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Viernes, 9 de julio de 1999, 1:10 h

Muro de Ikhwan, Alamut, Turquía oriental

Ocho asesinos rodearon en silencio a Fátima al-Faqadi. La observaban con atención mientras sopesaban sus numerosas hojas.

Fátima los estudiaba a su vez. No le hacía falta calibrar el peso de la jambia que esgrimía en su mano derecha. El delgado puñal con su punta ligeramente curvada le resultaba tan familiar como los ojos rasgados que la observaban cada vez que se miraba en un espejo. ¿Cuántas noches hacía que lo llevaba colgado de su cinto? ¿Cuántas almas había reclamado para mayor gloria de Haqim?

Rotó lentamente en el vértice del círculo de asaltantes y tomó nota de los gestos delatores que aún no habían aprendido a ocultar por completo, ademanes que resultarían invisibles para la mayoría pero que le decían a Fátima todo lo que necesitaba saber, qué asesino sería el primero en atacar.

Fátima conocía sus nombres, mas aquella información permanecía almacenada en una parte de su mente que, de momento, había cedido el control a una consciencia más primitiva, a habilidades que había entrenado y empleado durante siglos hasta que sus respuestas aprendidas fueron más instintivas que el propio instinto.

Por el momento, el cerco de asesinos se limitaba a una gama de distintas posturas, cabezas ladeadas, armas, movimientos calculados. A medida que giraba, Fátima se percataba de multitud de detalles que encasillaba por orden de prioridad: el omaní blandía una espada de metro y medio; el irlandés, la única piel pálida del grupo, esgrimía un martillo de guerra. El resto portaba hojas más pequeñas de variado diseño, si bien el argelino y el egipcio habían roto la tradición de escoger armas ancestrales. El tigre tamil sostenía su pihakaetta un par de centímetros por debajo de lo que debería. La postura del separatista kurdo resultaba algo falta de equilibrio; sus hombros se hallaban tensos, en lugar de relajados y flexibles.

Los ocho giraron, avanzando de forma casi imperceptible.

Sin previo aviso, Fátima descargó su puñal a la derecha. Cuando los asesinos reaccionaron a su finta, lanzó una patada con el pie izquierdo que desencajó la rodilla del omaní. La espada del hombre cayó al suelo de piedra, seguida de él mismo, con la pierna doblada en un ángulo visiblemente antinatural con el resto del cuerpo.

Antes de que su primer quejido se hubiera apagado, Fátima se apartó de un salto de la trayectoria del golpe que buscaba su espalda. Había sabido que vendría, y la única pregunta era, ¿de quién? La rusa. Ex miembro de la KGB, la única mujer presente aparte de ella. De manera simultánea, Fátima rompió la muñeca de la rusa, dobló el brazo de la mujer de modo que se apuñalara a sí misma por la espalda y la interpuso en el camino del arco que trazaba el martillo de guerra.

El ataque del irlandés golpeó a la rusa de lleno en la sien. Un agudo chasquido retumbó entre los muros de piedra de la Sala de la Hermandad. Al tiempo que la frágil agente de la KGB se desplomaba, Fátima le partió el antebrazo al nuevo asaltante y encajó su puñal en sus partes vitales para asegurarse. Tras desarmarlo de forma satisfactoria, se abalanzó sobre la hendidura que se apreciaba ahora en el círculo, dio la espalda a la pared y, en un insospechado alarde de generosidad, aguardó hasta que los cinco asesinos restantes hubieron recuperado sus posiciones.

Mas la pausa de Fátima no debía confundirse con un gesto de benevolencia. Aquellos asesinos eran sus alumnos. Tras haber reducido su número a casi la mitad en menos de treinta segundos, el pánico, o al menos la frustración, podrían abatirse sobre ellos. Si los derrotaba a todos en tan breve espacio de tiempo, Fátima no podría observar sus reacciones ante una situación desesperada.

Así que aguardó y observó. Los pies descalzos acariciaban en silencio la fría piedra de Alamut.

