Martes, 17 de agosto de 1999, 20:59 h
Cámara del día, Alamut, Turquía oriental
Oscuridad. Cedió a regañadientes cuando hubo abierto los ojos. No había ventana alguna entre aquellos enormes bloques de piedra que permitiera la entrada de la luz de la luna ni de las estrellas pero, lentamente, la superficie de las piedras comenzó a hacerse aparente. Luego las delgadas y ordenadas hendiduras que delataban los puntos donde se tocaban los gigantescos bloques. Incluso su textura se reveló ante ella, transcurrido el tiempo necesario. La bruñida superficie del techo y los muros se veía interrumpida por alguna que otra picadura, constelaciones de negro sobre negro que salpicaban la bóveda celeste interior.
Por un brevísimo instante, Fátima se aferró al reconfortante olvido que era su descanso, pero la niebla se disipó en su cabeza incluso antes de que la oscuridad se hubiese asentado en los familiares diseños de gris, negro y púrpura. Rápida de mente, fuerte de espíritu; así había sido siempre. Infalible al servicio de las necesidades de los suyos.
Pasó las piernas sobre la losa de piedra y se sentó, enhiesta, sobre su rígido lecho. No había sábanas que apartar de un puntapié. Aquélla que había escalado la montaña no sentía miedo ni frío. Ninguna almohada, ningún tejido, ni tosco ni delicado, adornaba su cama. El día, por necesidad, era tiempo de descanso, tiempo para que la sangre de Haqim sanara el cuerpo cuando fuese necesario, mas convertir aquellas horas en un lujo suponía poner el pie en la senda de la pereza. Malgastar una hora, incluso un minuto, te apartaba del auténtico camino, el camino de la hijra, en el cual podrías haber avanzado otro paso. Para quien había decidido caminar a través de la noche eterna, los minutos desperdiciados se convertían en horas desperdiciadas, y éstas a su vez en años desperdiciados, años que podrían haberse empleado al servicio del Antiguo, y de la ikhwan, la hermandad. ¿Durante cuántos años más habrían padecido los hijos de Haqim bajo la maldición de los brujos kafir si el sabio al-Ashrad no se hubiera dedicado con tanto encono a acabar con ella?
Fátima se incorporó de su losa. Se quitó la ropa igual que una serpiente muda de piel y se cubrió con una túnica limpia de color blanco, antes de cruzar la diminuta celda en dirección a una palangana de cerámica. En la oscuridad, el agua del interior del recipiente yacía en calma, semejante al aspecto que ofrecería uno de los grandes lagos salinos del desierto visto desde la cima de una montaña a kilómetros de distancia. Cuando hundió los dedos en aquel mar, dunas concéntricas surcaron la inmensa superficie. El agua que le salpicó el rostro se había contagiado del frescor de la noche, pero no igualaba la frialdad de su marfileño cutis. Purificado el rostro, se lavó metódicamente las manos y los antebrazos. Una racimo de gotas se adhirió al descolorido tejido cicatricial de su brazo derecho, una pálida marca del veneno que sólo el tiempo, si acaso, conseguiría borrar. Se secó con una toalla áspera antes de dirigirse a su templum, frente a la diminuta alcoba orientada hacia el sur, donde se entregó a la oración silenciosa. El intrincado entretejido de la alfombrilla de las plegarias, sobre la que Fátima se encontraba genuflexa, se perdía en las tinieblas.
Alzó las manos abiertas.
—Allahu akbar.
Unió las palmas.
—Bendito sea Alá, señor de todos los mundos, el más benévolo, piadoso, rey del día del juicio. Sólo a ti adoramos y sólo a ti pedimos ayuda. Guíanos por el buen camino, por la senda de aquéllos a quienes has bendito, no la de aquéllos que se han extraviado. Pues Dios es uno, el Dios eterno, el que ni engendra ni fue engendrado, sin igual.
Fátima se inclinó desde la cintura y apoyó las palmas de las manos sobre las rodillas.
—Allahu akbar. Alabada sea la perfección de mi Señor el más grande.
Volvió a enderezarse.
—Allahu akbar. Allahu akbar —repitió, tras postrarse sobre la esterilla. Tocó el suelo con la frente, antes de sentarse sobre los talones, con las manos recogidas sobre el regazo—. Allahu akbar. —Luego repitió por segunda vez, postrada, rendida ante Dios—. Allahu akbar.
Completa una rak’ah, Fátima recitó su plegaria dos veces más. Los momentos transcurrían a medida que pronunciaba las palabras rituales del salah. El sonido de su voz, de su fe dada forma, abarcaba los siglos ya pasados; apelaba a su sentido de lo que fue, y ella fue de nuevo lo que había sido en su día; una joven, una muchacha, rendida ante Dios, ofrendándose a sí misma ante Él con la esperanza de que pudiera ser digna de defender a su familia, a su hogar, de los kafir. En aquellos días de inocencia, había visto y sufrido en sus carnes los estragos de los bárbaros mortales, pero había pasado por alto a los monstruos que se arropaban entre los mantos de oscuridad que dejaban los cristianos a su paso, había pasado por alto a las auténticas bestias, criaturas de sangre y muerte infinita para quienes los mortales no eran sino meros títeres. Ahora sabía más cosas. Muchas más. Pero nunca se rindió ante la desesperación.
Inmersa en la serenidad y la entrega del salah, Fátima volvió a ser aquella chiquilla inocente, como siempre lo había sido, devota de Dios, instrumento de Su voluntad.
La ilaha illa ’l-Lah. No hay otro dios sino Dios.
Wa Muhamadan rasula ’l-Lah. Y Mahoma es el mensajero de Dios.
Ni todos los años transcurridos desde aquel entonces, ni toda la arena que azota la faz del desierto, la habían podido despojar de aquello. Era Fátima al-Faqadi, llamada así en honor de la hija del profeta.
Salla-’l-Lahu ’ala sayyidina Muhammad. Que Alá bendiga con Sus oraciones a nuestro señor Mahoma.
Al-salamu ’alaykum wa rahmatu l-Lah. Que la paz y la piedad del Señor estén con vosotros.
