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Martes, 21 de septiembre de 1999, 00:29 h

Cubierta de observación edificio Albert Myor, Hartford, Connecticut

Fátima saltó por encima de la barandilla y cayó sobre e inmenso saliente que servía de patio durante la hora de almuerzo para los trabajadores del edificio de oficinas que acababa de escalar. El toldo retráctil se hallaba enrollado firmemente sujeto a la pared; aún no se habían colocado lo muros de partición vidriados que protegerían a los ocioso, de las inclemencias del tiempo durante el invierno. La sillas y las mesas redondas de metal esperaban a su, ocupantes.

Su ojo había sanado por completo, había vuelto a crece en cuestión de noches. Con una nueva perspectiva y el corazón en calma, oteó la ciudad.

Durante un instante, la majestuosa altitud y la fuerza de viento le recordaron a los muros de Alamut, pero sólo por un momento. Costaba pasar por alto el caos que dominaba aquella panorámica. No muy lejos, las llamas estiraban sus brazos hacia el firmamento desde un edificio en el centro de la ciudad; varios bloques hacia el oeste, un edificio de mayor tamaño, el centro cívico, ardía a su vez. El humo lacrimógeno flotaba a baja altura en dirección al río. Las luces parpadeante y las sirenas parecían estar por todas partes, mientras los vehículos de emergencia correteaban frenéticos, semejante a luciérnagas multicolores entregadas a alguna especie de baile enloquecido. Sus idas y venidas sobre unas calles que tendrían que haber estado casi desiertas a esas horas de la noche se veían obstaculizadas cada dos por tres: Un autobús atravesado taponaba una de las arterias principales que cruzaba el centro de la ciudad; una pila humeante de metal que antes habían sido varios coches distintos bloqueaba uno de los puentes más transitados; hacia el norte, el tráfico interestatal comenzaba a apiñarse detrás de los restos de un accidente. El petardeo de las armas de fuego entraba en erupción a rachas intermitentes en las calles y los jardines.

Adoptó la postura de una turista aburrida, apoyada sobre la barandilla y observando casi sin interés mientras la acción se desarrollaba bajo ella. No, aquello no se parecía en nada a Alamut, al fin y al cabo; no era más que un truco de la altura, la sensación del mundo que se despeñaba ante ella, lo que le resultaba familiar. En lugar de una vista de quebradas montañosas, despiadadas y al mismo tiempo inexplicablemente serenas, Fátima asistía al espectáculo de una carnicería desatada. El Sabbat estaba en la ciudad y, aunque esa noche pudiera horrorizar a la población mortal con sus incendios, sus saqueos y sus alborotos, parecía que los vampiros de la Camarilla de Hartford iban a salir mucho peor parados.

Cuál fuese la facción de no muertos que controlara la ciudad era algo que le preocupaba bien poco a Fátima. Ella cumpliría con su misión tanto si los intrigantes de la Camarilla se quedaban enclaustrados en sus salones de lujo como si las manadas del Sabbat aterrorizaban a los mortales en la calle. Era el conjunto de las dos misiones que le había asignado el amr lo que la había llevado esa noche hasta aquella ciudad sitiada.

—Puede que haya que destruir a Parménides —había dicho al-Ashrad—. Fue el califa quien decidió entregarlo al cuidado de la demonio, Vykos. Una posición difícil. Ahora tenemos motivos para creer que Vykos ha… abusado de Parménides. De formas para las que no podía estar preparado. Puede que haya sufrido daños más allá de toda recuperación, eso lo tendrás que decidir tú. A todos los efectos, el acuerdo del califa con Vykos ha quedado anulado e invalidado. Quizá el griego tenga la oportunidad de ejecutar hadd.

Hadd. Venganza. Si fuese posible, Parménides destruiría a Vykos, asegurándose así la justicia por la ignominia cometida contra los hijos de Haqim. Si tal cosa pareciese improbable, Fátima tendría que ordenar su regreso a Alamut. Si el griego hubiese sufrido, a su juicio, «daños irrecuperables», Fátima tendría que reclamar su sangre para el clan.

