Martes, 21 de septiembre de 1999, 1:37 h
Facultad de Derecho de la Universidad de Connecticut, Hartford, Connecticut
A medida que Fátima recorría la ciudad, la noche iba componiendo un cuadro surrealista, con pinceladas de humo y sombras salpicadas de motas de violentos colores chillones: llamas anaranjadas y amarillas, luces rojas y azules, todas ellas retenidas en la retina igual que una imagen congelada. La sangre fresca que le inundaba las venas convertía aquel telón de foro en una simulación de vida, siendo Fátima la única figura dotada de movimiento sobre aquel lienzo. Cada restallar de las armas de fuego, cada lamento de las sirenas, se convertía en un haz interrumpido de realidad, en un momento estanco, incapaz de seguir su ritmo.
Surcaba sin ser vista la marea de mortales que se afanaban por sofocar los incendios, las manadas nómadas del Sabbat. Se había alimentado hasta saciarse, y habían dejado de serle de utilidad. Con todo, sentía una desazón por dentro, un apetito que no era hambre. Su clan había pasado tantos años sin poder beber de la progenie de Khayyin, impotente para reclamar la sangre desperdiciada en esa comunidad obscena e indulgente. Contuvo el impulso de arramblar con las patéticas bestias que el Sabbat creaba como enjambres de incontables insectos. Siguió hacia delante, dando rienda suelta a la sangre de su interior.
No tardó en llegar al lugar dentro del campus de la facultad de medicina que, según le había informado Parménides, hacía las veces de centro de mando para el Sabbat. La comandancia de la secta era, sin lugar a dudas, formidable: Borges, arzobispo Lasombra de la cúpula de Miami; Vykos, recién coronada arzobispo de Washington, en calidad de consejera; Talley, el Sabueso, asesino convertido en guardaespaldas, supuestamente con órdenes de proteger tanto a Borges como a Vykos.
Ninguno de los dignatarios del Sabbat se encontraba donde tendría que estar. El césped que separaba los edificios se veía vacío, a excepción de un nocivo montón de escoria imposible de identificar; los restos de un ghoul de guerra Tzimisce, quizás. Aquellas descomunales criaturas parecían albergar muy poca de la humanidad que les permitiría vincular sus restos al mundo mortal una vez la voluntad los hubiera abandonado, aunque el proceso de descomposición no alcanzaba el dramatismo del de un Cainita entrado en años o el de un hijo de Haqim, cuyos cascarones se reducían a polvo una vez sufrida la Muerte Definitiva.
El hecho de que la comandancia del Sabbat estuviese ausente no era nada sorprendente, puesto que los planes cambiaban, sobre todo en tiempo de guerra, ni tampoco suponía revés alguno para Fátima. Los arzobispos y su protector, para ella, eran el medio, no el fin. El único motivo por el que los buscaba era aquélla que también estaría tras su pista.
Lucita.
Fátima rastreó la zona en busca de indicios que la hablasen de lo que allí hubiera acontecido. La inclinación del bien cuidado césped sugería cuál había sido la dirección predominante de la partida. Una breve escucha, potenciada por la sangre, confirmó el estrépito del fragor de la batalla en aquella dirección; disparos, alaridos, el crujir de los huesos. Si Lucita iba a aparecer en algún sitio, sería en medio del conflicto. Éste era el compañero inseparable de la hermosa asesina Lasombra; cuando no era ella quien lo provocaba, le seguía el rastro.
Durante veinte minutos aproximados, Fátima avanzó en zigzag entre varios bloques de la ciudad, sin dejar de moverse en dirección sur. Nadie se percató de su paso, era menos que una sombra en medio de la carnicería de aquella noche. No se detuvo hasta que, por fin, un sonido que creyó reconocer llegó a sus oídos. ¿Podría ser…? Sí. Allí, a la izquierda. Unos cuantos bloques más. Lo suficientemente lejos como para resultar tenue, pero conocía bien aquella vibrante voz femenina:
«… Sin duda se acuerda… tras haber ganado tan…».
Los edificios de aquella parte de la ciudad eran más bajos que los del centro. Fátima contuvo los coletazos de la emoción mientras trepaba sin dificultad hasta la cubierta de un modesto restaurante y se apresuraba a volar sobre los tejados en dirección a la voz y al altercado que, como no podía ser menos, la acompañaba.
Tuvo que cubrir una distancia mayor de la esperada; o bien había confundido la voz o, lo más probable, los combatientes estuviesen combatiendo sobre la marcha. Si tal había sido el caso, la pelea había terminado. Fátima miró hacia abajo y vio a Lucita, en pie, a pocos pasos de un maltrecho arzobispo Borges. Unos tentáculos de sombra reptaron hacia el arzobispo para arrebatarle la no vida del cuerpo, bien fuese cortando o aplastándolo, pero otro brazo de tinieblas empujó a Lucita a un lado, antes de derribarla cuando ésta intentó acercarse a Borges.