Fátima había subido a lo alto de las almenas y se encontraba pasando revista a los fida’i cuando el mensajero dio con ella. El cielo aparecía despejado esa noche, una oscura cúpula de éter que parecía extenderse no mucho más allá de las cumbres circundantes y las acercaba a Alamut con su abrazo. El Nido del Águila resultaba casi inaccesible, salvo por una ruta que atravesaba las traicioneras gargantas y quebradas. Cientos de metros más abajo, asesinos de más edad y demostrada valía que los fida’i patrullaban un perímetro de varios kilómetros y controlaban cualquier acercamiento. Además, los velos místicos tejidos por los amr, los más consumados hechiceros Assamitas, ocultaban la fortaleza montañosa a los ojos de la tecnología y lo arcano, a los satélites espías y a los brujos por igual.
El capitán de la guardia y aquéllos a su cargo habían cumplido con su cometido relativamente bien. En opinión de Fátima, no obstante, aún quedaban muchos aspectos por mejorar. Aunque resultaba improbable que los guardias llegasen a enfrentarse jamás a verdaderos intrusos, el destacamento, en lo que a formación y disciplina se refería, no era algo que los antiguos se tomaran a la ligera. Gran parte del tiempo de un asesino, de hecho la mayoría de las horas que empleaba dedicado a su vocación, consistía en observar y esperar. La vigilancia constante era algo esencial. Las habilidades de observación debían dominarse con tanta maestría como las referentes al armamento, a los venenos o al disfraz.
Fátima preguntó a diversos miembros de la guardia, inexorable, acerca de incontables detalles que una mente distraída habría pasado por alto: el número de rondas que comprendía su recorrido por la sección de las almenas que les habían asignado, el descenso aproximado de las temperaturas previsto para la próxima hora, los nombres de ciertas estrellas y constelaciones, cambios en la dirección del viento… La estimación por parte de un neonato de la altura a la que se elevaba la cima de una montaña vecina no satisfizo a Fátima. Ésta le ordenó que escalase hasta la cumbre.
Los fida’i respondieron de forma satisfactoria a la mayoría de las preguntas. Aunque resultaban relativamente jóvenes dentro de la sangre, aquellos chiquillos honraban a Haqim. De no haber sido así, jamás habrían conseguido llegar hasta donde estaban. Todo comenzaba con el intenso proceso de seguimiento, mucho antes de que ningún mortal supiera que lo estaban vigilando, separando de manera inflexible el grano de la paja. Sólo los candidatos sobre cuyo potencial no existiera ninguna duda llegaban a atisbar los misterios más superficiales de la Senda de la Sangre, y sólo aquéllos que recorrían con paso firme el camino que habría de conducirlos a la consecución de aquel potencial, tras varios años de estudio como mortales y ghouls, llegaban a iniciarse en la hermandad… donde perdían la virginidad alimentándose de aquellos candidatos de menos valía junto a los que se habían formado.
El mensajero permaneció en las inmediaciones, paciente, sin dar un paso al frente hasta que Fátima hubo completado su inspección. Pese a la rubicunda apariencia de su rostro moreno, Fátima sabía que el mensajero pertenecía a la familia Marijava y que era un ghoul que llevaba más de cuatro siglos sirviendo con total fidelidad al servicio de Amr al-Ashrad, hechicero supremo de los hijos de Haqim.
—El amr hablará con vos —anunció el mensajero, con la vista humillada en actitud deferente hacia Fátima.
Ésta asintió con un gesto seco y comenzó a cruzar las almenas de inmediato. El mensajero reanudó su marcha tras ella. El califa seguía sin responder a sus solicitudes de audiencia; ni siquiera había vuelto a ver a Elijah Ahmed desde el ataque del kurdo. Quizá el amr quisiera hablar con ella acerca de aquel asunto. Fátima, aunque respetaba las formalidades del protocolo, no estaba acostumbrada a verse postergada durante semanas, ni siquiera por miembros del du’at.
El mensajero y ella descendieron una empinada serie de escalones, bajo la nocturna techumbre alpina, antes de adentrarse en la propia montaña y atravesar pasillos excavados en la roca, inmersos en los sonidos de diversas actividades: el repiqueteo del metal contra el metal; gruñidos de agotamiento, frustración y dolor; el estrépito de los cuerpos al estrellarse contra la piedra. Por todas partes, en cada estancia que cruzaban, había fida’i practicando. Agudizaban sus habilidades con la hoja y la porra. En la Sala de Ikhwan, un grupo ensayaba presas y llaves. A medida que Fátima y su escolta descendían, el apagado sonido de las armas de fuego llegó a sus oídos; el estruendo podría haber procedido de kilómetros de distancia, mas no se daba el caso. Las prácticas de tiro tenían lugar allí, en la montaña. Varias décadas en el pasado, una enorme estancia se había convertido en un campo de tiro, donde los hechizos entretejidos a su alrededor acolchaban la reverberación de las explosiones. Con la muerte, al igual que con cualquier otro arte o profesión, el tiempo y la tecnología aportaban cambios. Los puristas habían puesto la voz en grito en su día ante la ballesta y el arco compuesto. Ahora, el rifle de asalto, las armas de francotirador, se contaban entre los instrumentos preferidos, y los puristas volvían clamar ante la inexperiencia de los fida’i con el arco… una acusación que, desde luego, carecía de fundamento. Fátima, entre otros, se encargaba de que no se descuidase ningún aspecto de la educación de los iniciados. Los métodos de antaño habían demostrado su valía hacía mucho, mas la humanidad nunca cesaba de pergeñar nuevas y más eficaces formas de matar.
Fátima continuó descendiendo, hasta que pronto fue el sonido de dos pares de pisadas lo único que despertaba ecos efímeros en la roca. Los denuedos del combate dieron paso al añejo silencio de incontables épocas. Allí el aire resultaba ligeramente más cálido, ajeno a las fluctuaciones de la temperatura del exterior. Poco era aquello capaz de sobrevivir en las profundidades de Alamut, como pocos eran los miembros de la hermandad que habían conseguido hollar la piedra que constituía el corazón de la montaña.
