Martes, 21 de septiembre de 1999, 4:32 h
Interestatal 91 dirección sur, cerca de Berlín oriental, Connecticut
Recorridos unos quince kilómetros de la interestatal Lucita se percató de que alguien la seguía. El BMW brincó de los 120 a los 200 y voló sobre el asfalto. Fátima redujo el SUV hasta los 115. Se había adiestrado en el manejo de lo automóviles modernos, pero no sentía ninguna necesidad de lanzarse a una persecución a alta velocidad.
Pocos kilómetros después, tomó una salida solitaria que la condujo al estacionamiento de una estación de servicio abandonada. Allí estaba el BMW, con Lucita apoyada contra la puerta del pasajero, de brazos cruzados.
Fátima dejó el coche en punto muerto a unos doce metros de distancia y accionó el freno de mano, pese a la falta de desnivel en el firme. Abrió la puerta y salió de vehículo. La grava crujió bajo sus botas. Lucita y ella quedaron frente a frente, iluminadas a intervalos por lo escasos coches que atravesaban la interestatal.
—Me imaginaba que serías tú —dijo Lucita. Su cabello seco ya después de la carrera en el descapotable, aparecía alborotado y enredado sin remedio.
Que hable, decidió Fátima. Lucita siempre había sido una parlanchina. El ceño de la Lasombra descascarilló la costra que se había formado sobre un arañazo, cortesía de Talley.
»Es decir, mierda. Alguien me sigue. Puede que me hayan colocado un señalizador en el coche. No queda nada para que amanezca. No voy a parar para pasar el día si saber quién va a llamar a mi puerta a pesar del cartelito de “no molestar”, ¿no? Si es una sanguijuela, vale, él tendrá que esperar también. Pero ¿y si es un ghoul? ¿O uno de esos criados mortales con ganas de armar una…?
Lucita abrió la mano y le enseñó a Fátima un pequeño rastreador electrónico.
»¿Esto es tuyo? —preguntó Lucita—. ¿O de Schreck?
—Ése es mío —contestó Fátima, impasible—. Schreck ha puesto otro, dentro de la carrocería. No hay manera de encontrarlo, a menos que quieras desguazar el vehículo.
Lucita hizo añicos el artilugio metálico con dos dedos.
—Así que trabajas para los Nosfes. ¿Tan cabreados están por lo de ese inútil de mensajero, allá en Hartford? ¿O es que quieren que les devuelva el carro? Nunca me habría imaginado que fueses a terminar de cobradora del frac.
—No trabajo para ellos. —Fátima hablaba sin permitirse el lujo de demostrar alegría, enojo ni dolor. Tenía que contenerse si no quería que todas aquellas emociones salieran al exterior a borbotones—. Es sólo que su camino y el mío se cruzan de vez en cuando.
—Como el nuestro, ¿eh? —Lucita esbozó una sonrisa sarcástica. En un alarde de pantomima, miró su reloj antes de volver la vista hacia el cielo, que comenzaba a iluminarse por el este—. Me imagino que tendrás un hueco de lo más cómodo en la trasera del Land Cruiser, pero a mí no me apetece nada pasarme todo el día hecha un ovillo en mi maletero. Venga, ¿por qué has venido?
Fátima no respondió de inmediato. La respuesta no era sencilla, ni tenía mucho sentido. Quedaba tan poco tiempo. Mejor así.
—Quería verte.
—¿Y eso? ¿Se supone que tienes que matarme… de nuevo?
—A ti no. Todavía. A tu sire.
Lucita tensó ligeramente los músculos de la mandíbula. No supo qué ocurrencia espetar ante aquellas palabras. Apretó el abrazo sobre sí misma como si tuviese frío, lo cual no era el caso. Cambió de postura, antes de decidirse a rodear el coche para regresar al lado del conductor.
—Escucha, acabo de cargarme a Borges… aunque eso ya lo sabes, me imagino. También sabrás que Talley anda cerca, y que Hartford es un hervidero de Sabbat. Así que yo no me acercaría demasiado.
Saltó detrás del volante y el motor rugió.
—Voy a destruir a tu sire —dijo Fátima.
Lucita palideció durante un segundo antes de forzarse a esbozar una sonrisa de desdén.
—Ya te oí la primera vez. Procura que no llegue yo antes.
El BMW despidió una lluvia de guijarros cuando ganó velocidad y dejó atrás a Fátima, erguida en medio de una nube de polvo. «Buen consejo», pensó Fátima mientras volvía a subirse al SUV, dispuesta a encontrar un rincón solitario donde aparcar y pasar el día.