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Domingo, 29 de agosto de 1999, 9:46 h

Cámara del día, Alamut, Turquía oriental

La ilaha illa ’l-Lah. No hay otro dios sino Dios.

Wa Muhammadan rasula ’l-Lah. Y Mahoma es el mensajero de Dios.

Hacía varias horas que Fátima había completado sus oraciones del subh, ese momento en el que el cielo se ilumina sin que el sol haya despuntado aún por el horizonte. Para los mortales, ese momento señala el comienzo, la resurrección tras la noche; para los suyos, era la hora de retirarse, de esconderse del día. Tal era la voluntad que Dios había dispuesto para Haqim y su progenie: que no volviesen a sentir el calor del sol ni a ver los colores del arco iris tras la tormenta; que, al igual que la araña devora al insecto, y el gorrión a la araña, y el halcón al gorrión, los hijos de Haqim desterraran una noche a las criaturas de la tierra que se alimentaban de sangre humana.

Salla-l-Lahu ’ala sayyidina Muhammad. Que Alá bendiga con Sus oraciones a nuestro señor Mahoma.

Al-salamu ’alaykum wa rachmatu ’l-Lah. Que la paz y la misericordia de Dios estén con vosotros.

Las palabras de salah solían reconfortar a Fátima, solían conducirla en paz hacia aquel descanso que no era igual que el sueño, pero esa mañana la paz de Dios parecía muy lejana, como un forastero que recorriese distantes caminos.

«Durante las horas de sol, ¿descansas en paz?». Quizá fuesen las palabras de al-Ashrad lo que pesaba sobre su corazón. «¿No hay sueños?». No había sueños. Aquel día, tampoco había descanso. La ausencia de sueños mantenía su cabeza tan ocupada como lo hubiese estado de haberlos, porque el amr había dado a entender que debería tener sueños, o que los tendría, sueños que le dirían si debía traicionar a su Dios a fin de permanecer fiel a su sangre. ¿Cómo habría de responder a aquellos sueños si llegaban a visitarla? ¿Cómo podría?

Fátima sentía la tentación del olvido, la llamada del día, pero no encontraba la respuesta. Aquello tiraba de ella igual que una gran mano salida de los lugares más oscuros de la tierra para llevarla consigo, pero se encontraba firmemente anclada en el mundo de la vigilia. Sentía cada giro de cada hebra de la esterilla sobre la que apoyaba la espalda y, aunque tenía los ojos cerrados, podía ver hasta la más ínfima depresión de todas y cada una de las rocas que componían el techo, el suelo y las paredes.

Aun cuando consiguió dejar de pensar en los sueños, otras palabras de las que pronunciara al-Ashrad aquella noche hacía semanas seguían atormentando a Fátima. «Al igual que fracasaste con la chiquilla, así fracasó tu sire con el sire». El eco de aquellas palabras retumbaba con el estruendo de los cimbales, destruyendo su paz.

«Monçada, no la chiquilla».

Pero daba igual lo mucho que Fátima intentara engañarse a sí misma, la enviaban a por ambos, la enviaban a eliminar la mancha, no sólo del fracaso de su sire, sino también la del suyo. Tiempo al tiempo, se dijo. Lo primero es lo primero.

«Monçada, no la chiquilla. Aún no».

Sin embargo, era la chiquilla la que había ocupado los pensamientos de Fátima durante siglos. Lucita.

Cuánto hacía de aquello, qué jóvenes en muerte habían sido ambas cuando se conocieron, cuando lucharon por primera vez. Fátima había confiado en exceso en sus propias habilidades. Al fin y al cabo, ¿no era ella la primera de su sexo Abrazada por los hijos de Haqim? ¿Acaso no habían convencido su pasión y su talento a los temibles asesinos de que se merecía un lugar en sus filas, a pesar del perverso capricho del destino que la había engendrado como mujer? Eran aquéllas las noches en las que escalaba con paso firme las peñascosas laderas de Tierra Santa, cuando estaba decidida a demostrarle a la hermandad que no sería la segunda por detrás de ninguno de ellos.

Fátima y Lucita se habían conocido en la tierra del Cristo. Para una era el profeta, para la otra, el Mesías. Aquella distinción las convertía en enemigas a muerte. De haber coincidido en España en vida, seguirían habiendo sido enemigas: la protectora vengadora de los almohades y la hija de un rey cristiano.

Fátima se había acercado a Lucita directamente, renunciando a todo subterfugio y sigilo. La Rosa Negra de Aragón era de sangre más joven, pero combatía con un abandono indómito que había asombrado a Fátima. Desde que la luna hubo alcanzado su cenit en el firmamento hasta bien transcurrido el momento en que se hubo escondido tras el horizonte, la cimitarra restalló contra el sable, el acero repiqueteó contra el acero. Fátima era la más fuerte y la más diestra con el filo, su ataque no ofrecía tregua. Mas Lucita había convocado a las tinieblas en su auxilio, un ejército de sombras que distraían y paraban. La mora segaba celemines de negros tentáculos, se mantenía un paso por delante de la oscuridad que podría abrasarla, todo ello sin detener la lluvia de estocadas sobre Lucita; a cada momento que la chiquilla de los Lasombra se veía obligada a hincar la rodilla, o acosada hasta el borde de un abismo sin posibilidad de escapatoria, las sombras acudían a su rescate. Desviaban el golpe de gracia de Fátima, o escarbaban la tierra suelta bajo sus pies, o la hostigaban con ataques de los que debía zafarse si no quería sucumbir ante ellos.