Llegaron ante una puerta de madera, recia y majestuosa, una de las pocas que se alzaban a lo largo de los traicioneros senderos de la fortaleza. Fátima aguardó, el porte firme, la barbilla al frente, mientras el mensajero asía la enorme anilla de metal y abría la puerta, antes de traspasar el umbral. Transcurrieron varios minutos. Al cabo de cierto tiempo, el ghoul regresó para conducir a Fátima a través de una serie de estrechos pasillos que los condujeron ante la estancia adecuada. Allí la dejó a solas, erguida ante la trémula cortina de seda azul celeste que ocupaba la arcada de piedra. Fátima apartó el velo a un lado con delicadeza y entró en la cámara.
Al-Ashrad estaba sentado a no mucha distancia, al otro lado del cuarto, cuyas paredes aparecían cubiertas de estantes. Era él un diamante de excepción en medio de los carbones con cuyo color se identificaban las pieles de sus hermanos, mientras que la suya refulgía como el marfil. Era un diamante auténtico lo que ocupaba la cuenca donde tendría que descansar su ojo izquierdo, incontables facetas de blanco sobre blanco encajadas en una de las profundas quebradas de la angulosa orografía de su semblante. Llevaba la cabeza afeitada sin mácula pero, más que a una cúpula bruñida, se asemejaba a un peñascoso canto rodado, maleado por el clima y el tiempo y, sin embargo, fuerte y estoico. Entre las hebras de su blanca túnica musulmana, sólo unas imperceptibles puntadas señalaban dónde terminaba la ropa y comenzaba la carne. Una de las mangas, prendida con alfileres a su hombro, estaba vacía. Ni vestía ni portaba regalía alguna propia de su oficio; la desocupada manga izquierda y el ojo diamantino componían sus únicas prendas de distinción, puesto que el brazo y el ojo, según la tradición, eran reclamadas en juicio por Haqim en persona. El célebre mago había caminado sobre la tierra durante las noches del Antiguo más Antiguo y era sangre de la sangre de Haqim. Al-Ashrad había cometido una ofensa de algún tipo, pese a lo que su valía lo había vuelto demasiado valioso como para que el Antiguo lo destruyera. Se decía que el amr llevaba milenios al servicio de Haqim.
No saludó a Fátima. Su ojo derecho, azul celeste como la cortina que ondeaba en el pórtico, miraba en dirección a ella, sin ver. Lo que observase a través del orbe diamantino, bien fuese aquella estancia u otro lugar a kilómetros de allí, siglos en el pasado o tiempos aún por venir, ella no podía saberlo. Circulaban leyendas acerca de antiguos cuyos ojos se hallaban repartidos sobre la tierra para, de ese modo, ver y hacer valer su ley en lugares donde no pisaban.
El hoyuelo de la afilada barbilla de al-Ashrad descansaba sobre su pulgar; el dedo índice le cruzaba los labios, como si exhortara a Fátima a callar antes de que hubiese pronunciado palabra. Los estantes que cubrían el cuarto se veían llenos de tomos manoseados, cuyos lomos de cuero se habían ajado a causa del uso y la edad. La pared de la derecha sostenía una balda combada bajo el peso de los pergaminos. Sólo había un taburete, sobre el que descansaba el amr, y aunque hubiese dispuesto de más sillas, Fátima jamás habría osado sentarse en su presencia. Permaneció de pie y esperó mientras se consumía la única vela que iluminaba la estancia. Ardía en deseos de preguntarle acerca del kurdo, lo cual ya habría hecho de encontrarse ante el califa, con quien podría haber hablado con mayor libertad; no osaría interrogar al amr a menos que fuese él quien sacara el tema a colación.
Esperó durante una hora. Y gran parte de la siguiente Durante todo aquel tiempo, al-Ashrad no cambió su postura ni la expresión de su rostro. Como ocurría siempre que se encontraba en su presencia, Fátima sintió que la atmósfera rezumaba… energía, ¿magia? El vello que le cubría los brazos le producía cosquillas; había ocasiones en las que parecía sentir lo que podría haber sido el soplo de la brisa pero no había ráfaga de aire alguna en la estancia. El espacio que la separaba del amr parecía ondular en determinados momentos, lo que sólo era capaz de percibir a borde de su visión periférica, por muy atenta que hubiese estado durante todo ese tiempo, como si sus ojos fueran demasiado débiles, como si su mente careciera de la experiencia necesaria para captar la realidad. De aquel modo transcurría su espera, en un estado rayano en el asombro.
Al-Ashrad se movió. Ladeó apenas la cabeza, y la mirada de su ojo sano, la mirada que había traspasado antes a Fátima para atisbar algún lugar que se extendía más allá de ella, por fin se posó sobre la mujer.
—Ah. Fátima —dijo, iluminados sus rasgos por una chispa de reconocimiento—. Te he hecho esperar. Perdóname.
Sus palabras retumbaron en el interior de la caja torácica de Fátima; el aire vivaz, ante la intromisión de aquella voz, parecía que hubiese comenzado a reptar dentro de su cuerpo. Había pronunciado las palabras con desenfado, pero seguía existiendo un golfo de… experiencia entre ambos, un abismo de existencia cualitativa que Fátima no podía ni soñar con cruzar, como si ella fuese una pulga del desierto y el amr un vasto océano.
—Salaam. —Se inclinó ante él—. No hay nada que perdonar.
Entonces ocurrió algo extraño. El más tenue atisbo de una sonrisa afloró a los labios del amr. Su mirada, impertérrita, volvía a perderse en la distancia. Fátima creyó por un instante que tendría que esperar de nuevo para poder hablar con el sabio y poderoso al-Ashrad, pero la distante preocupación de éste duró apenas algunos segundos, tras los que estuvo de nuevo con ella. La escrutó con su penetrante ojo azul; ardía con el frío de una estrella de hielo que se hubiese desprendido del cielo del norte.
—Siempre hay algo que perdonar —dijo al fin.
Fátima no supo qué responder, así que optó por guardar silencio.
Al-Ashrad la abrazó con la mirada. Era como si tan intenso escrutinio fuese la única forma de conseguir mantener la atención fija en ella, como si lo que fuera aquello que veía a través de su ojo diamantino precisara de toda su energía y sólo mediante un acto consciente de voluntad consiguiera aferrarse a las inmediaciones del aquí y ahora. En todo momento, el aire que lo rodeaba parecía estremecerse, inquieto y agitado, dotado de vida.
