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Miércoles, 22 de septiembre de 1999, 4:11 h

Harlem hispano, ciudad de Nueva York, Nueva York

Anwar no se esperaba que ordenasen su regreso a Nueva York, y menos a la misma madriguera, transcurrido tan poco tiempo desde el atentado contra los Tremere. Al pasar a tan pocos kilómetros de la capilla de los brujos redobló sus precauciones; por prudencia, desde luego, no por miedo. Puede que aquel desasosiego redundara en su beneficio. Lo mantenía en vilo, como solía decirse. En esto, como en todo lo demás, Anwar confiaba en los antiguos.

Durante los meses transcurridos desde su última estancia en la ciudad, había viajado a Chicago, donde había cumplido con otro encargo. No tan espectacular como el asunto de Foley, pero tampoco nada desdeñable, y había bebido hasta hartarse. Luego, hacía varias noches, habían llegado las órdenes de regresar a Nueva York. Había llegado esa noche y había aparcado el coche al otro lado del río, cerca de Fort Lee, junto a un garaje abandonado al que le habían arrancado las puertas de sus goznes. Llamaría menos la atención si se acercaba a pie a la madriguera.

Llegó hasta el bloque en cuestión de la calle 119 Oeste sin ningún percance y volvió a dirigirse hacia la entrada del sótano. Apretó el timbre cinco veces, muy brevemente en cada ocasión, según las últimas instrucciones. Cuando la puerta contra incendios se abrió, fue «Walter James» en persona el que lo recibió. No había ni rastro de la esperpéntica mujer que le había clavado la hipodérmica la vez anterior.

—Que el más Antiguo te sonría —saludó James, cuando la puerta volvió a estar cerrada a cal y canto. Asió a Anwar por los hombros antes de estrecharle la mano de aquella forma tan norteamericana, falta de delicadeza y sobrada de entusiasmo.

—Que tu espalda sea fuerte.

—Por aquí —indicó James, con una amplia sonrisa—. Nuestros invitados no suelen repetir. ¿Qué tal se han dado estos cuatro meses? —Condujo a Anwar al otro lado de la puerta contra incendios interior y cruzaron un estrecho pasillo que los dejó frente a otra puerta de seguridad, cerrada.

—Más bien dos —corrigió Anwar, a sabiendas de que su anfitrión había errado de forma intencionada, a modo de precaución añadida—. Ha estado bien.

—Me alegro, me alegro.

Ascendieron por una escalerilla enclaustrada entre paredes de ladrillo; cualquier grupo de intrusos tendría que pasar por allí en fila de a uno. La puerta ante la que morían los peldaños se abrió accionada por un sensor cuando James posó sobre él la palma de su mano derecha.

Al otro lado de aquella puerta, los muebles de una oficina perfectamente normal reemplazaron a la espartana decoración de la planta baja. Cualquiera que entrase por la puerta principal carecería de motivos para sospechar que se encontraba en cualquier otro sitio que no fuese una modesta aunque respetable agencia legal o financiera de las que proliferaban en cualquier otro enclave ocupado por una minoría poco privilegiada.

James guió a Anwar por un pasillo empapelado en un alarde de buen gusto y se detuvo ante una puerta como otra cualquiera. Con un leve ademán, el estadounidense giró el pomo y la abrió. Anwar entró en la estancia y se quedó mudo al ver sentada al otro lado de una mesa de reuniones de oscura madera de cerezo a Fátima al-Faqadi. El hombre realizó una reverencia y permaneció firme hasta que Fátima le indicó que podía tomar asiento. Puede que fuese por culpa del sillón, cuyo asiento era viejo y duro, o de los muelles, pero el caso es que Anwar sintió que se hundía lentamente, que se encogía. Fátima lo observaba, impasible. Ante la solemnidad de aquel encuentro con tamaña personalidad dentro de su clan, ni siquiera se percató del chasquido que emitió la puerta cuando James la cerró.

—Espero que hayas cumplido con tus asuntos en Chicago —dijo Fátima.

—Así es —Anwar ya había informado de ello, y estaba seguro de que Fátima estaba al corriente. Anwar la escrutó con intensidad. Evitar mirarla a la cara sería señal de debilidad, y él ya no era ningún fida’i como para clavar los ojos en sus pies o, en este caso, en la mesa, azorado. Los grandes ojos oscuros de Fátima, más que el espejo de su alma, parecían dos ventanas cerradas por las que no se dejaba entrever emoción alguna. Quizás acechase un alma en algún lugar bajo aquella piel tersa, oscurecida a partir de sus matices marroquíes originales, y los delicados rasgos redondeados que apenas conseguían suavizar la brusquedad de sus modos. Sus manos, de apariencia tan frágil, descansaban apoyadas sobre la mesa a cada lado de un dossier sin etiquetar.

