5

Domingo, 25 de julio de 1999, 1:37 h

Harlem hispano, ciudad de Nueva York, Nueva York

El lugar de reunión estaba cerca, ridícula y peligrosamente cerca. Aún dando un rodeo hacia el norte a través del parque de San Nicolás y doblando las medidas habituales para evitar que lo siguieran (pues, cuando se trataba de brujos, toda precaución era poca), Anwar había cubierto los escasos kilómetros que lo separaban de su destino en poco más de media hora, incluido el tiempo empleado en llamar a su contacto desde una cabina para averiguar adónde tenía que ir.

Quizá, pensó mientras dejaba atrás bloque tras bloque de edificios de ladrillo y cemento en diversos estados de abandono, en un caso como el que le ocupaba, donde había en juego un objeto substraído al clan Tremere, no dejaba de tener su lógica que la mercancía, por no hablar del procurador, permaneciera en la calle solamente el tiempo necesario. ¿Quién sabía qué hechizos podrían haber tejido los brujos alrededor de la gema en cuestión en caso de que hiciese falta recuperarla? No quedaba demasiado lejos del reino de las posibilidades el que el propio Anwar estuviese marcado de algún modo por su entrada en la capilla Tremere, estigmatizado por la propia sangre de brujo que había reclamado para sí. Eso sí que sería un brillante colofón para el traicionero brujo Aaron, quien había admitido a Anwar en la capilla y sido testigo de cómo éste le rompía la columna al regente Tremere antes de beber su vitae. ¿Qué ocurriría si el demudado y desesperado muchacho hubiese planeado su propia destrucción y tendido una trampa a su asesino? Aunque, en tal caso, Anwar podría haberse visto relativamente indefenso ante la traición dentro de la capilla… a menos que no fuese él el objetivo.

Aquella idea se le ocurrió cuando llegaba a su destino. Pese al riesgo que suponía perpetuar su vulnerabilidad, dio un brusco giro a la izquierda al pasar junto a una esquina. Había un número considerable de gente en la calle: jóvenes, tanto exultantes como taciturnos, buscando jaleo; prostitutas en busca de clientela; parias, en brazos de cualquiera de sus muchas adicciones o a la espera de estarlo; indigentes, aquéllos que no podían permitirse el aire acondicionado e intentaban zafarse del calor canicular. Anwar no tuvo problemas para escudar su presencia de sus mentes. Además, alternó la cadencia de su paso, al trote, a la carrera, marcha veloz, y cruzó la calle de uno a otro lado en varias ocasiones. Se mantuvo alerta frente a cualquiera que pareciera interesado en darle alcance, cualquiera entre los rebaños de humanos que se percatara de sus erráticos movimientos, cualquiera que no fuese mortal y pudiera verlo. No vio a nadie y prosiguió su camino hasta la dirección que le habían dado por teléfono.

Hizo caso omiso de la escalerilla metálica que conducía hasta la puerta principal del edificio de tres plantas y bajó deprisa los peldaños de cemento que lo dejaron frente a la entrada del recóndito sótano del número 2417-A Oeste de la calle 119. La entrada superior exhibía todos los arreos de esperar en una firma legal o financiera minoritaria: puerta pintada con buen gusto de verde pino, manijas, aldaba y goznes de bronce, el tenue fulgor de la lámpara del recibidor procedente del interior. La entrada ante la que se encontraba Anwar resultaba menos acogedora, pero compensaba su falta de encanto con lo que le sobraba en seguridad. La verja enrejada cubría una puerta metálica de color negro que hacía las veces de salida de incendios. Las ventanas que la flanqueaban, aunque habían sido emparedadas, conservaban los barrotes antiatraco propios de una época anterior.