—¿Duermes bien? —preguntó el amr. Ante el azoramiento de Fátima, añadió—: Durante las horas de sol, ¿descansas en paz?
Fátima sopesó la respuesta durante un momento. Aunque no conseguía adivinar a qué fin obedecía la pregunta de al-Ashrad, tampoco le parecía que la hubiese convocado para charlar de banalidades e intercambiar formalidades. Ella había acudido con la esperanza de poder hablar acerca del asalto del kurdo, de la imposibilidad de aquel incidente, pero era el amr quien decidiría el tema de la conversación.
—Sí —repuso, con sinceridad, hablándole con la misma franqueza que emplearía una niña para contestar a su padre.
—¿Descansas del mismo modo que lo haría un mortal dormido, o como alguien que ha burlado a la muerte?
Fátima meditó también aquella pregunta, enunciada con total impasibilidad. No era aquella una cuestión a la que hubiese dedicado siglos de meditación, no desde las primeras noches de su Transformación.
—Para mí, nunca ha existido una gran diferencia entre ambos, entre el sueño de un mortal y el descanso de los de nuestra clase. —Rememoró aquellas noches tan lejanas—. Como mortal, había noches en las que el sueño me rehuía… espantado por preocupaciones, o por la enfermedad, o por las pesadillas. Ahora sólo hay descanso.
—¿No sufres pesadillas? —Formuló la pregunta en el mismo tono que las anteriores. No se inclinó hacia ella ni endureció la mirada y, no obstante, las palabras retumbaron dentro de Fátima. Su voz se derramó con un saco de piedras en el pecho de la mujer. Puede que se dejase sentir a su vez el crepitar de la electricidad en el aire, una agitación de fuerzas invisibles para ella, pero de eso no podía estar segura.
—No tengo sueños. No he vuelto a soñar desde… —Escarbó en su mente para desenterrar los recuerdos de la última vez. Había sido hacía tanto tiempo… Había transcurrido casi un milenio desde que abandonara su vida mortal. Pero se acordaba. El sueño no le había mostrado a ningún joven amante, como quizás hubiese sido lógico en una mujer de tierna edad. No, había mostrado violencia, fuego y muerte, invasores bárbaros, cristianos armados y sedientos de sangre que descuartizaban a su familia, violaban a su madre y a sus hermanas ante los ojos de sus parientes masculinos, y luego los asesinaban a todos. Era un sueño que, en lo que había quedado de sus días mortales y en todas las noches que vinieron después, se había esforzado para no ver hecho realidad. No había llegado a ocurrir. Había protegido a su familia. La causa se había cobrado sus víctimas, como era de esperar, pero ninguno cayó como cae el cordero en el matadero. Con el tiempo, todos ellos habían pasado a mejor vida. Había, claro está, descendientes. Muchos, de hecho. Pero en algún momento tras el nacimiento de los nietos de los nietos de sus padres, la conexión había comenzado a distanciarse. ¿Cuántas veces más podría haber observado de lejos el parto de una criatura, cómo ésta crecía, jugaba y vivía, amaba y contraía matrimonio, engendraba sus propias criaturas, envejecía y moría? El ciclo era interminable y, aunque ella había sido apartada del mismo, era su propia escisión, su distanciamiento del ciclo, lo que había garantizado la supervivencia de su familia. Ahora se hallaban repartidos por todo el mundo, sangre de la sangre de sus hermanos y hermanas. Había cumplido con su deber para con ellos—. Hace mucho que no sueño.
Al-Ashrad no dijo nada, aunque Fátima sintió que conocía cada uno de sus pensamientos, sus angustias, su último anhelo. Por alguna razón que no alcanzaba a discernir, aquel sentimiento la incomodaba sobremanera.
—Descansas sin sueños —musitó el amr— y te alzas todas las noches para servir a tu señor.
—Sí, mi amr.
—Y su nombre es lo primero que escapa de tus labios. Tus primeros pensamientos cada noche giran en torno a tu deber para con él.
Fátima no contestó enseguida. Aquella aseveración, puesto que no se había pronunciado en modo inquisitivo, sino que parecía constatar un hecho, parecía inocua a primera vista. Entonces se percató del dilema que entrañaban aquellas palabras. Había entreabierto los labios, sin llegar a hablar. No era tan temeraria como pronunciar dobles sentidos ante al-Ashrad.
—No hablamos del mismo señor —concluyó el amr.
—No del todo.
Pensó por unos segundos que al-Ashrad comenzaba a ausentarse de nuevo en dirección a aquel otro lugar que escapaba a su comprensión, pero entonces la asaltó la certeza de que la veía con toda nitidez, de que estaba escrutando la mismísima esencia de su ser y descubriendo contradicciones cuya existencia ni siquiera ella conocía. ¿Era eso un destello de luz procedente del ojo diamantino? ¿Vería el interior de su alma? ¿Desentrañaría los secretos de su corazón con una pericia que ni siquiera ella poseía?
Lo más probable es que el destello no fuese sino el reflejo de la luz de la vela dispuesta sobre la mesilla de la esquina.
—Ninguna criatura que camine sobre la tierra puede servir a dos amos durante mucho tiempo —sentenció al-Ashrad.
—Mi amr, he servido a mis dos señores desde siempre. —Las palabras de Fátima, aunque desmentían al amr, no pretendían resultar arrogantes; las había pronunciado con convicción, con fe, y rogaba porque al-Ashrad supiese ver su corazón como en realidad era… algo que, al mismo tiempo, la atemorizaba. Y el miedo aumentaba.
—Desde siempre —repitió el amr, despacio. El atronador eco de su voz dentro del pecho de Fátima no dejaba lugar a dudas respecto al error que ésta acababa de cometer.
Desde siempre.
—Desde la noche de mi Transformación —se retractó Fátima—. Desde las primeras noches de mi educación, he servido a Haqim. Antes de eso, sólo existía Alá.
