Lunes, 30 de agosto de 1999, 21:12 h
Catacumbas, iglesia de San Nicolás de los Servitas, Madrid, España
«Mea culpa». ¡Zas!
La cuerda aguijoneó la carne; los fragmentos de vidrio insertados con cuidado a lo largo del flagelo laceraron la piel.
«Mea culpa». ¡Zas!
Y también el hombro derecho.
«Mea maxima culpa». ¡Zas!
El cardenal Ambrosio Luis Monçada se encontraba medio sumergido, desnudo, en la pequeña piscina, lo suficientemente grande como para albergar a tres o cuatro hombres, siempre que ninguno de ellos fuese Monçada. En aquel momento, aunque la enorme bañera había albergado menos de la mitad del volumen de agua para el que había sido diseñada, el líquido rebosaba los bordes a cada movimiento del hombre. La sangre comenzaba a perlar la superficie de su espalda.
«Mea culpa». ¡Zas!
«Mea culpa». ¡Zas!
«Mea maxima culpa». ¡Zas!
Mantenía un ritmo que hubiese matado enseguida a un mortal, que hubiese conducido a más de un cainita a la fatiga, y más allá, quizás incluso al letargo. Pero Monçada albergaba en su corpachón un pozo de devoción y determinación que los demás jamás podrían comprender.
«Mea culpa». ¡Zas!
Sabía, tanto por el tacto como por el sonido, si el flagelo mordía una llaga ya existente o zahería la carne aún intacta. ¿Cómo podría considerar sincero su acto de contrición si seguía encontrando piel inmaculada? Las primeras horas siempre eran las más frustrantes. Su vitae tenía la desafortunada costumbre de regenerar los pedazos de carne que perdía. Al final, no obstante, esa circunstancia no conseguía sino impulsarlo a redoblar sus denuedos, a alcanzar cotas de sacrificio aún más altas, a fin de humillarse como se merecía ante los ojos de su Creador.
Transcurría la noche. El staccato de chasquidos del cuero al restallar contra la carne impía medía el paso del tiempo igual que el tictac de un péndulo, rítmico, constante, desgranando el invariable fluir de las horas que separaban el presente del pasado. Hacía años y más años que había sido el dolor lo que impulsara a Monçada; ese dolor abrasador, que abotargaba la mente, que marcaba a fuego su carne miserable y lo eximía de orgullo, de todo pecado. Aquéllos habían sido sus días como mortal, cuando perdía el conocimiento en brazos de la agonía o, en años posteriores, del agotamiento. Aquéllos habían sido los días anteriores a su Abrazo, antes de la mayor de las recompensas a una vida espiritual.
Con la noche sin fin vino la certeza infalible de su propia condena, así como la capacidad física que le permitía traspasar todas las fronteras del dolor tal y como él lo había conocido. Monçada llegó a darse cuenta de que la venganza de Dios sobre el pecador resultaba tan liberadora como la gracia de Dios sobre el santo. Quizá incluso más.
El bálsamo de la redención le estaba prohibido al alma lacerada de Monçada.
«Mea culpa». ¡Zas!
En su lugar, no quedaba sino el límpido azote de la predestinación.
Durante aquellos primeros años embriagadores, había llegado a pasar noches enteras, en ocasiones incluso días, resistiendo la llamada del sol, deleitándose en el éxtasis de su tortura, y su oculto placer no había conseguido más que fortalecer su mano. Exploró la eficacia del ayuno, privándose de sangre a conciencia pues, ¿acaso no era toda aquella sangre sino el sustituto de la sangre de Cristo, de la cual no era digno?; y después, por medio del cuero y el vidrio, extraía su propia vitae haciéndola brotar de la carne, un acuífero filtrante, purificador y espiritual.
Con el tiempo, consiguió trascender el dolor físico. El cuerpo se sumía en la nada y lo veía por lo que en realidad era. Si bien poderoso en términos terrenales y propulsado por la maldición de Caín, su forma no era sino una corteza hueca, donde todas las noches de su no vida eran tan sólo la condena de la carne. En aquellos eternos momentos de epifanía, Monçada veía que su juicio, auténtico y eterno, aún estaba por venir. No sería hasta el fin de los tiempos que sabría lo que era la verdadera degradación. Al llegar las Noches Finales, se revelaría el negro cáncer que devoraba su alma. Las aves carroñeras se alimentarían de su corazón y los gusanos consumirían sus ojos y su lengua. Ardería en las llamas del infierno mucho después de que su cadáver inanimado hubiese quedado reducido a polvo. Y, en ese día glorioso de su tortura definitiva, habría servido a Dios. Pues no podía existir el bien último sin la pura aberración, no se salvaban los santos sin la condena de los pecadores.
«Mea maxima culpa». ¡Zas!