Anwar se plantó directamente enfrente de la puerta y pulsó el pequeño timbre a oscuras a su derecha; lo mantuvo apretado durante treinta segundos, tal y como le habían indicado. Mientras esperaba, intentó descubrir, sin éxito, las cámaras que sin duda debían de estar observándolo. Algunos instantes después, escuchó el roce del metal contra el metal, una barra pesada y luego uno de los cerrojos que se abrieron en el interior, y la salida de incendios se abrió hacia dentro. Ninguna luz procedente del interior recortó la figura de quienquiera que hubiese abierto la puerta. Anwar no veía más una oscuridad absoluta. La cerradura de la verja enrejada se abrió, al parecer por control remoto, y la puerta giró sobre sus goznes en dirección a él. Anwar se adentró en las gélidas tinieblas.

La puerta volvió a cerrarse con un chasquido, antes de que unas manos invisibles empujaran la salida de incendios a su paso, sumiéndolo en la más completa oscuridad. De nuevo el chirrido del metal contra el metal, esta vez alto y claro, cuando tanto la barra como el cerrojo se encajaron en su sitio.

Los penetrantes ojos de Anwar comenzaban a ajustarse a la ausencia de luz cuando lo cegó un doloroso fulgor. Parpadeó varias veces para deshacerse de la desagradable sensación y se encontró frente a una mujer de complexión atezada, si bien no tan morena como él. El rostro femenino carecía de la palidez mortecina de los recién fallecidos, así como de los distintos tonos endrinos que caracterizaban a los sirvientes más veteranos de Haqim. Era una mortal, por tanto, de mediana edad.

—Estira el brazo derecho —dijo la mujer, sin más preámbulos.

Anwar obedeció. La desconocida le asió la muñeca con una mano, mientras con la otra extraía una jeringuilla del bolsillo de su arrugada rebeca. Sin molestarse en eliminar las burbujas de aire ya que, ¿qué sentido tendría, sin actividad cardíaca que dañar?, introdujo la aguja en el antebrazo de Anwar y le inyectó el líquido negro que contenía la hipodérmica.

—Espera aquí. —La mujer giró sobre sus talones y permaneció de pie ante la otra salida del vacío cuarto de cemento, otra puerta de emergencia, hasta que el cerrojo invisible se abrió con un chasquido, tras lo que abandonó la habitación. Anwar se dio cuenta de que la cerradura volvió a trancar la puerta.

Según lo que había visto, elogiaba las defensas del sitio. La entrada superior, pese a su aspecto más inofensivo, sin duda sería tan segura como la del sótano, si no más. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado al agresivo fulgor de las luces del interior, Anwar pudo distinguir las lentes diminutas, tres de ellas, ocultas a lo largo de la base del juego de luces. El hecho de que pudiera ver las cámaras le indicó que aquel cuarto era tan sólo una medida de contención, una muralla, por así decirlo, cuyo cometido era el de frenar el avance de cualquier intruso que intentara llegar hasta el corazón de la guarida. En el interior habría otras estancias mejor equipadas para la vigilancia invisible, cámaras donde nadie, ni siquiera un rafiq, sería capaz de discernir los instrumentos espías.

Anwar caminó con aplomo hasta el centro del cuarto, bajo la luz. Ninguna de las tres lentes apuntaba directamente hacia abajo. Había, desde luego, otra cámara en algún otro lugar, una que aún no había visto, que cubría esa zona, pero Anwar quería que quienquiera que estuviese espiándolo en aquellos momentos, y quienesquiera que fuesen los superiores que recibían informes de sus actividades, supiera al menos que las había descubierto.

Antes de que Anwar hubiese podido localizar la situación de la cámara o cámaras restantes, el cerrojo de la segunda puerta contra incendios volvió a abrirse para franquear la entrada a un robusto hombre ataviado con un traje de negocios.

—James. Walters James —dijo el hombre, al tiempo que le tendía la mano.

Anwar lo había reconocido nada más verlo y sabía que Walters James no era su verdadero nombre. Era probable, no obstante, que tanto la mujer como los demás mortales del edificio conocieran a su jefe nada más que por aquel apelativo, así que lo trataría como a Walters James.