—Lo que es siempre para algunos, no es más que mucho tiempo para aquél que ya le había vuelto la espalda al sol antes de que el profeta sagrado caminase sobre la tierra, para aquél que ya conocía los ritos de sangre antes de la venida de Cristo, al-Mashi, devuelto a su Dios con dolor, para aquél que ya era viejo cuando Musa se arrastró por Egipto, para aquél que se había enfrentado a Khayyin antes de la caída de la Primera Ciudad.
Sus palabras la asieron con mayor firmeza que el escrutinio del diamante; la aferraron desde dentro. Fátima humilló la cabeza.
—Es tal y como decís, mi amr. El orgullo ha hablado por mi boca.
—No ha sido el orgullo, sino la estrechez de miras. El jerbo que sólo se fija en la serpiente no ve venir a la lechuza.
—Pero ¿vos no…? —Las palabras de Fátima se perdieron en el silencio. Se dio cuenta de la envergadura de su distracción, de que se había dirigido a al-Ashrad sin mesura, todo ello nada más haber terminado de hablar sin antes reflexionar. Las preguntas martillaban en su pecho; en su corazón estallaba la tormenta. Las palabras del amr entrañaban un enorme significado, sólo tenía que saber ver más allá de su propia confusión. Quizá fuese el ojo diamantino lo que lo permitía atisbar tales cosas.
—Habla, hija. No me ofendes.
Fátima comenzó de nuevo.
—Acaso vos, el más sabio, ¿no camináis bajo la noche con un único propósito? ¿Cómo si no habríais conseguido el Tajdid? Habéis roto la maldición. Habéis recuperado la Senda de la Sangre para los que quisieran seguirla.
Fátima creyó ver que al-Ashrad se encogía ante aquellas palabras. Puede que se tratase de otra ondulación del aire, que sus jóvenes ojos la engañasen en presencia de alguien tan potente y anciano.
—Dos caminos pueden seguir el mismo rumbo. Los fuertes de mente y corazón podrían caminar con un pie en cada uno de ellos. Mas, ¿qué ocurre cuando los caminos divergen?
—Entonces el viajero debe decidir. O detenerse. —La tormenta arreciaba en el corazón de Fátima. El camino del profeta sagrado, para mayor gloria de Dios; el camino de la sangre, para que los fieles se uniesen en un todo con el más Antiguo. Durante mucho tiempo aquéllos habían sido los dos hilos que, entretejidos, constituían la guía de su existencia, mas lo que al-Ashrad estaba sugiriendo era… ¿un deshilo?—. Pero ¿han de divergir los caminos?
Los ojos de al-Ashrad, azul y blanco, de carne y de piedra, eran ahora tan inescrutables como las estrellas del firmamento, su rostro tan límpido como el suelo del desierto tras el azote de la tormenta.
—Ésa es una pregunta que encontrará respuesta en los sueños.
En los sueños. En los sueños que Fátima, al igual que todos los de su clase, no tenía, o no había tenido… todavía.
»Ha llegado la hora —continuó al-Ashrad— de que los fieles se preparen, de que demuestren su valía, a fin de que consigan sobrevivir.
Se preparen. ¿Se preparen para qué?, quería preguntar Fátima, pero un sutil cambio operado en al-Ashrad la indujo a morderse la lengua. No estaba segura de cómo se había dado cuenta de la alteración; puede que fuesen sus años de estudio, durante los cuales había aprendido a leer las emociones, los pensamientos, casi, de quienes la rodeaban. Pero el amr no varió su postura, ni suavizó su expresión de forma visible, ni ella era tan orgullosa como para creer que podría adivinar sus pensamientos a menos que él así lo quisiera. Quizá la explicación estuviese en aquella atmósfera desasosegada, en la energía que emanaba de al-Ashrad igual que la luz a través de un millar de agujeros de alfiler y que, de aquel modo, podía hacerle partícipe de su estado de ánimo. Fuese cual fuese el medio de transmisión, podía sentir cómo emanaba de él una bondad reticente, casi melancólica. Y pesar. También había pesar.
—Lo que yo espero —dijo al-Ashrad— es que tú demuestres ser digna.
También sus palabras, en cierto modo, entrañaban benevolencia. Había allí un atisbo de cariño que en muy raras ocasiones afloraba en el discurso de los antiguos entre los antiguos. Aquello nunca ocurría con los más jóvenes de la sangre. Ni siquiera alguien de la edad y posición de Fátima podía permitirse lapsus de sentimentalismo, puesto que era campo abonado para las semillas de la traición. Aunque la hermandad fuese algo intensamente personal para cada individuo, el trato con la hermandad era necesariamente impersonal, dado que sólo los más fuertes sobrevivían para servir. El afecto era una debilidad. Empero, ahí estaban las palabras de al-Ashrad, quien no temía por su posición, cuya sangre era la más próxima a Haqim de todos los miembros del clan. Thetmes, su sire y otrora califa, había hablado así con ella, aunque en contadas ocasiones; Elijah Ahmed, el califa actual, también. Mas, procedentes de al-Ashrad, las palabras cobraban un significado más ominoso, más desazonador.
—Lo que yo espero es que tú, Fátima, logres sobrevivir.
Muda de asombro, las palabras que le permitiesen articular una respuesta no llegaban a sus labios. Pero el estrépito de aquella voz dentro de su pecho, el caos arremolinado de su alma, creció hasta volverse doloroso, como si al-Ashrad no se hubiese limitado a ver su corazón, sino que lo hubiese encerrado además en uno de sus puños y, con gentiles palabras, quisiera arrancárselo del cuerpo.
Prepárate. Demuestra tu valía. Sobrevive.
Había sobrevivido durante más de novecientos años. Durante todo ese tiempo, había dedicado todos los días y todas las noches a demostrar que era digna al servicio de Alá, al servicio de Haqim. ¿De qué otro se suponía que debía prepararse? ¿Era aquello lo que había querido decir al mencionar la divergencia de los caminos?
