzaban su oído. Escuchaba con tanta intensidad que casi podía sentir el batir del aire que permitía el paso del sonido.
—¿Traes noticias? —preguntó Parménides—. ¿No te estarás confundiendo?
—No estoy confundido, joven Assamita —repuso la voz, con la más leve nota de humor en sus palabras.
—Tampoco yo soy tan joven. —Parménides abandonó despacio el centro del ático en dirección al paisaje enmarcado. Se detuvo, cambió el rumbo—. ¿Tan viejo eres tú?
—Lo bastante para saber cuando un cazador le sigue el rastro a mi voz.
Parménides se detuvo en seco. Sí que intentaba seguir la voz, localizar la dirección de la que procedía, pero no sonaba más cercana por ninguna parte. Soltó una carcajada.
—Lo bastante como para utilizar tu voz a modo de reclamo de cazador y conseguir que el joven cachorro dé vueltas mordiéndose la cola.
—¿Te gustaría que me mostrase, joven Assamita? ¿Deseas que no cumpla más años?
—Me gustaría que te mostrases —anunció Parménides al cuarto vacío—. No tengo motivos para hacerte daño.
—¿Mi sangre no es motivo suficiente, cachorro? —Parménides se encogió de hombros.
—Nuestros señores desean que actuemos en concierto. No osaría desafiarlos. Si eso no garantiza tu seguridad de por sí, te doy además mi palabra.
Se produjo un largo silencio antes de que la voz respondiera:
—Te compadezco… por haber sido entregado a los demonios. Me mostraré ante ti. Entra en el lavabo.
¿Compasión? Parménides se preguntó a qué habría venido aquello mientras se dirigía al cuarto de baño más cercano. Allí de pie en el umbral, mientras escrutaba la espaciosa estancia, no pudo evitar que la fascinación aflorara a sus ojos mientras recorría los arreos de porcelana con la mirada. Había oído tantas historias acerca de las idas y venidas de los Nosferatu, de sus retorcidas inclinaciones. Vivían en las alcantarillas. ¿Sería aquélla la ruta que seguía el mensajero?
Fue entonces cuando un raspón ahogado le llamó la atención. No procedía del aseo, sino del discreto ventilador encajado en el techo. La cubierta del ventilador se movió un poco. Momentos después, se había separado del techo y permanecía suspendida dos o tres centímetros más abajo. El aparato de ventilación descendió y Parménides pudo ver que lo sostenía una… ¿mano? Pero los dedos, si es que eran dedos, eran muy pocos, y alargados. Los siguió la estilizada y esquelética mano, luego una muñeca del grosor de un hueso, y por fin un antebrazo.
Parménides no daba crédito a sus ojos. La apertura donde había estado encajado el ventilador no medía más de dieciocho centímetros en cuadro. ¿Acaso iba el mensajero a activar un portal secreto de mayor tamaño? No tendría intención de…
Apareció el resto de un brazo largo y flaco. A la luz, Parménides pudo ver que la piel presentaba parches de escamas y era de color verde oscuro. La escena, surrealista de por sí, no se detuvo ahí. Un bulbo deforme, un hombro, se introdujo con dificultad por la apertura. A continuación asomó la cabeza. Parecía que llenase el hueco pero, de algún modo, se contrajo igual que un balón desinflado. La arrugada coronilla traspasó el umbral y se expandió de nuevo, como si se hinchara. El resto de la cabeza pasó de modo parecido, vertiéndose muy despacio. Parménides se apoyó en el quicio de la puerta para mantener la compostura y se preguntó si, a fin de cuentas, sería tan necesario entregar el mensaje que fuera en persona.
Aun cuando la cabeza hubo pasado, Parménides no las tenía todas consigo acerca de las posibilidades de que torso alguno cupiese por aquel agujero. La caja torácica pareció comprimirse, plegarse sobre sí misma. Seguía esperando oír el raspar de los huesos o el chasquido de las articulaciones al dislocarse, pero la operación se llevó a cabo en el más absoluto silencio.