—Que el Antiguo te sonría —saludó Anwar a su camarada Assamita cuando estrechó la mano que le ofrecía.

—Y que tu espalda sea fuerte —repuso Walter James. No soltó la mano de Anwar después del apretón, sino que le levantó la manga hasta el codo e inspeccionó su antebrazo, donde la mujer le había puesto la inyección. La piel se veía tersa y sin mácula, ni rastro del orificio de la aguja.

James esbozó una sonrisa y descargó unas toscas palmadas sobre el hombro de Anwar. El hombretón señaló el antebrazo de su invitado.

—Una fórmula de los amr. Si los brujos te hubiesen corrompido, si te hubiesen embrujado o seguido la pista, tu piel se habría ampollado. Una especie de prueba de alergia, en cierto modo, con la magia Tremere como alérgeno.

Anwar asintió con la cabeza.

—¿Y si me hubiesen corrompido?

La sonrisa de James no se alteró.

—Te habría destruido. —Soltó la mano de Anwar—. Y, en cuestión de diez minutos, esta base habría quedado desierta. Sin dejar rastro.

—¿Ni siquiera «Walter James»?

James se encogió de hombros.

—Un nombre. Nada más. Vía muerta.

—¿Y si los brujos no hubieran utilizado la magia para seguirme? ¿Qué tal un rastreador electrónico?

—Pasaste un escáner antes de atravesar esa puerta. Pero —se apresuró a añadir— no podemos estar seguros al cien por cien de todas las distintas posibilidades, así que hablemos ya de negocios. ¿Tienes la gema?

Anwar metió la mano en su abrigo y extrajo un paño plegado que procedió a desdoblar. James cogió de su interior la gema roja y negra y metió la mano a su vez en el bolsillo de su chaqueta. Sacó un pequeño estuche en el que guardó la gema, antes de devolver la cajita a su bolsillo. La sonrisa afable y complaciente de James era sempiterna, tanto que a Anwar le recordó una máscara pintada: el rostro moreno, los dientes blancos, los ojos tan conciliadores y genuinos como la propia sonrisa. Anwar podía imaginarse aquella sonrisa, inalterable, mientras James cercenaba la columna de un brujo, tal y como había hecho él. He aquí un hombre que podría haber hecho carrera entre las serpientes de no haber decidido ponerse al servicio de Haqim.

—Eres bienvenido si decides quedarte con nosotros —invitó James. Se frotó las manos como si quisiera borrar cualquier sucia traza de las artes de los brujos—. Hay vitae, a la que también estás convidado.

Había transcurrido poco tiempo desde que Anwar saciara su sed de sangre y venganza. No obstante, ambas eran sus compañeras inseparables, y la indulgencia no era lo mismo que la satisfacción. Lo que más le impelía era el deseo de recorrer las calles, de cazar. La sangre reclamada de su interior clamaba por más. En aquella ciudad habría más, del Sabbat o de la Camarilla, puesto que Nueva York albergaba a ambas.

—Muchas gracias, pero no creo que me quede. Ya he cumplido con mi cometido.

—Muy bien —convino James, en su papel de gracioso anfitrión—. Mantente alejado de la capilla de los brujos. Es probable que haya revuelo en la colmena. Algunos Sabbat rondan por ahí, aunque la mayoría parece que se ha trasladado a Washington. Tiburones, sangre en el agua, todo eso.

Volvió a estrechar la mano de Anwar, con fervor, al estilo americano.

Escasos momentos después, Anwar volvía a acechar en la noche, deleitándose con el regusto que dejaba la sangre de Tremere en el paladar, así como con la gloria que sus gestas pudieran proporcionarle dentro de la hermandad. Los mortales seguían holgazaneando aquí y allá, pero pasó de largo ante todos ellos. Aquella noche le apetecía catar sangre algo más suculenta.