Al-Ashrad observó a Fátima mientras ésta se formulaba aquellas preguntas y, aunque seguía sin poder definir qué era lo que traicionaba el humor del anciano a sus ojos, supo que la dulzura y la preocupación lo habían abandonado. Ausentes, aunque el ojo y el diamante seguían posados sobre ella. Desaparecidas, de una forma tan absoluta que Fátima se preguntó si todo aquello no habría sido fruto de su imaginación. El amr pertenecía a un mundo tan ajeno al suyo como lo era el de ella para un simple mortal. ¿Podría esperar que llegaría a comprenderlo de veras? ¿O debería esperar a que llegasen los sueños?
La confusión y la desazón no encajaban con Fátima. Las sentía igual que a sanguijuelas, hurgando en su carne. Los pilares de su existencia se habían mantenido siempre sólidos y, durante mucho tiempo, cada uno de sus actos había ido encaminado a construir sobre la base de aquellos cimientos. Empero, aquéllos del clan más ancianos que ella hacían y decían cosas que no alcanzaba a entender, que socavaban aquellos pilares. Las generalidades y abstracciones que componían el discurso de al-Ashrad eran como arenas movedizas que amenazaban con engullirla.
Tanteó en busca de cualquier dogma sólido como la roca a su alcance, aun a riesgo de caer en presunciones en presencia del amr.
—He sobrevivido a un atentado sobre mi persona entre estos muros sagrados.
Un destello de lo que podría haber sido cólera centelló en el semblante de al-Ashrad. Las sombras que proyectaba su marcado ceño parecieron oscurecerse, endurecerse de improviso.
—Los antiguos han discutido ese asunto —dijo. Nada más.
A Fátima no le quedaba sino humillar la cabeza en gesto de aquiescencia. Aquel tema quedaba fuera de la conversación. Hasta tal punto que el amr se había mostrado brusco con ella. ¿Fue ira en realidad lo que había sentido en aquel brevísimo instante… o alarma? Pero ¿qué podría alarmar al amr, así en la tierra como en los cielos? Otro enigma, aunque Fátima prefería el acertijo que escapaba a sus posibilidades antes que aquéllos cuya respuesta le resultaba aparente.
Mientras la escrutaba de nuevo con expresión insondable, al-Ashrad estiró el brazo. Al tiempo, un cáliz tallado en hueso flotó en el aire desde su emplazamiento junto a la vela, sobre la mesilla de la esquina. La pareja del recipiente, así como una jarra blanca como el marfil, levitaron a su vez y atravesaron la estancia. Al-Ashrad cogió la primera de las copas. La segunda llegó hasta Fátima, que la aceptó en sus manos. Vio entonces que la jarra era una osamenta invertida a la que le faltaba la mandíbula. Las cuencas de los ojos y la cavidad nasal servían de asa, mientras que la protuberancia occipital presentaba una cuña que formaba una pequeña, aunque funcional, boquilla escanciadora. La jarra se volcó primero ante el cáliz del amr, al parecer por voluntad propia, dado que al-Ashrad no había formulado ningún deseo expreso tras haber levantado la mano; luego flotó hasta Fátima y llenó su copa, antes de regresar a su lugar sobre el mueble.
—Por la fuerza —brindó al-Ashrad, al tiempo que alzaba su copa.
Fátima asintió con la cabeza.
—Por la fuerza, que durante tanto tiempo buscamos —correspondió, en homenaje a su anfitrión.
Una tenue sonrisa afloró a los labios de éste, como si sus palabras hubiesen sido tan dolorosas como educadas. Puede que encontrase irónico el hablar de tanto tiempo, teniendo en cuenta que acababa de dejar bien claro que el concepto que tenía Fátima del tiempo se veía restringido por lo limitado de su perspectiva. Pero, sin saber por qué, Fátima no creía que fuese eso lo que lo había obligado a detenerse, con el cáliz en los labios. Sentía que su vacilación poseía un carácter más íntimo, una mezcla de alivio y mala conciencia. Además, la maldición Tremere había pesado sobre los hijos de Haqim durante más de quinientos años y, daba igual quién lo dijera, eso era mucho tiempo. Al igual que los segundos que precedían al sol abrasador, o las horas sin saber de la suerte de un ser amado, era mucho tiempo.
Tras aguardar a que al-Ashrad bebiera primero, como dictaba el protocolo, Fátima probó la sangre escanciada en su cáliz. La fragancia se adueñó de sus sentidos en cuanto acercó el rostro a la copa. Bebió despacio, y el exquisito fluido descendió por su garganta, prendiendo fuego a sus entrañas con la llama de la vida. Tenía cuerpo, demasiado para haber pertenecido a un mortal o tratarse de cualquiera de los diversos brebajes que el amr y otros brujos del clan llevaban siglos produciendo a fin de que los asesinos pudieran conservar su poder. No, aquélla era la vitae de un vástago de Khayyin.
—Del clan Tremere —dijo al-Ashrad, el rostro levemente vuelto hacia arriba, cerrados los ojos mientras paladeaba el elixir.
Aunque le pareció que había bebido despacio, Fátima descubrió que había vaciado su copa enseguida y que su lengua lamía el hueso, en busca de lo que ya no estaba. ¿Qué tortura era aquélla, sólo media copa de tan deliciosa vitae? Pugnó por relegar el hambre, pero ansiaba más. Lanzó una mirada a la jarra que descansaba en el rincón. ¡Tan cerca! Luego se fijó en al-Ashrad, su cuello estirado, los ojos cerrados y, por un instante, Fátima imaginó que se bebía su sangre… ¡tan próxima a la de Haqim! La Bestia se agitaba en su interior. Su hambre clamaba. El éxtasis que le proporcionaría aquella sangre… y el poder. ¡Sin duda sería como una diosa sobre la tierra!
El amr abrió los ojos, que clavó en Fátima, y ésta se sintió como si la estuvieran desnudando. El hambre, el impulso de abalanzarse sobre al-Ashrad, quedó reducido a la nada y en su lugar sólo quedó la vergüenza.
—Por la fuerza —dijo al-Ashrad una vez más—. Por la fuerza que durante tanto tiempo buscamos.
Fátima permaneció completamente inmóvil. Obligó a sus dedos a relajar su presa por miedo a desmenuzar el cáliz. Empujó su vergüenza al mismo lugar donde se había retirado la Bestia, acobardada por la mirada de al-Ashrad. Doblegó también la ira que acudía ahora a rellenar aquel hueco emocional, la cólera que sentía ante su propia debilidad. Acalló el tumulto bajo el peso de cientos de miles de noches de muerte y días de olvido, tan inmenso que ningún sentimiento conseguiría sobrevivir.