Una vez liberado el torso, el proceso se aceleró; aunque lo cierto era que había transcurrido mucho más tiempo del que Parménides había pensado, tan absorto se encontraba en lo que, literalmente, se desplegaba ante él. Por fin, con un pie prensil aún asido al borde de la apertura, el mensajero pudo estirarse hasta llegar al suelo. Parecía una larga hilera de partes corporales conexas al azar, todo extremidades escuálidas y articulaciones desproporcionadas. Sus ojos eran pequeños y oscuros, casi invisibles en medio de la accidentada orografía de su cráneo bulboso; la boca y la nariz podrían haberse considerado delicadas de adornar el rostro de una mujer hermosa, pero en aquel cadavérico montón deslavazado resultaban más bien desconcertantes y fuera de lugar.
Unos segundos más y el mensajero estuvo acuclillado en el suelo, con los brazos arácnidos abrazando las piernas que había recogido contra el pecho. Las partes de su cuerpo que no aparecían cubiertas de escamas se veían oscurecidas por enormes hematomas.
—Saludos, joven Assamita —dijo la misma voz agradable, procedente de la criatura encogida ante Parménides—. Me llamo Jon Courier.
—Buen nombre y buena entrada —repuso el Assamita, envarado—. Puedes llamarme Parménides.
La criatura ya lo sabía. Se suponía que los de su clase lo sabían todo. Pese a la gentileza de su voz, aquellos ojos observaban a Parménides como si éste fuese un depredador.
—Vykos no está aquí esta noche —apuntó Parménides, con la esperanza de tranquilizar a la bestia—. Estamos solos.
Courier asintió con la cabeza. Parecía que a su cuello y a su columna les costase mantener aquella testa erguida. Puede que se sintiera más a gusto en los opresivos recovecos del alcantarillado de la ciudad. Lo cierto era que parecía completamente fuera de lugar allí, acurrucado en el centro del frío suelo del baño. Mientras a Parménides se le ocurrían estos pensamientos, Courier alargó una mano. El instinto de Parménides le gritaba que retrocediera; sofrenó sus impulsos y se mantuvo en su sitio. Estaba demasiado lejos de la criatura como para que ésta pudiese llegar hasta él.
Pero Courier llegó hasta él. La mano seguía acercándose, el brazo se estiraba en dirección a la puerta. El asesino se quedó petrificado, presa de una repulsa tan honda como la que había sentido al despertar en mitad del experimento y descubrir que Vykos estaba manipulando su fisiología interna. La mano recortaba distancias, una mano moteada de verde, púrpura y negro, cubierta por un pellejo basto y verrugoso, cuajado de cardenales. Por fin, fue a posarse sobre su antebrazo. El pulgar y tres dedos, uno de ellos la mitad de largo de lo que tendría que haber sido, acariciaron el vello del brazo de Parménides. Courier parecía algo desconcertado. Más rápido de lo que había estirado el brazo, el Nosferatu retrajo la mano; un arrugado trozo de papel descansaba sobre el brazo de Parménides.
Éste lo cogió y desdobló. Se trataba de la etiqueta de una lata de sopa, en cuyo dorso habían garabateado el nombre de dos calles, una intersección que no quedaba lejos del hotel.
—Ve allí —dijo Courier. El hecho de haber tocado a Parménides parecía haberlo tranquilizado, o puede que fuese satisfacción por haber entregado el mensaje lo que sentía la criatura. Sin esperar respuesta, Courier desenroscó su cuerpo y alcanzó sin problemas la apertura del techo. Afianzó primero una mano, que usó para izarse. Uno de sus pies no perdió el contacto con el suelo hasta que su cráneo se hubo deslizado por el agujero. El otro sostenía el ventilador. En cuestión de segundos, la cubierta volvió a ajustarse en su sitio y Parménides se quedó solo en el cuarto de baño. No quedaba ni rastro de la breve visita de la criatura; nada, aparte de los pelos de punta que coronaban la piel de Parménides. Echó un nuevo vistazo al lavabo y al inodoro, aquellos receptáculos que Vykos sólo utilizaba para deshacerse de la carne licuada que ya no pensaba utilizar, y cerró la puerta.
