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Lunes, 12 de julio de 1999, 23:15 h

Thames street, Baltimore, Maryland

Parménides paseaba por la rada con total despreocupación. Ninguno de los ghouls de guardia en el exterior del Lord Baltimore Inn lo reconocería. Para ser del todo sinceros, hacía poco que él mismo se reconocía, con mayor o menor regularidad. El mirarse en el espejo y ver el rostro del ghoul Ravenna, muerto a manos del propio Parménides, devolviéndole la mirada, había dejado de suponer una experiencia traumática. A poco que se esforzara, podía fingir que se había acostumbrado. Si bien la situación no tenía ninguna gracia, lo irónico del asunto rayaba en la crueldad, una cualidad que Sascha Vykos exudaba igual que en su día vomitara vapores y cenizas el Vesubio.

Su cojera había desaparecido por completo, al menos. Parménides podía desenvolverse con la misma destreza de siempre y, en noches como ésta, cuando Vykos recompensaba su buen comportamiento con recados que le obligaban a traspasar los límites de la capital de esta tosca y joven nación, infestada de vampiros, casi era capaz de olvidar que no tenía escapatoria del semblante del antiguo Ravenna. Portar el rostro de otro hombre (así como el cuerpo, puesto que Vykos no había escatimado esfuerzos y no había omitido ni un solo detalle de su fisiología) en ocasiones podía resultar enloquecedor. Se descubría a sí mismo, con demasiada frecuencia, especulando acerca de la profundidad exacta bajo la piel, bajo la musculatura y la estructura ósea, donde radicaban los cambios a los que Vykos le había sometido. Había veces en las que llegaba a creerse el personaje que le habían moldeado, ocasiones en las que se veía obligado a recordarse…

Pensamientos fútiles. Parménides peinó hacia atrás el cabello oscuro de Ravenna con los dedos y aprovechó la oportunidad para hincar las uñas en el cuero cabelludo y recordarse lo que era real e inmediato, lo único que la creación había dejado tal y como era: la sangre y el dolor.

Esa noche, quizás por primera vez desde que lo habían puesto en manos de los demonios, Parménides estaba seguro de saber quién era. Assamita. Vástago de Haqim. El dolor que había sufrido no era nada en comparación con la humillación que había padecido su clan durante siglos. Esta noche obtendría una pequeña cantidad de venganza, un grano de arena que añadir a un desierto que, con el tiempo, cubriría la faz de la tierra.

Rodeó la hostería hasta llegar a la entrada de servicio, situada en la parte de atrás. También aquí montaban guardia los ghouls, dos de ellos, pero el paso de Parménides les llamó tanto la atención como la brisa que soplaba procedente de los muelles. A sus ojos, todo se encontraba en orden.

El asesino se escurrió entre otros ya dentro del edificio. No tardó en encontrar una escalera de servicio y alcanzar la cuarta planta, donde la seguridad era relativamente escasa. Las zonas más delicadas, la sala de reuniones donde se decidían los asuntos de la Camarilla, por no mencionar los aposentos privados del príncipe Garlotte, ocupaban los pisos seis y siete. Parménides, si su información era correcta, no tenía por qué invadir tales lugares esta noche.

Se abrió paso sin ser detectado, dejando atrás a otro centinela ghoul; la Camarilla confiaba demasiado en aquellas criaturas sin forjar en lugar de tratarlos como a los chiquillos sin formación que eran, y dobló la esquina para llegar hasta el único ascensor de pasajeros de la posada. De uno de sus numerosos bolsillos ocultos extrajo un pequeño ingenio electrónico. Uno de sus bordes era un disco metálico plano, que encajó en la ranura que separaba a ambas puertas del ascensor. Apretó un botón del artefacto y, casi al mismo tiempo, las puertas se abrieron, impulsadas por una vibración sónica que los sensores interpretaron igual que si hubieran entrado en contacto con una persona en el momento de cerrarse. El timbre que solía indicar la apertura de las puertas permaneció en silencio. De hecho, nada en los alrededores más inmediatos de Parménides producía sonido alguno. Con el mismo sigilo, trepó hasta la escalera de servicio del hueco del ascensor y comenzó su descenso en el momento en que se cerraban las puertas encima de él, aislándolo de la brillante iluminación del pasillo.

No tardó en encontrarse de cuclillas sobre el techo del propio compartimento. A la espera. A la escucha.

No tuvo que esperar mucho a que el ascensor se pusiera en movimiento y comenzara a llevarlo de nuevo hacia arriba, pasando por el cuarto piso desde el que se había descolgado por el hueco, sin detenerse hasta la séptima planta. El ascensor había cubierto la totalidad de su recorrido y Parménides permaneció tumbado pacientemente mientras subía un único pasajero, el cual el Assamita asumió que pertenecía al género femenino; sus pisadas transportaban un peso ligero. Reconoció el sonido y la sensación de sus concentrados impactos, incluso contra el suelo enmoquetado del ascensor… tacones. La fragancia de un sutil y agradable perfume se abrió paso a través de las grietas que rodeaban la trampilla del techo.

El ascensor volvió a estremecerse y comenzó su descenso. No pudo evitar el recordar un trayecto en ascensor que él mismo había realizado hacía escasas semanas, a no muchos kilómetros de distancia en Washington, D. C. En aquella ocasión él había sido un pasajero convencional, mientras la escotilla del techo ocultaba a otro polizón. ¿Dónde si no podría haberse escondido el Nosferatu mientras hablaba con él?