Esa noche, no obstante, Monçada estaba distraído, e incluso las horas de disciplina habían fracasado a la hora de erradicar los pensamientos intrusos. Detuvo la flagelación y se sumergió en la bañera, lo suficiente como para que el agua salada bañase las llagas que le cubrían los hombros y la espalda. El fuego se extendió de nuevo por todas las fibras de su cuerpo. El dolor le dio fuerzas de flaqueza mientras los jirones y trozos de carne ascendían flotando hasta la superficie de la pequeña piscina. El agua se espesó y oscureció al mezclarse con las gotas de sangre.
Mas seguía sin poderse abstraer del presente de la cámara de baños. No conseguía alzarse y alcanzar aquel bendito estado donde le sería revelado su destino final. Sus oídos captaron el cenagoso sonido del agua al salpicar; se lo imaginó como un coro de ángeles, o como las voces de los fieles en las misas trasnochadas celebradas en su iglesia, decenas de metros por encima de aquel laberíntico refugio. Sus ojos aún podían ver los frescos que adornaban las paredes de la bañera: Eva, mujer maldita, tentando a Adán con el fruto del árbol del bien y del mal; aquellos primeros amantes, azorados por su desnudez, antes de ser expulsados del Edén; Abel, dador de ofrendas inmoladas, muerto a los pies de su hermano.
Pero Monçada seguía sin poder escapar del ahora. No conseguía sumirse por completo en el ritual de la carne y la sangre. Ni siquiera las aguas purificadoras conseguían que la epifanía cayera sobre él.
¿Cuál era el motivo? ¿Qué era lo que podía distraerlo de aquel modo e interferir con su sagrada contemplación? ¿Qué era lo que casi siempre tenía la culpa cada vez que se sentía así de perturbado? Lucita. Su hija. La rosa negra que, Monçada estaba seguro, se convertiría una noche en su corona de espinas. El recuerdo de su nombre lo hería más profundamente que el agua salada cuando empapaba las pústulas de sus carnes abiertas. Ella era su creación mas, llegados a este punto, no había conseguido controlarla, no había llegado a poseerla por completo.
—Mea culpa —musitó ante la idea de poseerla por completo, ante la idea de verla inclinándose ante él, besándole los pies. Recordó la noche que había espiado a través de la mirilla mientras Lucita posaba, reticente, y Vykos esculpía sus dobles, primero en negro, luego en blanco, para sumarlos a las piezas del tablero de ajedrez de Monçada. Se acordó de la línea de aquellos hombros descubiertos mientras se vestía con el opulento vestido… de la curva de su columna, de su espalda desnuda…
«Mea culpa».
Mas el anhelo que sentía hacía ella entrañaba mucho más que le mera codicia carnal. Podría sojuzgar su voluntad, si tal fuera su deseo; podría quebrar su talle como si de una rama seca se tratara, o invocar sombras más oscuras que la noche para arrastrarla a recónditos lugares en las entrañas de la tierra de los que jamás conseguiría emerger. No obstante, jamás haría tal cosa, puesto que había llegado a la misma conclusión que tantos teólogos cristianos postularan a lo largo de los siglos: no existía la auténtica adoración privada del libre albedrío. Un autómata no podía constituir un adorador digno. Monçada había creado a la hija pródiga a su imagen, espiritual, ya que no físicamente, y la había provisto de la capacidad para desafiarlo a fin de que, con el tiempo, pudiera llegar a glorificarlo como era debido. Lo adoraría. La poseería, en cuerpo y alma, y se deleitaría en su adoración.
«Mea maxima culpa».
Con un suspiro, Monçada alzó de nuevo su cuerda… pero se detuvo, con el flagelo balanceándose en el aire ante sus ojos.
—Alfonzo —llamó el cardenal, al escuchar el ruido que indicaba el acercamiento de alguien por el pasillo del exterior de la cámara.
Una de las dos pesadas puertas de madera de roble de la sala se abrió con un quejumbroso lamento. Alfonzo, humillada la mirada, dio un solo paso para penetrar en la cámara de baños. Vestía el uniforme oscuro de la legión personal de Monçada, la fuerza de elite creada para contrarrestar a la temida Mano Negra del regente.
—Su eminencia —dijo el capitán de la guardia—. Solicitasteis que se os informara de inmediato al respecto de cualquier noticia relativa a vuestra… vuestra hija.
—Así es. No creo que sea necesario recordarme mi propia orden —repuso Monçada con voz glacial, mientras retorcía el mango de la cuerda, tensándola en su puño. Le enojaba la vacilación del legionario a la hora de mencionar a Lucita. No le correspondía a Alfonzo la prerrogativa de aprobar o desaprobar la relación de Monçada con su chiquilla, tanto si el cardenal quería considerarla su hija, su esclava o su concubina. Aquello no era de la incumbencia de ningún inferior. Vallejo siempre había comprendido y acatado la importancia de aquel hecho. Con Vallejo y el primer escuadrón ocupados en el Nuevo Mundo, no obstante, la dirección de la mitad del escuadrón destacado para salvaguardar el hogar recaía sobre Alfonzo. Hasta la fecha, Monçada no se sentía impresionado en absoluto. Alfonzo, al igual que tantos hombres de armas, resultaba competente cuando se le permitía el lujo de seguir órdenes, por lo general procedentes de Vallejo; pero cuando se veía obligado a hacer gala de la propia iniciativa, el segundo al mando carecía del juicio y de la confianza que se le suponían a un líder.