La misión en sí, comparada con muchas de las proezas que Fátima había realizado a lo largo de los siglos, era de lo más simple. Aunque no extraía satisfacción alguna al eliminar a un miembro de la hermandad, no sentía reparos a la hora de hacerlo si las circunstancias lo exigían. Lo que más picaba su curiosidad no era la situación en sí ni su resultado final, sino otros asuntos, tangenciales a la crisis de Parménides.

Era decisión del califa, había dicho al-Ashrad, y había sido el califa, el superior inmediato de Fátima, quien no se había encontrado presente, en contra de su costumbre.

Así que había planteado la pregunta, con respeto pero de forma persistente.

—Entonces, ¿el califa está dispuesto a ver destruida a Vykos, pese al ferviente odio que siente la demonio hacia los brujos?

Al-Ashrad le había dirigido una mirada inescrutable, sin que sus ojos, azul y blanco, denotaran emoción alguna. Según la tradición, podrían haberla azotado por interrogar de aquel modo a un superior, pero eran pocos los hijos de Haqim que habían alcanzado la prominencia de Fátima, y en ocasiones se hacía la vista gorda.

—Ciertos aspectos de la política del califa —repuso al-Ashrad— se han… reconsiderado.

Aquellas palabras encerraban una especie de poderosa neutralidad, el mismo sentido de fatalidad que hubiese escuchado antes, el cual conseguía que Fátima aceptara su respuesta sin cuestionarla. Los privilegios, incluso para alguien de su posición, tenían un límite.

De modo que aceptó las misiones que la encomendaban. El viaje hasta este continente no había sido corto. El Nido del Águila era un lugar remoto, pero los hijos de Haqim, eran viajeros expertos, acostumbrados a recorrer el mundo persiguiendo a sus presas. Durante el transcurso del viaje, Fátima se sintió como si hubiese dado un salto hacia delante en el tiempo; de los riscos adustos e invariables y las irregulares trochas de Alamut, a los caminos llenos de baches y los traqueteantes camiones diésel, hasta llegar por fin a un avión que la trajo a la moderna Sodoma, donde se habían olvidado las costumbres de antaño e imperaban los artilugios de la época actual. No era casual que fuese tan escaso el número de iniciados de la hermandad elegidos en Norteamérica. Donde reinaba el secularismo moderno, no solía quedar sitio para la disciplina y la lealtad.

No obstante, no era el mundo moderno lo que Fátima había venido a juzgar, sino a Parménides; y no era el juicio de Parménides lo que la había traído a Hartford esa noche, puesto que él no estaba en la ciudad. La había enviado información, por medio de los intermediarios Nosferatu, relativa al ataque del Sabbat, información que bien podría ayudarle con su segunda misión. Armada con tal conocimiento y con la perspectiva a vista de pájaro de la ciudad, comenzó a superar la barandilla de la planta de observación una vez más para descender hacia la locura desatada a sus pies.

Aunque, esta vez, la locura la estaba buscando.

Ruido de cristales rotos. Fátima se quedó inmóvil a horcajadas sobre la barandilla en el momento en que dos figuras irrumpieron a través de lo que había sido una puerta cerrada de vidrio cilindrado que daba a la planta de observación. Uno de los recién llegados vestía unos harapos que en su día habían sido pantalones militares; el otro, una camisa de franela, vaqueros rotos por mil sitios y la gorra de un guardia de seguridad, a todas luces robada; ambos esgrimían, de forma bastante torpe, dos ametralladoras MAC 10. Gracias a sus retorcidas muecas inhumanas, Fátima los hubiese reconocido como Sabbat aunque la ciudad no estuviese siendo atacada.

—No lo haga, señorita —gritó el primero de ellos en dirección a Fátima, como si tuviese enfrente a una mortal a punto de suicidarse saltando desde lo alto del edificio—. Las cosas siempre pueden… empeorar.

Ambos rieron ante la chanza. Seguían riendo, de hecho, cuando la jambia de Fátima, desenvainada y arrojada con una velocidad cegadora, sesgó la muñeca del bromista y le dejó el brazo clavado a la pared que se erguía tras él. Sus carcajadas se convirtieron en un aullido de dolor. Su dedo apretó el gatillo y los cartuchos del calibre .45 se perdieron enloquecidos en el vacío.