El despuntar del alba encontró a las dos combatientes buscando la garganta de su adversaria, pero ya las espadas hendían el aire con menor frecuencia, ya las sombras comenzaban a disiparse ante el inminente amanecer. Debilitadas por el agotamiento, la falta de sangre y las heridas sufridas durante la noche, cada una se enfrentaba a su destrucción a manos de un sol imparcial. La derrota era un resultado que ambas desconocían, mas Fátima bajó su espada.

—La derrota con honor no entraña vergüenza —había dicho Fátima.

—Eso es lo que tus amos quieren que creas —repuso Lucita, al tiempo que, a regañadientes, humillaba su filo.

Fue en aquel instante cuando Fátima supo con toda seguridad lo que ya sospechaba: que aquella hermosa cimbreña cristiana, tan llena de fuego, habría luchado hasta no poder ni arrastrarse, hasta que el amanecer la hubiera reducido a cenizas, antes de ceder, si ella no hubiese sido la primera en bajar el arma. El día transcurrió con ambas acurrucadas en una cueva poco profunda, resguardadas de los crueles rayos del sol. Se separaron a la noche siguiente.

Los siglos habían visto otras batallas, objetivos enfrentados que llevaban a ambas asesinas (puesto que aquello era en lo que Lucita se había convertido, una temible asesina de pleno derecho) a defender intereses opuestos. Pero cada una lograba siempre sus objetivos sin desbaratar los de la otra, sin necesidad de un enfrentamiento letal y definitivo. En cierta ocasión, Fátima había asesinado una guardia de treinta hombres junto a su barón alemán, si hubiese decidido atacar una semana antes Lucita habría sido la única guardaespaldas del noble. Las actividades de Lucita tendían a seguir un diseño similar y, aunque los caminos de ambas se habían cruzado en numerosa ocasiones, prevalecía aquella especie de consigna de vive y deja vivir. La tregua muda no era fruto del miedo puesto que Fátima no sabía lo que era y le costaba imaginar que Lucita fuese distinta de ella en aquel aspecto, sino de la admiración y el respeto… y también de algo más. Fátima nunca se había enfrentado a alguien que estuviese tan cerca de su altura; nunca había volcado todas sus energías sin conseguir su objetivo. Ni, desde el Abrazo que la arrastrara a la existencia de la noche eterna, había experimentado un día como aquél, entrelazada con otro cuerpo que, horas antes, se hubiese esforzado tanto por destruir.

Los antiguos, desde luego, no eran ajenos a aquella relación. Fátima nunca había sido capaz de ocultar su corazón a los ojos de aquéllos más fuertes en la sangre de Haqim. Quizá no supieran que Lucita y ella se habían visto en otras ocasiones, tensos encuentros donde las palabras a la defensiva terminaban por ceder el paso a una confianza a regañadientes, antes de que cada una se viera impulsada a los brazos de la otra. Puede que los antiguos no conocieran la fuerza del extraño vínculo que unía a las dos mujeres. Pero los antiguos sentían una división de lealtades, y por ello enviaban a Fátima a destruir a Lucita, para zanjar la cuestión. Fátima aún se estremecía ante los recuerdos de aquella noche, cuando no fueron las tinieblas lo que la había traicionado, sino su corazón, comprando así la supervivencia de Lucita.

En la hermandad había quienes murmuraban que, de haber cumplido Fátima con su deber, de haberse adueñado de la sangre que entraba en el trato y haber arrojado a Lucita a la Muerte Final, sería el otro vástago de Thetmes quien ocupara el trono del califa, que, mujer o no, sería ella una de los tres favoritos, de la du’at tripartita de Alamut. Había traicionado aquello por lo que había luchado con todas sus fuerzas… con todas, menos con aquella pequeña porción de su alma que no podía ofrendar a Haqim.

Por lo menos, su fracaso había garantizado la seguridad de Lucita. La Rosa Negra de Aragón había sobrevivido a la asesina, había demostrado ser digna. Así había quedado zanjado el asunto durante siglos. Hacía poco que la dirección del viento había cambiado sobre la majestuosa Alamut, impulsando nubes de tormenta que cubrían el horizonte; hacía escasas semanas que al-Ashrad había vuelto a depositar la petición de los antiguos a los pies de Fátima. En esta ocasión, su derrota no podría acarrearle más que desgracia o destrucción, y serían otros quienes heredaran el testigo e intentaran saldar la deuda, asegurarse de que Lucita era destruida. Fátima ya no podía ofrecer más protección, ni siquiera por medio del fracaso.