El Land Cruiser de color gris apareció en la curva segundos después de que Parménides hubiese llegado a la intersección. Un vendaval de ideas le pasó por la cabeza mientras caminaba con paso firme hacia el vehículo. No tenía motivos para sospechar que pudiera ser una encerrona. Si Vykos lo quisiera ver destruido, sabría encontrar otros métodos más sencillos. Aquello no descartaba la posibilidad de traición por parte de los aliados putativos de Vykos, si es que algún Sabbat deseaba atentar contra la nueva arzobispo de Washington. Aunque, ¿para qué tomarse tantas molestias para eliminar a un ghoul? Parménides estaba seguro de que nadie había conseguido desentrañar la charada de Ravenna.
A menos que Courier no fuese lo que afirmaba ser. O quien afirmaba ser, tanto daba. Lo que era saltaba a la vista. Nosferatu. Pero era él el que se había puesto en contacto con Parménides; también él quien había asegurado actuar de emisario entre el Assamita y sus señores. Había Nosferatu que servían al Sabbat. ¿Lo habría vendido Courier?
Parménides vio cómo la mano de Ravenna asía la manilla de la puerta, cuya apertura no encendió ninguna luz interior.
—Entra —instó el conductor, oculto entre las sombras.
Parménides así lo hizo, antes de volver a cerrar la puerta. El coche se puso en marcha al instante, alejándose de la curva deprisa pero no demasiado, a la velocidad justa para no llamar la atención.
—Tu sire te manda saludos —dijo el conductor, envuelto aún en tinieblas a pesar de que Parménides lo tenía tan sólo a un metro de distancia.
—¿Mi sire…? Hace casi doscientos años que la Muerte Definitiva la reclamó. —Aquél era el tipo de prueba de constatación que Parménides se habría esperado, aunque, en definitiva, no demostrase nada. Los Tzimisce eran capaces de reemplazar a cualquier contacto por un sosia plausible, o de descubrir multitud de secretos por medio de la tortura. Este conductor podría ser una falsificación; además, si en verdad se trataba de un hijo de Haqim, resultaba evidente que aceptaba la identidad de Parménides con escepticismo.
Fue entonces cuando la oscuridad se diluyó en el interior del vehículo y vio sentada junto a él a…
—Fátima.
Fátima al-Faqadi. Parménides, aunque odiase tener que admitirlo, se sorprendió. El que Fátima, eminencia dentro de la hermandad, asesina sin parangón, estuviese allí, sólo podía significar que lo había escogido para una misión de envergadura.
—Resulta extraño… verte con otra cara, y otra voz.
Parménides asintió.
—No es nada agradable, ni siquiera para mí.
Aquellos primeros segundos fueron todo lo que necesitó su bien entrenado ojo para asimilar hasta el último detalle de Fátima. Se cubría con una camisa holgada de manga larga sobre unas mallas ajustadas, con el cabello oscuro recogido en la nuca. Hasta entonces había apoyado sólo una mano en el volante, pero ya lo cogía también con la izquierda, con gesto indiferente. Sus ojos permanecían en continuo movimiento, sin denotar nerviosismo, sino el tranquilo escrutinio de un ave de presa, vigilantes, fijos en la carretera que se abría ante ellos, en los demás coches, los peatones dispersos, los espejos. Parménides se fijó en que el retrovisor interior no estaba orientado de modo que le permitiese ver lo que había detrás del vehículo. Supuso que estaría girado de modo que la conductora pudiera ver las manos de su pasajero, que éste mantenía recogidas sobre su regazo.
También se percató de la voz. No la había reconocido al principio; ni siquiera se había dado cuenta de que era una mujer quien hablaba. No se trataba de ningún burdo camuflaje, sino de un fallo completo a la hora de emplazarla. Del mismo modo que le había ocultado su silueta, había conseguido enmascarar la naturaleza de su voz. Todas ellas estratagemas que Parménides conocía de sobra, que él mismo podía llevar a cabo; mas ella llevaba el tiempo suficiente en la sangre como para emplearlas en su contra.
Fátima no dio más pie a conversación, ante lo cual, a Parménides no le quedaba sino guardar silencio. Viajaban en relativo silencio. Incluso el sonido del pavimento bajo los neumáticos y el traqueteo del pesado vehículo al superar algún bache parecía apagado y distante.
