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Jueves, 9 de septiembre de 1999, 22:12 h

Avenida de Nueva York, Washington D. C.

Fútil. Fútil pero inevitable. Eso era lo que pensaba Parménides de la estrategia que precisaba su encargo actual: vigilar la capilla de los Tremere, el único bastión que le quedaba a la Camarilla en la capital de los Estados Unidos. O, al menos, el único del que el Sabbat tuviese constancia. Seguramente habría mortales en la ciudad que aún siguiesen bajo el control de sus amos Ventrue, senadores y congresistas que querrían saldar favores, ghouls burócratas que, según dictasen las circunstancias, engrasarían o atascarían las ruedas de la maquinaria gubernamental.

Tómese, por ejemplo, el alboroto que se había adueñado de la ciudad el mes anterior, que había obligado al Sabbat a extremar la cautela a la hora de eliminar a los grupos ocultos de resistencia de la Camarilla. ¿Cómo si no se explicaba eso? ¿Y el hecho de que no hubiesen sido tropas federales las encargadas de sofocar los altercados, como habría sido de esperar, sino unidades de la Guardia Nacional de Maryland?

Una simple cortesía, aseguraban los poderes encargados a sus ciudadanos. Con las fuerzas armadas menguadas por culpa de los destacamentos de paz asignados a Bosnia, Kosovo o cualquier otro sitio, parecía perfectamente razonable que se utilizara una fuerza ya preparada y lo más cerca posible de las recientes revueltas civiles. Además, el acuerdo no era expresamente inconstitucional… y tal y cual. Los seguros de la propiedad estaban en boca de todos.

Claro está que Parménides y los de su clase disfrutaban de la ventaja que les proporcionaban ciertas fuentes de información internas a las que el público general (léase mortal) no tenía acceso. Pocos ciudadanos creerían, por ejemplo, que los tumultos en cuestión, así como los alborotos que los habían precedido a lo largo de la costa este, eran principalmente el resultado de una lucha de poder entre sectas enfrentadas de criaturas de la noche. Añádase, además, que el príncipe Vitel de Washington había huido hacia el norte para exiliarse junto al príncipe Garlotte de Baltimore, y el saldo de favores que habían originado los alborotos de la capital no tardaba en volverse evidente.

Y esto era sólo un ejemplo. Puede que el Sabbat se hubiese hecho con el control de las calles en Washington, pero no resultaba tan sencillo tomar al asalto los salones del poder, y ahí era donde estribaba la esencia de la influencia de los Ventrue.

Si ese retorcido y orgulloso clan constituía la columna vertebral de la Camarilla, y los insolentes Brujah eran el músculo, entonces los malditos Tremere serían los dientes y los colmillos; ése era el clan que acaparaba toda la atención de Parménides en aquellos momentos.

Se encontraba camuflado entre los macizos al otro lado de la calle de la Casa del Octágono, una pintoresca reliquia «histórica» en una nación demasiado joven como para tener historia, ni para comprenderla del todo. El significado histórico de aquel edificio palidecía en comparación con el valor estratégico que poseía para las dos sectas en lid, puesto que bajo la estructura se hallaba la guarida de los Tremere.

Así que Parménides aguardaba y vigilaba.

Puede que los brujos entrasen y saliesen por medio de la hechicería, quién podría saberlo, pero la vigilia del Sabbat ya había dado sus frutos. Durante las diez semanas transcurridas desde la incursión de las fuerzas de la secta en la ciudad, se habían capturado y eliminado varios lacayos humanos y ghouls de los Tremere. También había dos entradas a la capilla, otrora secretas, que se habían descubierto en los bloques que rodeaban la Casa del Octágono y ya se habían sellado. Aquellas bajas insignificantes no iban a acabar con los brujos, pero la constancia de la presión quizá diese como resultado oportunidades más significativas.