Por fin consiguió recuperar el control sobre sí misma; la calma, tan esencial para la supervivencia, regresó. La verdad interior volvió a ser rival para la farsa del exterior. Al-Ashrad seguía escrutándola, y ella era demasiado inteligente como para suponer que no había sido testigo de su batalla, que no era consciente de su debilidad.
—La debilidad ha de ser erradicada, si queremos servir a nuestro señor.
Las palabras habían brotado con la mayor naturalidad, pero apuntaban a los pensamientos que inundaban la cabeza de Fátima en aquellos momentos. Consiguió conservar la compostura. Su alma no albergaba terreno donde pudiera arraigar la semilla del miedo. Si a sus mayores les pareciese que no era digna, por cualquier motivo, y decidieran que no era digna de continuar al servicio de Haqim, aceptaría su sentencia.
—Por ese motivo —continuó el amr—, quizás sea necesario que reclamemos la sangre de uno de los hermanos.
Fátima ahuyentó cualquier idea egoísta de su cabeza. El amr no se estaba refiriendo a su debilidad o, al menos, no de manera exclusiva. Cualquiera que fuese el error que había cometido en su presencia, la transgresión no había sido tal que la exonerara del servicio a la hermandad. En esa ocasión, encontró uno de los firmes asideros que el amr había dispuesto ante ella con sus revelaciones; hincó las garras y se impulsó hasta escapar de las arenas movedizas.
—¿Uno de los fida’i? —preguntó Fátima. Repasó mentalmente la lista de los más recientes iniciados. Dragomir había fracasado en varias de las pruebas, pero sólo porque ella le había exigido a la rusa más que a los hombres. Seguía habiendo demasiados antiguos que compartían la opinión de que no había lugar para las mujeres en las filas de los asesinos, y Fátima se había esforzado demasiado durante siglos para ganarse el respeto, aun a regañadientes, de los conservadores, demostrando lo equivocados que estaban, como para arriesgarse a ceder terreno por culpa de los deslices de otra mujer. Así que Fátima hostigaba a las candidatas y a las fida’i con menos misericordia incluso que a sus contrapartidas masculinas. Los antiguos lo sabían. No confundirían los fallos de Dragomir con debilidad, pero sabrían que, de sobrevivir, estaría hecha de una pasta más dura que la mayoría.
Fátima continuó repasando la lista. ¿Quién más…?
—Ningún fida’i —dijo al-Ashrad—. Rafiq.
Ningún fida’i. A Fátima le costó creerse aquello. En ocasiones, la valía de un recién iniciado se sometía a una segunda evaluación; la perspectiva de lo que prometía convertirse en una interminable sucesión de noches, se cobraba a veces un exagerado tributo sobre el corazón o la mente de los recién no muertos al cabo de un año o una década. Fátima sólo recordaba un caso en el que se hubiera reclamado la sangre de un asesino veterano.
—El griego —concluyó al-Ashrad, con voz desprovista de emoción.
Fátima asintió con la cabeza. El griego. Parménides. Recordaba el lustre de su piel, oscuro no pocos años; recordaba la insolencia de la que había hecho gala al principio, su orgullo, la altanería de la que nunca había llegado a desprenderse del todo.
—Tú te opusiste a su Transformación —señaló el amr.
Fátima volvió a asentir. Era cierto. Los asesinos mortales formaban un grupo de arrogancia probada, sin excepción. Hacía falta el entrenamiento más severo para que llegaran a darse cuenta de su propia pequeñez, de la insignificancia del individuo. A partir de ahí, podían comenzar a ver de qué modo sería capaz de adquirir significado su existencia, mediante el servicio al más Antiguo. El trozo de madera más vulgar y prescindible se convertía, en el seno de la hermandad, en un diente entre los muchos de una rueda que giraba sin cesar hacia el destino. Fátima nunca se sintió convencida del todo de que Parménides hubiese aprendido de veras la lección. Sabía recitar las palabras de la hermandad de memoria, pero sonaban vanas a oídos de Fátima; las pronunciaba su lengua, no su corazón. Pero Thetmes era califa por aquel entonces y había apadrinado al griego, por lo que Parménides resultó aceptado. A pesar de su excelente trayectoria durante todos aquellos años, la arrogancia seguía allí, quizá incluso aumentada, siempre al acecho a flor de piel. Por tanto, Fátima no se sorprendió tanto al escuchar su nombre como podría haber ocurrido de tratarse del de otros tantos.
Al-Ashrad hizo una pausa, esperando quizás a que Fátima hablase, pero ésta no vio el motivo para agitar disputas de antaño, ni siquiera aunque pareciese que su posición lo justificaba. Aquél era un asunto de vergüenza para el clan, no de honor para ella.
—Puede que Parménides no tenga toda la culpa —continuó el amr—. Lo colocamos en una situación de la que el califa no esperaba que pudiera salir bien parado.
—¿Se reunirá el califa con nosotros? —quiso saber Fátima.
Resultaba obvio que al-Ashrad estaba preparándola para una misión, no iba a convocarla sólo para intercambiar opiniones; pero era el califa Elijah Ahmed quien, por lo general, elegía las manos que habrían de empuñar el filo de la voluntad de Haqim. Quizá llegase en breve y las preguntas acerca del kurdo encontrasen pronta respuesta.
—No —repuso al-Ashrad—. No va a reunirse con nosotros.