Parménides no dudaba que aquella fuese la auténtica Fátima y no una impostora. Puede que los Tzimisce consiguieran duplicar su aspecto físico, pero se había encontrado con ella en numerosas ocasiones con anterioridad, y le había dejado la profunda impresión de su gracia serena y severa dignidad. Era de la sangre, y su naturaleza se transparentaba de una forma que ningún sosia podría imitar.
Al llegar a aquella conclusión, se sintió aliviado. Por primera vez desde que comenzase su calvario, se encontraba en presencia de una compañera de clan. Nunca antes había ansiado tal contacto; nunca antes lo había necesitado. Pero las indignidades que había sufrido a manos de Vykos, la desesperación y la soledad que se habían apoderado de él tras saber que los antiguos lo habían abandonado a los demonios, y la culpabilidad añadida de lo que había comenzado a sentir hacia Vykos cuando se encontraba en su presencia… Todo aquello resultaba casi insoportable.
Se había aferrado a la conexión que le habían ofrecido los Nosferatu, aunque ni siquiera aquello le había proporcionado la seguridad que necesitaba. Hasta ahora. Hasta que el mensaje que la repugnante criatura le había entregado había conseguido reunir a Parménides con los hijos de Haqim. Courier había sido fiel a su palabra.
«Te compadezco… a ti, entregado a los demonios». Las palabras que pronunciara el Nosferatu le habían parecido, cuanto menos, extrañas, más aún después de haber visto a Courier. ¿Cómo podría compadecer a nadie aquel ser desdichado? El aspecto de Parménides había cambiado, sí. Puede que incluso de manera permanente. Pero la fuerza regresaba a su cuerpo. No era un marginado. No era un paria a los ojos de los mortales y de los no muertos. Su perplejidad comenzó a dar paso a la indignación. ¡Cómo se atrevía a compadecerlo aquella criatura!
La sensación de dolor se abrió paso lentamente hasta su cerebro. Cayó en la cuenta de que estaba clavándose las uñas en las piernas. A conciencia, evitó mirar a Fátima mientras relajaba las manos. Lo habría visto, sin duda. ¿Por qué estaba tan nervioso, tan fuera de sí? No lograba entenderlo. Esta reunión con su compañera de clan tendría que haber actuado a modo de bálsamo para su espíritu, después de todo por lo que había pasado.
Pero se le ocurrió que, en presencia de los antiguos, siempre había juicio. ¿Habían enviado a Fátima para recompensarle, para ofrecerle la oportunidad de alcanzar la gloria y el honor? ¿O había acudido en calidad de juez? ¿Habría ofendido o decepcionado de algún modo a los antiguos?
Tales cuitas jamás lo habían atormentado antes de… antes de Vykos…
Parménides buscó el botón para bajar la ventanilla, el aire nocturno le vendría bien. Fátima apartó la mano izquierda del volante con aire ausente y reposó el brazo al costado. Al darse cuenta de que se había movido quizá más bruscamente de lo recomendable, dadas las circunstancias, Parménides dejó el dedo apoyado en el botón durante un momento. Vio la silueta de Fátima reflejada en el cristal descendente de la ventanilla y, con gesto pausado y comedido, volvió a apoyar la mano en su regazo. Acto seguido, Fátima volvía a gobernar el volante con ambas manos.
Los condujo fuera de la ciudad propiamente dicha y atravesaron los suburbios diseminados que marcaban el perímetro urbano, formando círculos alrededor de la urbe enferma como una bandada de buitres. Un vistazo a las estrellas confirmó lo que le decían a Parménides las señales de la carretera: se dirigían hacia el oeste. Conocía la disposición de muchas de las defensas del Sabbat alrededor de la ciudad, aunque la mayoría se concentraban en el norte, dirección Baltimore, y sopesó la conveniencia de ofrecerse como guía para Fátima. Pero ésta, bien por intuición o a sabiendas, eligió las rutas que no los pondrían en peligro de tener que enfrentarse a las patrullas a los puestos de guardia estáticos.