Ése debía de ser Talley, a Fátima no le cupo duda. Para confirmar sus sospechas, el templario surgió de las sombras y aguardó a que la propia oscuridad empujase a Lucita hasta él. Los dos asesinos Lasombra parecían extenuados, además de magullados y lacerados. Talley exhibía una fea herida en el hombro. Ninguno podía permitirse el lujo de emplear sangre para curarse, al menos mientras quisieran seguir doblegando la noche a su antojo.
Fátima reprimió el impulso de bajar a la calle de un salto y asestarle a Talley un golpe fatal desde arriba. No tenía derecho a interferir. Lucita no era de las que agradecía ningún tipo de ayuda, ni siquiera cuando ésta pudiera salvarla de la Muerte Definitiva. Si Talley conseguía destruir a Lucita… Bueno, la labor de Fátima se vería simplificada en gran medida.
Por tanto, se mantuvo al margen mientras Lucita y Talley intentaban destriparse mutuamente con sendas cintas de sombra. Fátima vio cómo dos inmensos ghouls de guerra aparecían en escena. Fueron a por Lucita, quien los hizo añicos y utilizó su intromisión para zafarse de Talley por unos segundos. La Rosa Negra no necesitaba más tiempo para alcanzar a Borges y abrirlo en canal, cobrándose su patético último estertor.
El Sabueso llegó pisándole los talones a Lucita, mas ya su protegido había sido destruido y no quedaba sino luchar para salvar el orgullo. Puede que aquel fuese el incentivo que Talley necesitaba; cargó contra Lucita con una furia que no había estado presente mientras defendía a Borges. Se enzarzaron en un nudo de zarpas, donde era Talley el que descargaba los golpes más certeros contra Lucita, quien al parecer había decidido que ya había cumplido con su cometido y no tenía por qué demostrarle nada al Sabueso. La asesina encontró una vía de escape y la aprovechó.
Talley no era de los que se rendían tan fácilmente. Corrió tras los pasos de Lucita mientras ésta avanzaba como un rayo hacia el río. Castigado por Lucita y escaso de sangre, el Sabueso podría ser presa fácil. En lugar de aprovecharse de las circunstancias, Fátima se alejó de los dos Lasombra y atravesó la ciudad en busca del vehículo que había dejado aparcado en un garaje vigilado.
Sus contactos estadounidenses le había conseguido el vehículo, un SUV gris de los que eran tan comunes en los EEUU: ventanas tintadas y carrocería lo suficientemente sucia como para no parecer nuevo, pero no tanto como para llamar la atención. Fátima se adentró en la Interestatal Sur 91, dado que sólo las carreteras que iban hacia el norte estaban bloqueadas por los accidentes provocados por el Sabbat, y condujo siguiendo la margen oeste del río Connecticut. Se imaginó a Lucita nadando hacia el sur, aprovechando la corriente. A Fátima le costaba creer que Lucita no hubiese conseguido llegar al río antes que el rubio y cimbreño Talley, asegurándose así su huida. Empero, siempre existía la posibilidad de que el Sabueso hubiese cogido a Lucita y la hubiese destruido, liberando así a Fátima de la rueda de molino que llevaba colgada al cuello.
Prosiguió su avance por la interestatal, hasta desviarse en dirección a la modesta población de Rocky Hill. Al menos, eso es lo que rezaban las señales. Fátima no se detuvo a visitar la población. Aparcó al otro lado de la calle donde se alzaba una heladería para automóviles completamente desierta. El único coche que ocupaba el aparcamiento del establecimiento era el BMW descapotable de Lucita.
Fátima había descubierto el coche al comienzo de la noche; así de útiles eran los Nosferatu. Al parecer, Lucita había destruido a uno de los suyos, antes de dirigirse a Hartford. Cogió un par de discretos prismáticos y se dispuso a esperar.
No por mucho tiempo. El reloj del salpicadero anunciaba las 4:15 cuando Lucita puso el pie en el aparcamiento, procedente del río. Portaba una mochila al hombro y avanzaba con paso largo. El amanecer despuntaría enseguida. Su ropa, distinta de la que llevaba puesta mientras luchaba con Talley, estaba seca, no así su pelo. Fátima, resguardada tras los cristales tintados a cien metros de distancia, vio cómo Lucita abría los ojos de par en par durante un instante al descubrir el regalo que Fátima le había dejado antes. En el momento en que el rostro de Lucita se iluminaba al reconocer el objeto, una de las luces del estacionamiento titiló y se apagó. Lucita arrancó la bufanda naranja del limpiaparabrisas y dejó que el trozo de seda cayera lánguido hasta el suelo. Dedicó unos momentos a inspeccionar someramente el vehículo, lo cual no era mala idea, a juicio de Fátima. Luego, mientras la bufanda, olvidada, rodaba sobre el pavimento impulsada por una ráfaga de viento, Lucita dejó atrás el aparcamiento.