La destrucción de los Tremere. Aquélla era una perspectiva que agradaba a Parménides, aunque habría preferido una estrategia enfocada de modo algo más activo, o al menos un papel más directo para él en la misma. Tras haber pasado varias semanas tan cerca de la dama Sascha Vykos, ahora parecía relegado a los interiores del trabajo de vigilancia, aunque no escasearan los rufianes del Sabbat necesarios para guarnecer aquella franja del perímetro. Vykos debía de tener algo más de acorde con sus habilidades particulares, pero había delegado en él muy pocas responsabilidades añadidas desde el encargo de Chin, impecablemente ejecutado en Baltimore. Parménides había llegado a la conclusión de que la mujer quizá no las tuviera todas consigo a la hora de emplear a un asesino tan experimentado. Aun cuando aquella idea le había pasado por la cabeza, tenía que reconocer, a pesar suyo, que no era más que una bravata de postín que se evaporaba de inmediato en presencia de Vykos. Maldita fuera.

Una vibración en el interior de uno de los muchos bolsillos de la holgada chaqueta de Parménides rompió la monotonía de la noche y llamó su atención, además de recordarle la otra tarea a la que Vykos lo había relegado. Sin hacer ruido, Parménides se arrastró hacia atrás para apartarse de los macizos. Había otros centinelas de guardia, no le echarían de menos. Se alejó de la Casa del Octágono a una distancia desde la que no tuviese que preocuparse por los oídos indiscretos, sacó el teléfono móvil del bolsillo, abrió la tapa del aparato y presionó el botón del comunicador.

Esperó otro rato a que el repiqueteo de la señal se estabilizara.

—¿Diga?

—Buenas noches. —Como de costumbre, la voz de su interlocutora exudaba un tono cruel y burlón, como si estuviese haciéndole un favor dignándose llamar.

—Ah. Doña Lucita. Es un placer oír su voz —mintió Parménides, con tanta educación como falta de subterfugio—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Una menudencia, en realidad. —Mantenía la vana cordialidad sin problemas—. Me preguntaba si podría proporcionarme el más leve indicio del paradero de un objetivo durante las próximas noches.

Parménides vaciló. Sus instrucciones lo impelían a facilitarle a Lucita cuanta información le fuera posible sin revela la identidad de su jefa ni la suya propia. El revelar una familiaridad tan íntima con el itinerario del arzobispo Borges podría confirmar cualquier sospecha que ya albergara.

—¿Cómo iba a saber yo tal cosa, doña Lucita?

—Porque quienquiera que sea el que mueve tus hilos lo sabe, ¿a que sí? No estoy tan ciega como para no ver lo que tengo delante. ¿Quién es? ¿Polonia? ¿Vykos? ¿Uno de eso estúpidos gordinflones de México?

Parménides volvió a guardar silencio. Lo que lo desconcertaba no era tanto la rudeza de Lucita como su despreocupación a la hora de hacerle partícipe de lo que sabía y de lo que no. Cualquiera esperaría algo más de discreción de un Lasombra. Puede que sus comentarios fuesen una cortina de humo, un intento por hacerle creer que sabía menos de lo que en realidad se trataba, y que estuviese más que a corriente de quién era su jefa. Aunque, en tal caso, ¿por qué no desviar todas las sospechas y no mencionar aquel tema en absoluto? ¿Se trataría de una doble finta, o es que de verdad era así de impetuosa?

—Me temo que no tengo ni idea de lo que me está hablando, señora —contestó Parménides, sereno—. Lo siento de veras.

—Yo también siento de verás que seas así de mentiroso, —fue la acerba respuesta—. Así que dime, ¿por dónde va a andar?

Parménides esbozó una sonrisa. Por lo menos aquello respondía a su pregunta, era lo suficientemente presuntuosa como para creer que conseguiría hacer mella en él por medio de insultos.

—Dentro de dos semanas, probablemente Hartford sea un coto de caza que le gustaría visitar. Confío en que esta información sea suficiente.

—No te voy a engañar: No, no lo es, pero tendré que apañarme. Muy bien. Gracias por tu consideración.

—El placer es mío —volvió a mentir Parménides, antes de apagar el teléfono—. Y que Borges te coma el corazón para desayunar.

Parménides poseía más información y podría haberla compartido con ella, pero no se sentía impulsado a facilitarle el trabajo en demasía. Hete ahí uno de los peligros que entrañaba el enemistarse con un contacto sin ningún motivo, una sencilla lección que todo asesino debería saber, y que todo Assamita sabía.