Al cabo de una hora, las escenas y los olores propios de una humanidad enlatada dieron paso a espacios más abiertos y parches de zonas boscosas. Fátima mantenía el rumbo hacia el oeste. Cuando se apartó por fin de la autopista, parecía que supiese exactamente el camino a seguir. Parménides no detectó vacilación alguna en ella cuando se adentró en una carretera de dos carriles para, kilómetros más tarde, desviarse por un sendero de grava. Tanto la ciudad como sus afueras habían dado paso por completo a un paisaje rural que se desplegaba ante ellos. Cuando Fátima sacó el Land Cruiser del camino de grava y lo detuvo en medio de un campo inclinado cubierto de hierba, los únicos símbolos de civilización apreciables eran el propio sendero y una valla de alambre de espino en precario estado que se alzaba aproximadamente a un kilómetro de distancia.
Parménides se había acostumbrado al suave ronroneo del motor. Cuando Fátima giró la llave de contacto, la ausencia de aquel sonido se hizo ensordecedora. La noche estaba cuajada de otros ruidos: grillos y ranas toro, estridentes pese a su lejanía, polillas que aleteaban frente a los faros, otros insectos que Parménides no supo identificar, el chasquido mecánico de la puerta del conductor al abrirse, y el ahogado timbre que le recordó que había dejado la llave puesta en el contacto. Parménides se unió a ella, de pie, junto al vehículo. Los faros, iluminando aún el prado, dejaban al resto de la noche a solas con su tranquila oscuridad.
Se preguntó qué sitio sería aquél, por qué lo habría elegido Fátima. Puede que esta propiedad perteneciera a algún mortal aliado del clan, quizás incluso a algún miembro de la hermandad. Parménides se preguntó también para qué lo habría llevado allí. ¿Se debía tan sólo a la necesidad de hablar sin peligro de interrupciones? O puede que quisiera llevárselo de aquella ciudad, lejos de Vykos, para siempre.
Parménides sintió un júbilo repentino ante aquella idea, aunque el poso de tristeza que lo acompañó lo cogió desprevenido.
—Hemos recibido tus informes —comenzó Fátima, lacónica, antes de que Parménides tuviera ocasión de someter a examen sus sentimientos enfrentados—. Has servido de forma admirable… y en circunstancias nada favorables.
Parménides se inclinó en señal de respeto. Aquellas palabras eran los primeros elogios que Fátima le hubiese dedicado nunca.
Aquello lo satisfizo aunque, de momento, le interesaba más lo que diría a continuación, saber qué más tenía en mente, pues seguro que Fátima al-Faqadi no lo había convocado tan sólo para regalarle los oídos. Esperó pacientemente, de brazos cruzados, con las manos a la vista. No lograba desprenderse de la sensación que lo había asaltado durante el viaje de que se cernía un juicio sobre él. La mano izquierda de Fátima nunca se alejaba demasiado de su costado.
—¿Crees que tu permanencia aquí, con Vykos, podrá reportar algo más? —preguntó Fátima.
El orgullo hinchó de nuevo el pecho de Parménides, pero se apresuró a reprimirlo y respondió con deferencia.
—Los antiguos conocen mejor que yo el valor de la información que pueda llegar a obtener.
Fátima frunció el ceño, como si la respuesta de Parménides fuese problemática, o como si no hubiese planteado la pregunta correcta.
—¿Disfrutas de la confianza de Vykos?
—Dudo que ninguna criatura sobre la tierra disfrute de la confianza de Vykos, o que la desee, siquiera. Se fía de mí… a veces… —Parménides se corrigió—: O, si no se fía, al menos en ocasiones estoy en el lugar apropiado cuando habla. Creo que su mente se encuentra en un estado de actividad constante y que, si no hablara con alguien… —No acabó la frase. Se dio cuenta de que, en ese momento, se estaba describiendo a sí mismo además de a Vykos. Estaba especulando, desgranando una ristra de suposiciones, haciéndole perder el tiempo a una antigua. Se apresuró a finalizar su discurso de forma sucinta—. Hablaría con alguna mascota, o con una silla, si yo no estuviese allí.
No le importó evidenciar su propia insignificancia. No era tan nimio como una mascota, y no creía que Vykos lo tuviera por tal.