Los cinco asesinos restantes cerraron filas con cautela. Fátima, aunque era la primera vez que se enfrentaba a aquel grupo de fida’i había aprovechado aquellos primeros segundos de combate para familiarizarse con los movimientos de sus adversarios y sopesar la amenaza que suponía cada uno de ellos: muy poca. Con el martillo de guerra y la espada del omaní fuera de la ecuación, y la nueva proporción de cinco a uno, la balanza se inclinaba a favor de Fátima.

No mucho tiempo atrás, aquellos fida’i se habían contado entre los mortales más mortíferos pero, entre los hijos de Haqim, no eran sino bebés. Por cada uno de los años transcurridos para ellos desde que fueran acogidos en el redil, Fátima llevaba un siglo dedicada a su labor. Si bien eran asesinos veteranos, seguían aprendiendo a dominar las excelencias de la nueva fuerza que imbuía sus músculos. Fátima sabía que había quien nunca lograba recuperar el control intuitivo de sus cuerpos tras la transformación, quien nunca conseguía igualar en no vida el equilibrio de psique y temperamento que en vida los había hecho tan letales. Pero aquel grupo parecía prometedor.

Las antorchas encajadas en las abrazaderas de las paredes eran el único adorno del Muro de Ikhwan. Sus llamas proyectaban sombras que danzaban sobre los ricos tonos ocres y oliva de los rostros de los asesinos. Con el tiempo, su piel se oscurecería, más como la de Fátima, y encontrarían en el seno de Alamut la unidad que se les negaba a los indignos.

Mientras cubrían de manera casi imperceptible la distancia que los separaba de ella, Fátima dedicó un puñado de segundos a atisbar sus semblantes; no había nadie entre ellos lo suficientemente fuerte como para doblegar su voluntad. Cinco halcones, soberbios, centrados, inescrutables, depredadores que acechaban a su presa. De los cinco, sólo los ojos del kurdo delataban la menor agitación. Fátima tomó nota de que quizás necesitara repasar las primeras lecciones de los fida’i, pero su respiro, y con él el momento de reflexión, tocaba a su fin.

El yemení cubrió la distancia que los separaba con un ataque cegador. Su jambia no hizo manar la sangre, mas no era aquélla la intención de su envite. Continuó descargando estocadas. De naturaleza defensiva, útiles para desviar cualquier posible ataque con el que decidiera responder Fátima, al tiempo que intentaba maniobrar con la esperanza de obligarla a girarse y enfrentarse a él, dejando así la espalda expuesta a los demás.

De improviso, la mano derecha de Fátima salió disparada hacia arriba. El yemení hizo ademán de contrarrestar el golpe, pero la jambia de Fátima estaba ahora en su mano izquierda. Le abrió el abdomen de un tajo ascendente y, tras cambiar el arma de mano una vez más con absoluta precisión, giró en redondo para desviar el ataque por la espalda del kurdo.

Su intención se limitaba a obligar al kurdo a retroceder, a deshacerse de su amenaza y lanzar un ataque contra el tigre que volvía a acosarla por el flanco izquierdo, mas el kurdo no se zafó. No hizo ademán alguno de esquivar su golpe.

En lugar de eso, se ensartó en su hoja. La jambia de Fátima se incrustó en sus entrañas. Entre la fuerza de su carga y el impulso de su envite ascendente, tanto la empuñadura como la mano que la asía penetraron en su estómago y, en aquel instante, aquella fracción de segundo antes de desplomarse destripado al suelo, el khanjar del kurdo sajó el antebrazo de Fátima.

Sintió el veneno de inmediato, reconociéndolo por lo que era.

Gin-gin.

La piel de su antebrazo lacerado se ampolló y reventó. El fuego corrió por sus huesos hasta las yemas de sus dedos. Comenzaban ya los espasmos musculares. El instinto tomó las riendas de la situación. No había tiempo para dilucidar cómo era posible que aquella traición inimaginable hubiera podido llevarse a cabo, cuál era el origen de tamaña alevosía. Fátima devolvió el arma a su mano izquierda en menos de las fracciones de segundo que tardó su diestra en quedar anulada por los calambres. Intentó cerrar la mano derecha para convertirla en un puño, sin conseguir siquiera llegar a mover un dedo.