—Conoces Madrid.

—He visitado la ciudad en cinco ocasiones. Sólo en una de ellas prolongué mi estancia de modo significativo. Sabría desenvolverme.

—Conoces la iglesia de San Nicolás de los Servitas. —Su lengua paladeaba cada palabra en español como si fuese miel.

—Así es.

Fátima empujó el dossier en su dirección. Movió el brazo con suavidad, sin esfuerzo, pese a lo cual la carpeta se deslizó fácilmente hasta detenerse justo enfrente de Anwar. Éste no tuvo que ordenar los papeles antes de comenzar a leerlos. Ni una sola hoja se había movido de sitio.

—Bajo la iglesia —dijo Fátima— se encuentran las ruinas de una mezquita. Bajo las ruinas de la mezquita se encuentra la guarida de Ambrosio Luis Monçada.

Anwar asintió con la cabeza.

—Arzobispo del Sabbat.

—Nombrado cardenal hace un año.

Anwar ladeó la cabeza. De eso no se había enterado, aunque los entresijos políticos del Sabbat eran tan tumultuosos e impredecibles como el corazón de una mujer, y él no tenía por qué estar al tanto del funcionamiento de la maquinaria interna de los más altos escalafones de la secta. Hasta ahora.

—Ya veo.

—La guarida de Monçada dispone de numerosas entradas y salidas —continuó Fátima—. La información que tienes delante detalla aquéllas que conocemos: localizaciones, mecanismos de activación, defensas, en algunos casos. También incluye datos de interés relativos a siervos y asociados.

Anwar hojeó las páginas, asegurándose de escuchar atentamente hasta la última palabra de Fátima. Sin lugar a dudas, el hecho de que estuviera conferenciando con él en persona a este respecto quería decir que había llamado la atención de los antiguos, que sus años de estudio y disciplina, su impresionante currículum de habilidades y su hoja de servicios para el clan, no habían pasado desapercibidos. Mientras echaba un rápido vistazo a las páginas donde se detallaba a varios de los criados de Monçada, Anwar no pudo evitar preguntarse contra quién lo enviarían. Había algunos ghouls veteranos al servicio del cardenal, pero la asignación de un blanco tan nimio sería un indicador del descontento de los antiguos, lo cual contradiría la atención personal dispensada por Fátima. Lo más probable era que lo enviasen a destruir a uno de los defensores de confianza de Monçada, a Vallejo o a su segundo al mando, Alfonzo. Quizás a algún legionario de menor rango.

Anwar pasó la página y se topó con el retrato de la chiquilla del cardenal, Lucita. La asesina Lasombra había sobrevivido durante mucho tiempo a pesar de sus extravagancias, de lo cual se extraía una conclusión obvia: era buena en lo que hacía. Por desgracia, había sido elegida por los manipuladores guardianes del clan Lasombra y, por tanto, pese a su impresionante lista de credenciales como asesina, no pasaba de mera farsante. Era una kafir, dotada de sangre inferior que habría de ser reclamada. Anwar había escuchado historias en las que se contaba que Lucita había llegado a derrotar a Fátima en cierta ocasión, hacía mucho tiempo, pero estaba claro que sólo eran eso, historias.

—Tendremos que encargarnos de ésta en algún momento —declaró Anwar, subrayando sus palabras con el tableteo de un dedo sobre la foto de Lucita. Intentó que no transpirara su emoción ante la expectativa de que fuese ella el objetivo, de que le estuvieran encomendando una misión de tal envergadura.

—Tu trabajo —sentenció Fátima— será sólo de observación.

Las palabras le hirieron más que un katar clavado en el estómago. Sólo de observación.

»Sin duda habrá otros puntos de acceso al refugio de Monçada —continuó Fátima—, y necesitamos confirmar la información de la que ya disponemos. Si puedes determinar la naturaleza de los recursos defensivos, tanto mejor, pero lo más importante es que tu presencia pase desapercibida.

Anwar se tragó su orgullo. Clavó la mirada en las hojas que tenía ante sí. Recopilaría información para quienquiera que fuese el que ostentara el honor de matar, quienquiera que fuese el blanco. No contactaría con ninguno de los criados de Monçada. No haría nada que pudiese ponerlos sobre alerta. En cualquier caso, el dossier de Lucita le dijo que no frecuentaba Madrid. De hecho, procuraba mantenerse alejada de su sire, el cardenal. No era probable que se cruzase con ella.