Fátima permaneció en silencio durante un buen rato, cavilando acerca de lo que Parménides no sabía. Pero él se sentía más confuso por sí mismo que por Fátima. Le confundía lo que sentía hacia Vykos, su torturadora; la sensación de pesar que lo había asaltado cuando pensó en que lo iban a apartar de su lado. En ocasiones, eso era cierto, había fingido afecto hacia ella, pero aquello formaba parte de la función, parte del esfuerzo por ganarse su confianza o, al menos, por rebatir sus sospechas. No podía saber que estaba transmitiendo información, vía Nosferatu y, por tanto, Camarilla, a sus antiguos. Las atenciones que le dispensaba eran puro subterfugio, y sin embargo ahora sentía su falta antes incluso de haberla abandonado. Aquel hecho lo desconcertaba, más aún, lo atemorizaba, y consiguió que mirase de reojo a Fátima, furtivo. ¿Cuántas cosas podría desentrañar aquel escrutinio al que lo estaba sometiendo? ¿Cuánto sabría ya?
Fátima permanecía plantada con las manos entrelazadas. Su mirada ahondó en Parménides. Éste se sintió súbitamente débil, como si llevase tiempo sin alimentarse, el cual no era el caso. Un pequeño músculo en la corva izquierda comenzó a sacudirse, incontrolable. Cambió de postura.
—Hemos decidido —comenzó Fátima al fin, con voz calma, carente de emoción— que el acuerdo con Vykos no puede continuar. Se te autoriza a destruirla cuando se presente la ocasión.
El tic de la pierna de Parménides se convirtió en un calambre y comenzó a propagarse a otros músculos. Durante una fracción de segundo, creyó que tendría que arrodillarse, pero conservó el equilibrio. Cerró los ojos, se frotó uno de ellos como si se le hubiese metido un insecto. Sintió sangre en su palma; debía de haberse clavado las uñas sin darse cuenta.
»Antes de que llegue ese momento, hay algo más que debes saber.
Parménides apenas la escuchaba. Un extraño rugido se había apoderado de sus oídos, al igual que el dolor lacerante se había adueñado de su pierna. Ésta le recordaba todo el daño que había sufrido… ¡el que Vykos le había infligido! Había fusionado la carne y el hueso, convirtiendo dos extremidades en una sola, unida al suelo, antes de volverlo a poner todo en su sitio cuando lo creyó conveniente. El rugir de sus oídos se convirtió en un martilleo en las sienes.
—¿Debo saber…? —se oyó decir a sí mismo. Fátima estaba tan lejos. No podía verla. Los faros apuntaban directamente a su rostro… pero no; seguían iluminando el paisaje.
—¿Te ha hablado Vykos de Monçada?
Monçada. Monçada. El nombre retumbó en la cabeza de Parménides y tardó un momento en cobrar sentido.
—Monçada —dijo su voz. Parménides estiró un brazo hacia atrás, despacio, hasta que palpó el coche. Apoyó el peso de su cuerpo sobre el costado del vehículo. El apoyo parecía venirle bien a su pierna. Comenzó a despejarse su visión, el estruendo entre sus sienes pareció paliarse en cierto modo—. Monçada. Lo menciona de vez en cuando… de pasada, casi siempre. Tenía algunas… palabras no demasiado halagadoras que decir al respecto del templario que envió para enfrentarse a Lucita. También ha mencionado que Vallejo en realidad le es leal al cardenal, y no a ella.
Parménides se atusó el cabello hacia atrás, frotándose las sienes y estirando ligeramente la pierna izquierda, sin intentar disimular su malestar.
»Me dijo que tendría que ser yo el que destruyera al príncipe Vitel, a fin de que la gloria fuese para ella y no para el cardenal. Vykos responde ante Monçada, aunque parece que existe cierta rivalidad entre ambos… bien sea amistosa o encarnizada.
No dejaba de resultar curioso que hablar de Vykos pareciera aliviar los dolores de su pierna y su cabeza. Tienes permiso para destruirla…
Parménides luchó contra aquellas palabras, intentó ignorarlas por el momento. Aquel martilleo tenía que remitir, tenía que causarle una buena impresión a Fátima. Ahora volvía a verla con claridad. Tenía la vista fija en el suelo, sopesando lo que acababa de escuchar.