El fuego se extendía por su brazo.

Fátima había estudiado hacía tiempo las ponzoñas de los asesinos, tanto las nuevas como las clásicas. El gin-gin era una de las más antiguas, una de las más oscuras, una de las más potentes. Pocas sustancias, pocos venenos, conservaban sus mortíferas propiedades cuando se las enfrentaba con la sangre de Haqim; pocas llegaban a ser letales para alguno de sus chiquillos. El gin-gin era una de ellas y, en aquellos momentos, corría por las venas de Fátima.

Un amplio barrido mantuvo a raya a sus tres adversarios restantes, por el momento. Aquel ejercicio no comprendía la rendición, sólo la victoria o la derrota. La capitulación de un maestro era algo sin precedentes, mas Fátima se enfrentaba a algo peor que la ignominia.

Obligó a su sangre a acudir al brazo dañado. Un veneno menos potente bulliría hasta evaporarse en un instante, dada su habilidad para transformar su propia sangre en una eficaz toxina, pero el gin-gin resistía sus envites. Con tiempo y una concentración absoluta, sería capaz de purgar el veneno de su cuerpo, pero aquéllos eran lujos que no podía permitirse. A menos que despachara a sus tres pupilos, y cuanto antes, el gin-gin continuaría propagándose por su cuerpo, tullendo los músculos a su paso. Si llegara a perder el conocimiento, lo cual ocurriría a ciencia cierta de quedar paralizada en plena embestida de sus alumnos, el veneno devoraría sus entrañas hasta que ni la sangre de Haqim encontrase restos que sanar.

Ya los tres asesinos le parecían a Fátima más buitres que halcones. Se preguntó si a la liebre del desierto le importaría que fuese un buitre o un halcón el que picoteara su cadáver. Miró fijamente a los tres, escrutando sus rostros en busca del más leve indicio de complicidad. ¿Una conspiración entre los fida’i? Carecían tanto de motivos como del talento necesario, por no mencionar el acceso al gin-gin. Haría falta un antiguo…

Mas la verdad tendría que esperar… si sobrevivía.

El argelino de su derecha vio su oportunidad en el brazo que oscilaba inerte al costado de Fátima. Se abalanzó sobre ella… pero no lo bastante rápido. Con la zurda, Fátima desvió la ancha hoja de su dha y, casi de modo simultáneo, le incrustó la frente en el rostro. Un giro, una patada, un cuello roto y un enemigo menos. Quedaban dos.

Eso es lo que pensaba Fátima, al menos, hasta que percibió cierto movimiento procedente del lugar donde el traicionero kurdo había caído… y donde debería permanecer tumbado. Se debatía por incorporarse de nuevo, una hazaña con la complicación añadida del entramado de vísceras desparramado a sus pies.

Fátima se sorprendió, pero no se dejó distraer igual que el asesino egipcio. Distracción que fue su perdición. Dos rápidos tajos del filo de Fátima y se derrumbó, desjarretado y retorciéndose de agonía.

Fátima embestía ahora contra el tigre, quien la esquivó con facilidad, aunque su finta permitió que la mujer pudiera volver a concentrar su atención en el kurdo. Éste esgrimía aún su hoja envenenada y la agitación que había percibido Fátima en sus ojos había cedido el paso a la locura. Trastabilló en dirección a ella.

El brazo de Fátima palpitaba desde su mano hasta el hombro. Su sangre combatía el veneno y frenaba su propagación pero, al no poder dedicarle toda su atención, el gin-gin estaba devorando músculos y nervios. Los huesos no tardarían en volverse quebradizos y ceder ante su propio peso.

El kurdo, vidriosos los ojos a causa del odio y la demencia, se le echó encima. Fátima se movió, torpe, tratándose de ella, obstaculizada su finta por el peso muerto del brazo, aunque consiguió compensarlo lo suficiente. Un barrido y un brinco de su muñeca dispararon la jambia contra el khanjar. El arma del kurdo cayó al suelo. Fátima lanzó su hoja disparada hacia arriba para cercenar la garganta del hombre bajo su barbilla.