Lo definitivo de aquella aseveración cayó como un mazazo sobre Fátima. No. No va a reunirse con nosotros. El tono del amr, llano y sin inflexiones, no daba lugar a posteriores preguntas ni a la esperanza de que el califa pudiera llegar en cualquier momento, más tarde. La voz de al-Ashrad, carente de emoción, desprovista de vida, acarreaba el peso de lo permanente. Tiempo atrás, cuando Thetmes se había sumido en el sopor, como ocurría en ocasiones con aquéllos de sangre antigua, se lo habían comunicado a Fátima sin subterfugios. Nadie podía saber cuánto tiempo duraría el descanso de su sire, cuántas noches o años habrían de transcurrir antes de que se alzase de nuevo. El maestre, Jamal, el Anciano de la Montaña, había elegido un nuevo califa y las noches habían pasado como hicieran sus predecesoras. Algo en lo que había dicho al-Ashrad, o en lo que no había dicho y en cómo no lo había dicho, impulsaba a Fátima a creer que, fuese lo que fuese aquello que retenía a Elijah Ahmed, continuaría haciéndolo. Para siempre. Pero, si le había ocurrido algo, ¿por qué no había nombrado el maestre un nuevo califa?
—Hay otro asunto —añadió al-Ashrad—. Contratos pendientes que satisfacer.
Fátima, aunque su expresión no traicionó emoción alguna, sintió cómo se le encogía el corazón, como si la voz del amr lo estuviese exprimiendo. Ni siquiera ella, aun como rafiq dotada de ciertos privilegios, podía contar con hablar con el amr más de una vez cada veinte años. De repente, incluso aquello le pareció demasiada frecuencia. Durante siglos, Fátima había sentido que su propósito estaba claro, había seguido una existencia de relativa certeza. Aquella noche, en tan breve espacio de tiempo, al-Ashrad estaba extrayendo las escasas incertidumbres que habitaban en su corazón, desplegándolas ante ella. Contratos pendientes. Sólo había un contrato que Fátima no hubiese conseguido satisfacer.
—Para ti, así como para tu sire, el fracaso ha labrado una muesca. Dado que Thetmes no se encuentra disponible, deberás ocuparte tú por los dos.
Fátima sabía que no podía evitar su deber, pero aquella certeza no conseguía entusiasmarla. El retraso más ínfimo era mejor que nada. Quería pensar en cualquier otra cosa.
—No estaba al corriente del fracaso de mi sire.
—No es algo de lo que suela hablarse. —Puede que el amr esbozara una breve sonrisa, o puede que fuese el crepitar del aire que lo rodeaba lo que había creado aquella ilusión—. Del mismo modo que la chiquilla fue tu fracaso, el sire supuso el fracaso de tu sire.
Thetmes. Su fracaso. Fátima se aferró a aquella noción en lugar de afrontar el suyo. Tampoco su sire había conseguido destruir a uno de sus objetivos, algo que Fátima no había sabido hasta ahora. Durante tantos años, la tradición del clan dictaba que la víctima lo suficientemente afortunada como para burlar a un miembro de la hermandad habría conseguido, por tanto, demostrar su honor; juicio mediante el combate, sólo los justos perseveraban. El objetivo superviviente quedaba, de aquel modo, fuera del alcance de la hermandad; no se aceptarían posteriores contratos contra esa persona.
Los antiguos se habían amoldado a la filosofía de hoy en noche, no obstante. Las tradiciones existían con el único fin de servir a Haqim, argumentaban algunos. La voluntad de Haqim estaba clara. Ninguna criatura de la noche ajena a la hermandad era honorable. Todas y cada una de ellas portaban la marca de la extinción. ¿Acaso no era aquello lo que dictaba la Senda de la Sangre? No quedarían cuentas por saldar. ¿Cómo, si no, podrían demostrar su valía los kafir?
Aquel cambio había comenzado aproximadamente cuando Thetmes hubo sucumbido al letargo, sucedido por Elijah Ahmed. Pocos kafir se habían dado cuenta, puesto que la tradición no era más que un rumor para todos aquellos ajenos al clan. Pero, uno por uno, los supervivientes habían sido sometidos a juicio. Los hijos de Haqim habían reclamado lo que les pertenecía. Ahora, ningún hijo de Khayyin quedaba a salvo. Fátima enquistó la confusión y el dolor que le laceraban el corazón. No tenía sitio para tales sentimientos. El sentido del deber los arrastró con la fuerza de su resaca. Era como si al-Ashrad hubiese decidido liberar toda la confusión, todos los dilemas a los que había vuelto la espalda hacía tanto tiempo.
—La chiquilla no es lo más importante en estos momentos, aunque tendrás que reclamar pronto su sangre… si quieres demostrar tu valía. Es al sire al que debes destruir.
El sire. Monçada. Su chiquilla… Lucita.
—¿Está esto relacionado con la guerra entre los kafir? —preguntó Fátima. Tenía que concentrarse en Monçada si no quería volver a perder el control, algo a lo que no estaba dispuesta. Clavó la mirada en los ojos, azul y diamante, del amr, se obligó a afrontar los hechos, a enterrar las emociones.
«Monçada… no la chiquilla. Monçada».
Al-Ashrad le devolvió la mirada, y Fátima supo que aquel momento no era sino un grano dentro del gigantesco reloj de arena que descansaba en manos del amr.
—Ha llegado el momento de reclamar la sangre reservada de antemano. Debemos allanar el camino.
Fátima asintió. Monçada. Cardenal del Sabbat. La misión no resultaría sencilla. Su mente comenzaba ya a hilvanar los detalles que culminarían con su triunfo o su condena. No quedaba sitio para la confusión ni para la duda.
«Monçada, no la chiquilla. Monçada».
—Existen consideraciones inmediatas, como bien sugieres, relativas al conflicto entre los kafir. Mientras combaten, nos hacen el trabajo, eliminan a los débiles. Mas, si la guerra tocase a su fin antes de tiempo, nuestra labor se vería aumentada, y el tiempo se acaba.
—¿Tan potente es Monçada como líder? —preguntó Fátima. Intentaba sacar a la luz lo poco que sabía acerca del refugio del cardenal en Madrid, un laberinto mortal bajo una iglesia.
—El miedo que infunde es algo que muy pocos Sabbat consiguen igualar. Además, sería muy difícil que el regente y la Mano Negra pudieran llegar hasta él. Éste es el momento que ha elegido para sacar la mano. Debemos cortársela.
Aquello era algo que Fátima podía entender, a poco que consiguiera mantener la cabeza centrada en su misión inmediata. Debía. Por suerte, habría multitud de detalles y preparativos, suficientes para ocupar sus pensamientos durante muchas noches.
«De momento, Monçada. El sire».
«No la chiquilla».