Mas ya Parménides se percataba del fallo dentro de su razonamiento, de su presunción infundada que lo había llevado a suponer que la rata de alcantarilla hubiese ocupado el techo del compartimento. Era posible, cuando no probable, que la criatura hubiese estado dentro del ascensor con él, que hubiesen compartido el mismo espacio sin éste saberlo. Circulaban historias aún más extrañas e imposibles entre los antiguos chiquillos de Haqim, y Parménides no había estado en plena facultad de condiciones aquella noche. Se había enfrentado a su señora, a los nuevos achaques de su cuerpo recién estrenado, y a sí mismo. Todo su dolor y humillación habían recibido la recompensa de una oportunidad para matar, su vocación, su eterna devoción, y él había fallado. Aquella decepción se sumó a las torturas físicas a manos de la Tzimisce y a la certeza visceral de que habían sido los suyos quienes lo habían puesto en manos de los demonios. El único solaz y consuelo aquella noche y las que la siguieron lo había encontrado en los brazos de Sascha Vykos, su torturadora, su perdición… su amor.

Parménides, incómodo, cambió de postura. La suave bota rozó el metal bajo su cuerpo. Se percató de su error de inmediato y se maldijo por haberse distraído. ¿Habría delatado su presencia? Nada lo indicaba en el interior del ascensor, que ya se detenía al llegar al vestíbulo. Podía huir, pero descartó aquella idea tan pronto cruzó por su cabeza, repugnado ante ella. Si fracasaba y resultaba destruido, la culpa sería sólo suya y de Vykos; suya, por su debilidad, de ella por disfrazar de afecto su cruda falta de humanidad. Aunque quizás él, formado durante años en el arte y la ciencia de arrebatar la vida, no fuese el más indicado para juzgar lo que era humano y lo que no. Por otra parte, a lo largo de la historia, ¿qué otro rasgo había caracterizado a la naturaleza humana con más fidelidad que el asesinato?

Pensamientos fútiles, inmiscuyéndose de nuevo en el momento menos apropiado.

Abajo, la pasajera salió del ascensor y recibió el saludo simultáneo de varias personas. «Señorita Ash», la llamaron. «Buenas noches, señorita Ash». «¿Quiere que le traiga algo, señorita Ash?». Se desvivían por ella como esclavos. Las edulcoradas respuestas de la mujer rezumaban condescendencia y contemporización. «Bueno, gracias. Qué amabilidad por vuestra parte».

Ash. Victoria Ash. Parménides conocía aquel nombre. Fantaseó acerca de la facilidad con la que podría haber destruido a la antigua de la Camarilla pero ¿para qué molestarse? El clan Assamita no albergaba ninguna inquina en especial contra los Toreador. Aunque actuara al servicio de Vykos, no existían razones para arriesgarse a revelar su presencia antes de tiempo. El erradicar al clan Toreador al completo no conseguiría que el aparato bélico de la Camarilla se resintiese en gran medida. Más bien todo lo contrario.

Es más, pese al hecho de que sus antiguos lo hubieran entregado a Vykos, Parménides no se sentía compelido a apoyar la causa del Sabbat más allá de aquellos puntos donde coincidía con los intereses de los Assamitas. Así es como interpretaba él el conjunto de su misión. ¿Qué otro motivo habría impulsado a los antiguos a utilizar a la monstruosidad Nosferatu para mantener el contacto con él? Con toda seguridad, cada migaja de información que le proporcionaran llegaría también a oídos de la Camarilla. Por lo tanto, aunque Parménides se hubiese sojuzgado ante Vykos, los hijos de Haqim no tenían motivo alguno por el que rendir vasallaje al Sabbat. Aquella revelación era uno de los factores que a Parménides le permitía perseverar y hacer frente a aquella ordalía en lugar de rendirse a la desesperación.

La misión de esta noche aunaba los intereses del Sabbat y los Assamita de manera irrefutable. A sabiendas de lo cual, Parménides consiguió acallar los pensamientos turbadores, las racionalizaciones que acostumbraban a corroerlo por dentro desde hacía noches. Como le enseñaron tantos años atrás, su mente se sumió en un silencio sepulcral. Los minutos transcurrían más rápido de ese modo, fluyendo sin el dique de la duda para contener su caudal.

Parménides volvió a escuchar la voz de Victoria Ash, empleando un tono muy distinto del que acostumbraba con los sirvientes. Conservaba un dejo de condescendencia, si bien algo más respetuoso.

—María. —Dos pares de pisadas se acercaban al ascensor, mientras Victoria continuaba con su cháchara—. Fue decisión mía el esperarte en persona. Desmañado e impropio, lo sé…

El segundo conjunto de pisadas era más ligero que el de Victoria. Nada de tacones para María Chin, bruja Tremere de la capilla de Washington, D. C.

Parménides concentraba todo su ser en los sonidos procedentes de abajo. Las puertas del ascensor se cerraron. Una llave arañó el panel de bronce, antes de encajar en la ranura apropiada. El ascensor cobró vida con un murmullo y comenzó a subir. Victoria seguía dándole a la lengua.

Arriba, en absoluto silencio, Parménides extrajo el estrangulador que había fabricado para la ocasión de entre los pliegues de su capa. El alambre era algo más largo de lo acostumbrado, y había modificado y reforzado los mangos para conseguir una increíble potencia de tracción, aun cuando la víctima se encontrase a cierta distancia hacia abajo. Ningún Toreador iba a evitar que se cobrara la sangre de la hechicera. Según la tradición de hadd, la venganza, la vitae de Tremere no le pertenecía por derecho propio.

Parménides se ocuparía de que se hiciera justicia. Giró la manilla de la compuerta del ascensor.