Empero, el kurdo enloquecido, con sus tripas desparramadas a su espalda, seguía hostigándola a pesar de unas heridas que tendrían que haber anulado a cualquier hijo de Haqim o vástago de Khayyin. ¿Qué era aquella criatura? Fátima no sentía la sangre de un antiguo en él y, sin embargo, tenía poder, un salvajismo que destellaba en sus ojos dementes, una violencia tan antigua como la propia tierra.

También el tigre se acercaba, con la intención de conseguir lo que ninguno de sus camaradas había conseguido: descargar el golpe de gracia sobre su maestra. ¿Estaría confabulado o se trataba de un alumno aplicado? En cualquier caso…

Con un movimiento fluido, Fátima giró sobre sus talones y lanzó su jambia contra el de Sri Lanka. El arma no poseía el equilibrio necesario para resultar un proyectil efectivo, pero los años de entrenamiento demostraron que habían valido la pena. El filo sesgó laringe y esófago y se hundió hasta la empuñadura. El tigre cayó de rodillas, como si le hubiesen amputado los pies, antes de desplomarse de bruces sobre el suelo.

Sin vacilar, Fátima giró en redondo y lanzó una patada. Su pie ladeó la cabeza del kurdo. El crujido de su mandíbula casi consiguió ahogar el cascabeleo de los dientes que rodaron sobre el suelo de piedra. Hincó una rodilla, aunque no en señal de derrota. Su mano salió disparada hacia el khanjar envenenado que yacía cerca de él.

Fátima sacó una antorcha de su soporte y descargo la maza ígnea contra la cabeza del kurdo, antes de estrellarla contra su rostro. El hombre se derrumbó de bruces y Fátima estuvo encima de él al instante. Le aplastó una mano de un pisotón y volvió a golpear con la tea, esta vez contra su nuca. Aplicó allí la llama, dejando que el fuego prendiera en el pelo y la carne no muerta. Los gritos y los forcejeos no consiguieron aflojar la presa de Fátima que, pese a emplear una sola mano, seguía siendo férrea.

Las lenguas abrasadoras lamieron con avidez la piel y los nervios que deberían llevar años convertidos en polvo. Transcurridos algunos segundos, Fátima hubo de retirarse de un salto; su inmunidad al fuego no era mayor que la del kurdo. Éste se las había ingeniado para recuperar la verticalidad y volvía a abalanzarse sobre ella como una especie de diablillo ardiente.

Fátima trazó un nuevo arco con la antorcha, que fue a estrellarse de lleno en el rostro carbonizado del hombre, cuya cabeza se sacudió hacia arriba y a los lados en medio de una serie de crepitaciones y chasquidos. La fuerza del impacto había conseguido detener su embestida. Permaneció allí plantado durante un instante interminable, vueltos los ojos hacia el techo, antes de desplomarse y ser devorado por las llamas.

Fátima cayó de bruces, abrumada por el peso de su brazo muerto. La rodeaban el humo y los lamentos de cuantos alumnos desarmados conservaban el conocimiento. Apenas sintió el impacto de su rostro contra el suelo. Se había refugiado en su interior, implorando toda la potencia de su sangre, la sangre de Haqim, para combatir el veneno de su brazo. Seguía esperando una daga en la garganta en cualquier momento. ¿Dónde estaba el cómplice del kurdo? Ésa habría de ser su ocasión, mientras ella se enfrentaba a la ponzoña, completamente a su merced. Mas no hubo conspirador alguno que quisiera cobrarse su pieza. Lo único real era el fuego que ardía en su brazo.

Gin-gin. Esencia de raíz de gin-gin hervida con sulfuro en la vejiga de una cabra. Muy despacio, la sangre de Haqim obligó al invasor de su brazo a replegarse, abrumó a la toxina, la desmenuzó. Una insensibilidad glacial reemplazó al dolor abrasador. Los pensamientos de Fátima se amontonaban en su cabeza. ¿En verdad habría llegado la traición hasta el interior de Alamut, hasta el Muro de Ikhwan? Sus fuerzas la abandonaron en el preciso momento que el veneno era destruido, tras lo que el sopor la arrulló en su manto.