»¿Cuáles son esas nuevas? —espetó Monçada.
—Ha eliminado a otro miembro del Sabbat… un tal Peter Munro, en Delaware.
—Munro —repitió Monçada—. Me suena ese nombre. Un traficante de armas.
El cardenal reflexionó durante unos instantes acerca de lo que sabía sobre la red mundial de distribución de material bélico del Sabbat. Los detalles, claro está, quedaban más allá de lo que podría llegar a conocer nadie, pero guardaba multitud de hechos en mente, puesto que la única máxima aún más cardinal que conoce a tu enemigo a la hora de enfrentarse a las pugnas nocturnas de la Yihad era conoce a tus supuestos amigos.
—Munro. Eso provocará alguna que otra dificultad —concedió Monçada—, aunque sólo de naturaleza pasajera. Además, el gusto de Lucita es impecable, por lo general. Sospecho que este tal Munro era un muchacho displicente al que era necesario eliminar.
—Sí, su eminencia.
Monçada fulminó a Alfonzo con la mirada. Lo que menos falta le hacía al cardenal era un polluelo que se sintiese obligado a dar su conformidad ante cualquier pensamiento expresado en voz alta. Como si Monçada desease la opinión de nadie, sobre todo las que nacían de una obsequiosidad perpetua.
—Eso es todo, Alfonzo.
—Sí, su eminencia.
Una vez se hubo cerrado la puerta, Monçada permaneció sentado durante un rato, meditabundo, con las tiras del flagelo apretadas contra sus labios fruncidos. A intervalos, su lengua asomaba entre aquellos labios, tanto para reclamar alguna que otra seductora perla sanguinolenta de las muchas que había ofrecido en sacrificio, como para lacerarse entre los fragmentos de vidrio que tachonaban el cuero. Su mente apenas registraba aquella intermitencia de titilación y mutilación. Sus pensamientos caían arrastrados, de nuevo, hacia su chiquilla, su hija pródiga.
A Monçada le importaban bien poco las bajas aleatorias del Sabbat que Lucita decidiera erradicar… no tan aleatorias, se corrigió. Líder de manada, cacique bélico, traficante de armas. Sus blancos, hasta la fecha, obstaculizaban en cierto modo la causa del Sabbat en Norteamérica, en especial la pérdida del suministro de armas vía Munro, hasta que pudiera ser reemplazado. Pero todos podían ser reemplazados. El efecto más significativo, apreció Monçada, era el que sus víctimas pareciesen lo suficientemente aleatorias como para que hasta el último miembro del Sabbat, desde el último líder de manada hacia arriba, se preguntara antes o después si él sería el siguiente. Tal inseguridad que, como mucho, le proporcionaba a la Camarilla una sutil ventaja psicológica, sugería que alguien entre sus filas había contratado a Lucita.
También mostraba lo desesperados que estaban.
Los asesinatos no bastarían. Incluso aunque Lucita lograse destruir a uno de los arzobispos, el avance del Sabbat sólo sufriría un retraso, no se detendría. En aquellos momentos, tan sólo un puñado de ciudades del este de los Estados Unidos seguía aún en manos de la Camarilla.
Además, ¿dónde encajaban aquellas noticias acerca de las actividades de Lucita en nombre de la Camarilla con los rumores enfrentados que había recibido Monçada a propósito de que uno de los suyos había sojuzgado a su hija para que destruyera a un arzobispo? Monçada sabía que las consideraciones no llegaban a contradecirse tanto como se superponían.
El cardenal se metió un trozo de cuerda en la boca y la mordió. El cristal se molió satisfactoriamente entre sus dientes. Luego apretó la lengua contra el filo aserrado, rozándolo hasta que la vitae comenzó a llenarle la boca.
Monçada se irguió. El agua resbalaba sobre su inmenso corpachón hasta derramarse en el interior de la bañera, teñida de sangre. Al incorporarse, se apoderó de él un leve mareo. Eran varias las noches que llevaba ayunando, preparándose para la sangría de esa noche. A la noche siguiente se alimentaría y sentiría cómo la fuerza regresaba a su cuerpo purificado. Hasta entonces y aún después se preocuparía, no de los asesinatos, puesto que al final no conseguirían gran cosa; ni de los rumores que apuntaban a alguno de sus arzobispos como traidor, puesto que la ambición era la ley en el seno del Sabbat. Como cualquier padre, se preocuparía por la seguridad de su hija, puesto que el cardenal había enviado al miembro de su clan, Talley el Sabueso, a enfrentarse con ella, y el asesino inglés convertido en guardaespaldas jugaría duro. Monçada albergaba la sospecha de que Lucita, como poco, sobreviviría. Pero un padre nunca dejaba de preocuparse.