Los disparos del segundo Sabbat no fueron tan aleatorios. En cuando se dio cuenta de lo que ocurría, descargó varias ráfagas, apuntadas al lugar de la barandilla que Fátima había ocupado hacía tan sólo unos instantes.

Ésta ya surcaba los aires, planeando sobre las balas, en dirección a su atacante. Lo abofeteó en la sien. Cuando el hombre se desplomó, ella le pasó por encima, aterrizó y rodó sobre sí misma para, acto seguido, volcar dos de las mesas metálicas de la terraza. La gorra de guardia de seguridad cabalgaba a lomos del viento y se perdió en el abismo que era la ciudad.

El Sabbat que no estaba clavado a la pared se puso en pie con esfuerzo, acompañados sus movimientos y su extravagante bailoteo por los quejidos desgarrados de su compañero y la última ráfaga desperdiciada en el aire.

—¡Cierra la bocaza, joder! —el Sabbat número dos se giró hacia las mesas volcadas, semejantes a enormes escudos redondos—. Está bien, zorra.

Descargó varias ráfagas contra una de las mesas. Las balas atravesaron la fina plancha de metal y el mueble salió despedido al otro lado del patio, revelando el espacio vacío que había ocultado.

—No tienes donde esconderte, muñeca. —Arremetió contra la segunda mesa, haciéndola girar hasta que salió por los aires y fue a aterrizar con las patas apuntando hacia arriba. La mesa de metal retumbó, estruendosa, mientras daba vueltas sobre el borde, ganando en velocidad al tiempo que perdía altura y se hundía cada vez más y más. Tampoco había nadie oculto tras aquella mesa. Por fin, perdida la inercia, la mesa se detuvo con la sentencia de un último topetazo.

—Me parece que con ésa hacían treinta —dijo Fátima, en perfecto inglés, detrás del Sabbat número dos.

Éste giró en redondo y apretó el gatillo, pero la Mac 10 guardó silencio. Su compañero parecía absorto en el dolor del brazo atravesado. Sus gritos se habían reducido a un apagado gemir mientras mantenía los ojos clavados, patidifusos, en su mano y arma inútiles. El Sabbat número dos seguía sin conseguir nada apretando el gatillo.

—Treinta disparos. —Fátima no había contado los casquillos, pero estaba más que segura—. Tendrían que haberte bastado.

El número dos echó mano al bolsillo en busca de otro cargador, peno Fátima levantó la mano y el hombre se detuvo en seco. Lo había tocado una vez y ahora apelaba a su sangre. Sintió cómo ésta respondía a su llamada. El número dos también. La mano que había tanteado en busca del bolsillo se aferró a su pechera y comenzó a tirar de la camisa, como si ésta comenzase a oprimirle.

Despacio, Fátima convirtió su mano abierta en un puño. Los ojos del número dos se desorbitaron, presa del miedo y el dolor. Su arma repiqueteó al caer al suelo, aunque él no pareció darse cuenta. La sangre comenzaba a rezumar de su nariz, de las orejas, de los lacrimales. Cayó de rodillas y luego, con los brazos aferrándose los costados, se desplomó de bruces sobre el cemento.

Fátima abrió la mano despacio y, acto seguido, estiró los dedos.

—Creo que ya está.

El número dos no estaba destruido, aún no, pero casi. Yacía presa de espasmos, en un delirio agónico. Fátima se giró para encarar al número uno, que seguía lloriqueando y aferrándose el antebrazo derecho bajo la protuberancia del filo. Se acercó a él, asqueada. Su vitae había comenzado a sanar la herida alrededor de la jambia. Aunque ostentaba el regalo de una sangre potente, carecía de la fuerza de espíritu para sacarse el cuchillo del brazo y continuar la lucha. Tampoco es que aquello hubiese cambiado el resultado, pero al menos habría afrontado la Muerte Definitiva con honor.

—No sé quién pudo elegirte —dijo Fátima, con un zangoloteo de cabeza, antes de disponerse a remediar aquel error.