Lo mejor que podía hacer era retrasar lo inevitable. La destrucción de Lucita era menos urgente. «Monçada, no la chiquilla». Pero ¿por cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo podría Fátima postergar, y así garantizar, la seguridad de Lucita? Por el momento, la sentencia de muerte protegía a Lucita; nadie de la hermandad atentaría contra Monçada ni su chiquilla mientras fuesen asunto de Fátima. ¿Cuánto tiempo?

«Ha llegado la hora. Debemos allanar el camino».

Fátima se llevó una mano al pecho. Sentía el peso de la gran carga que habían depositado sobre ella, aunque nadie había entrado en la celda. Levantó la otra mano, apretó las dos con fuerza sobre su pecho, intentó cortar el aliento que no habitaba en él, intentó encontrar la paz del sepulcro, en vano. La paz la eludía. La que había conocido era prestada, robada, y ahora sus señores la reclamaban. No dos señores, sino tres: Sangre. Espíritu. Amor. Celoso, cada uno de ellos, devorador. En alguna parte, allá arriba, ardía el sol, esperando a que le llegara su turno para consumir, para reclamar el cuerpo, todos aquellos cuerpos que no eran más que polvo.

Puesta a prueba su paciencia, Fátima se irguió y se sentó, enhiesta. Estiró un brazo y asió su jambia, la cual nunca descansaba lejos de su mano. No había luz que pudiera reflejarse en su filo, pero no le hacían falta los ojos para conocer cada milímetro de la curvatura de su arma. Sostuvo la hoja plana con ambas manos, sintiendo el frío acero contra su no menos fría piel. Luego empuñó la espada con una mano y apretó el filo contra la punta del índice de la mano libre. La lámina templada penetró sin dificultad en la carne, traspasándola hasta alcanzar el hueso. Fátima rechinó los dientes, pero no se detuvo. Muy despacio, dejó que la hoja se deslizara cuan larga era su curva a fin de sajar el dedo a lo largo, luego la palma, hasta alcanzar el nacimiento de su mano. Evitó que la sangre afluyera a la herida, que sanara el nervio y el músculo, que le negase el dolor.

Habría dolor. Siempre lo habría. Ocuparse de que el dolor sirviese a una finalidad entrañaba honor. Asegurarse de que el pueblo de Dios sobrevivía y prosperaba, aquél era un propósito al que valía la pena servir, y Fátima lo había hecho en el nombre de Alá. El ver que la progenie de Khayyin desaparecía de la faz de la tierra, también ése era un noble propósito, uno al que servía en el nombre de Haqim. De qué modo podía existir conflicto entre ambos era algo que no alcanzaba a comprender. Ella no podía ver lo que veía al-Ashrad a través de su ojo diamantino. ¿Qué había sido del orbe original? ¿Conservaba el asir su recuerdo en la mente y en el corazón a fin de gobernar tan veleidosos reinos? O puede que no hubiese disputas entre ambos territorios. Fátima aspiraba a tal serenidad… a un solaz semejante al que había sentido en ocasiones en brazos de Lucita. Mas ahí, Fátima no conseguía encontrar ni propósito ni nobleza. Sólo gratificación personal, aquello que se había negado a sí misma en todo lo demás.

Apoyó ahora la hoja ancha contra su mejilla. Los sentimientos egoístas desaparecerían con la destrucción de su fuente. El sire y la chiquilla. Fátima podía ver aquel pecado en su interior. Pero ¿el otro?

La ilaha illa ’l-Lah. No hay otro dios sino Dios. ¿Pretendía Haqim anteponerse a Alá? ¿Le importaba siquiera al más Antiguo?

Fátima trazó una curva que le surcó la frente, la presión justa para marca una luna creciente escarlata. La punta de su jambia se deslizó ligeramente desde su pómulo hasta la nariz y continuó su pausado avance hasta el blando tejido del lacrimal.

La ilaha illa I-Lah.

La ilaha illa I-Lah.

¿Qué ocurría con Haqim? ¿Cómo podía albergar dudas acerca del más Antiguo y seguir a su servicio? No podía ver. La punta de la daga presionaba contra la córnea y traspasó la membrana sin dificultad. Fátima vería. Se libraría de toda duda y confusión. Por medio de su fuerza de voluntad, las derrotaría, del mismo modo que era la fuerza de voluntad lo que mantenía abiertos sus ojos. Más presión sobre el filo. Más hondo, dentro de la cuenca. Sería dueña de su mente y de su corazón, al igual que el sabio al-Ashrad, gracias a la vigilancia constante, a la dedicación incesante.

Un pequeño giro y la hoja hizo el resto. El ojo se liberó y aterrizó a sus pies. Un temblor sobrecogedor se adueñó de Fátima. Todo ella era dolor, rabia y pesar. En minutos, el ojo no fue más que polvo, nada más que un recuerdo.

El sol brillaba en lo alto cuando, en algún lugar de su delirio, Fátima encontró el descanso, ya que no la paz.