—El señor James dispone de un coche y un avión privado que aguardan —dijo Fátima—. En Madrid, te conducirán a un emplazamiento seguro desde el que coordinar tus operaciones.

Anwar cerró la carpeta. Su misión estaba clara. Los únicos detalles de los que no disponía eran aquéllos que no necesitaba. Se incorporó e inclinó la cabeza ante Fátima.

—Me voy, pues. A menos que haya algo más.

—No lo hay —repuso Fátima, lacónica. Su rostro no expresaba ni aprobación ni reproche.

Walter James, listo para escoltar a Anwar hasta el coche que lo esperaba, se encontraba al otro lado de la puerta del despacho. La misión no era lo que Anwar se había imaginado, pero serviría a Haqim como fuese preciso. Había recibido instrucciones directas de Fátima, un privilegio que no podía pasar por alto. Su lealtad y diligencia siempre lo habían recompensado. Sin duda, seguirían haciéndolo.

Bloques cenicientos, grises y picados. Mortero frágil, descascarillado, reducido a polvo sobre el frío suelo de cemento. Olor a cerrado y sabor a humedad, humedad que se adhería al pelo, a la ropa, a la piel. El sutil batir de las telarañas que se mecían bajo el peso de sus artífices llegaba hasta oídos de Fátima. En medio de la oscuridad, podía distinguir la suave curva de la bombilla desnuda que pendía del techo. Una cadena, dieciséis eslabones metálicos individuales unidos entre sí, colgaba paralela a la bombilla. Su bolsa yacía en el suelo junto al vasto jergón sobre el que descansaba, que no dormía.

Fátima estaba tumbada con los ojos abiertos. Insensible. Dueña de su mente y de su corazón.

Se había enfrentado a Lucita, e incluso entonces se había mantenido firme a conciencia. Todas las preguntas quedaban más allá de Fátima. No podía insistir en ellas y servir. Sólo le quedaba su resolución. Destruye a Monçada, al sire. Y luego…

Luego no era ahora. No tendría que enfrentarse a ese luego hasta que Monçada fuese destruido.

Pero no podía dejar de pensar en Lucita, del mismo modo que no había podido resistirse a ver a la Lasombra. Fátima tenía que ver a su enemiga, su rival, su futuro objetivo. La chiquilla de Haqim había tenido que asegurarse de que, incluso sin la presencia palpable del amr para endurecer su corazón, su resolución permanecería firme y no se vendría abajo igual que el mortero entre aquellos bloques cenicientos.

Destruye a Monçada, al sire. Y luego

Quizá Lucita hiciese caso de la advertencia. Quizá se fuese lejos, donde Fátima no pudiera encontrarla… si es que existía tal sitio. Pero Fátima no lo creía. Lucita no se doblegaría; sólo podía romperse. Nadie más albergaba el fuego que ardía en su interior.

Fátima intentaba mantener a raya los recuerdos de las dos juntas, mas pensar en Lucita la conducía de forma inexorable hacia el caos. Ni siquiera la tierra era la misma. Fátima buscaba la inconsciencia, sin encontrarla.

Bloques cenicientos, grises y descascarillados. Mortero reducido a montones de polvo sobre el frío suelo de cemento. El suelo cedió; las paredes y el techo se derrumbaron sobre ella. Ojalá fuese tan sencillo. Humedad, humedad que se adhería al pelo, a la ropa, a la piel. Sudor, no; sangre, brotando de sus poros, ribeteando sus labios. Finos regueros que le recorrían los costados, la espalda. Telarañas desgarradas por el azote del viento. La tormenta del desierto desollaba la piel y descarnaba los huesos. La araña venía para alimentarse de las moscas y los gusanos que habitaban en los muertos. No una pequeña cadena de metal, sino una torre que se alzaba en busca del sol que ardía sobre las cabezas de las criaturas de la tierra, envidiosas del cielo.

Fátima cogió su jambia, posó el filo sobre su pecho. Basta. Dueña de su mente, de su corazón. Aún no era capaz de ver lo que veía el sabio al-Ashrad, pero mantendría la vista al frente.

«De ésta tendremos que encargarnos en algún momento», había dicho Anwar, refiriéndose a Lucita, y estaba en lo cierto. Fátima le había advertido que no debía arriesgar la misión, cuando ya ella la había puesto en peligro al ver a Lucita. Un riesgo calculado, decidió Fátima. Necesario.

Cerró los ojos, sintió el peso de la hoja sobre su pecho. Intentó dejar atrás todo aquello.