—¿Necesitas saber más cosas acerca de Monçada?
—Sí. Y de su refugio en Madrid: defensas, guardaespaldas, etcétera. ¿Puedes hacerlo?
Parménides asintió con la cabeza, quizá con algo más de entusiasmo del pretendido. Mostrar demasiado ímpetu resultaba indecoroso.
—Puedo.
Fátima lo miró durante un buen rato. Entrecerró los ojos y Parménides sintió el peso de aquella mirada. Por último, la mujer subrayó su aquiescencia con un ademán.
—Hazlo. Luego, destrúyela.
Dicho lo cual, el asunto parecía quedar zanjado de manera satisfactoria para Fátima. Le dio la espalda a Parménides, volvió a subir al Land Cruiser y encendió el motor. La vibración del coche contra la espalda de Parménides lo trajo de vuelta al aquí y ahora.
Hazlo. Luego, destrúyela.
Rodeó el vehículo y se dirigió a la puerta del pasajero, intentando suprimir aquel martilleo, intentando concentrarse en sus preocupaciones más inmediatas: descubrir lo que pudiera acerca de Monçada, sobre su refugio y defensas. Fátima, o alguien igual de eminente, iba tras Monçada y Parménides iba a formar parte de la operación. Aquello era en lo que debía concentrarse: en el honor que le otorgaban los antiguos. Eso sólo sería el comienzo. Demostraría su valía. Su nombre no tardaría en pronunciarse entre susurros de admiración dentro del clan.
Luego, destrúyela.
Lo demás vendría después. No tenía por qué preocuparse ahora. Se acomodó en el asiento junto a Fátima mientras ésta maniobraba el vehículo hasta rodar de nuevo sobre el camino de grava.
Fátima dejó a Parménides a unos tres kilómetros del hotel que Vykos había ocupado tras la baja de Marcus Vitel. Condujo el Land Cruiser en dirección sur, hacia el aeropuerto privado y el avión que la llevaría a España. Metió la mano bajo la camisa y extrajo la P 226 Sig que llevaba apoyada en la cadera izquierda. Le había ofrecido a Parménides los suficientes indicios para que no le cupiera duda de que había estado allí todo el tiempo, y él se había comportado en concordancia, midiendo sus movimientos con cautela. Probablemente había asumido que dudaba de su identidad, sobre todo teniendo en cuenta la alteración de su aspecto, aunque no se había dado el caso. Él era de su clan. A la edad de Fátima, la sangre lo sabía.
Siguió existiendo la posibilidad, muy real, de que ella lo hubiese destruido, y si ella hubiese actuado contra él, Parménides se habría defendido del arma que esgrimiera con la mano izquierda, más que del puñal que portaba envainado en el brazo derecho; la daga le habría abierto la garganta y hubiera introducido un veneno paralizante en su cuerpo no muerto. La munición explosiva de 9mm de la Sig habría rematado la faena.
No había sido necesario llegar a tales extremos. Fátima no confiaba del todo en que Parménides pudiera destruir a Vykos. Aquella egregia y obscena criatura albergaba más trucos que granos de arena el desierto. En cualquier otra circunstancia, Fátima habría enviado a su protegido de regreso a Alamut en lugar de devolvérselo a la demonio, pero siempre existía la posibilidad de que descubriera algún detalle que lograse facilitar el atentado contra Monçada. Por dicha posibilidad, estaba dispuesta a sacrificar a Parménides. Ningún chiquillo de Haqim eludiría tal responsabilidad. En cierto modo, pensó Fátima, Parménides, al aceptar su encomienda sin hacer preguntas, hacía gala de más lealtad que ella, quien aún dudaba en el fondo de la sentencia que pronunciaran los antiguos acerca del kurdo que la había atacado hacía dos meses; que ella, quien posiblemente había puesto en peligro la misión con su necesidad de ver a Lucita; que ella, quien seguía intentando ignorar el hecho de que Lucita, al igual que su sire, debía ser destruida.
Volvió a sofocar aquellos pensamientos. No la ayudaban en su misión, y aquella noche tenía un largo camino por delante.