Sábado, 3 de julio de 1999, 3:18 h (hora local)[1]
Gruta de los diez mil lamentos, cerca de Petra, Jordán
Elijah Ahmed, califa de Alamut, atravesaba las tinieblas en silencio camino de su destino. Había dejado atrás sus sandalias hacía kilómetros, pulcramente depositadas ante el umbral de la caverna. Sus pies, cuyas plantas no habían sentido el roce de las arenas abrasadas por el sol del desierto desde los primeros días del profeta sagrado, no desplazaban ni un solo guijarro ni descolocaban la menor mota de polvo de su lugar de descanso sobre la arenisca.
La mente de Elijah guardaba silencio. La reconfortante escritura manaba de su alma del mismo modo que sopla la fresca brisa del atardecer, procedente del norte.
«Él, Alá, es grande. Es Él, Alá, de quien todos dependemos. No engendra, ni fue engendrado, ni tiene igual».
La oscuridad era absoluta, pese a lo cual el califa caminaba resuelto. El sinuoso túnel se bifurcaba en infinidad de pasadizos, mas Elijah no aminoró la marcha en ningún momento. Nunca antes había recorrido aquella senda y, sin embargo, los recodos de aquellas grutas toscamente talladas le resultaban tan familiares como el tacto de la sencilla tela que componía su túnica musulmana. No podía ignorar aquello que lo impulsaba hacia delante. No podía extraviarse.
Los pasadizos giraban a izquierda y derecha, sin aparente orden ni concierto; bruscas curvas en espiral que casi se cerraban sobre sí mismas, amplios arcos hacia el noroeste, repentinos cambios de sentido hacia el sur, zigzags cuya tangente conducía hacia el este sin apuntar nunca al sol naciente de forma directa. En medio de aquel caos esculpido, los pasos de Elijah Ahmed le guiaban siempre hacia abajo, cada vez más próximo a las entrañas de la tierra.
«Él, Alá, es grande. Es Él, Alá, de quien todos dependemos. No engendra, ni fue engendrado, ni tiene igual».
Cuando Elijah hubo dado al fin el último paso, se encontró no en uno de los pasillos de las últimas horas, sino en una cámara inmensa. La oscuridad se abría ante él como el más absoluto de los vacíos, mas ni siquiera la ausencia de luz consiguió ocultar a sus ojos la presencia del heraldo.
Se hallaba sentado sobre una pila de piedras gigantescas, un trono carente de adornos excavado en la roca. Tampoco el heraldo lucía ornamento alguno. Su cuerpo desnudo, infantil, se asemejaba a una escultura de carbón apelmazado, donde cada fisura, cada grieta en aquella superficie endurecida en el horno era en realidad una cicatriz dentada que contrastaba como un relámpago negro que restallara en mitad de la medianoche más oscura; oscura, a excepción de la luna creciente y sus estrellas, blancas como el hueso. La luna creciente de aquella medianoche era un collar de marfil que descansaba sobre el torso del heraldo, absolutamente inmóvil. Las estrellas también eran de hueso, si bien no se trataba de meros avíos; aquél era el esqueleto de ur-Shulgi, allí donde la piel de medianoche se había pelado o descascarillado antes de desprenderse; formaban el estuche de la esencia del heraldo, cuyo tuétano estaba compuesto de venganza.
Tal era el ser al que se enfrentaba Elijah Ahmed.
Elijah Ahmed, califa de Alamut, uno de los du’at tripartitas, miró el vacío sin fondo donde tendrían que haber estado los ojos del heraldo. Las cuencas aparecían inmersas en sendas quebradas de hueso; aquellos abismos eran como una acusación de heridas y crímenes cometidos hacía mil años, como si el propio Elijah le hubiese arrancado los ojos para distraerse, o a modo de broma cruel.
Mas el heraldo posó la mirada sobre Elijah, y vio.
—Elijah Ahmed —habló ur-Shulgi.
Elijah se postró de inmediato ante el heraldo. La arenisca, de la que debería emanar el frescor propio del vientre de la tierra, quemó la frente del califa. Mas éste lo soportó.
»Chiquillo de Haquim —dijo el heraldo—. Sangre de su sangre de su sangre de su sangre. —La voz de ur-Shulgi inundaba la cámara igual que el viento del sur del desierto. Sus palabras portaban el aguijón de las primeras motas de una tormenta de arena capaz de separar la carne del hueso—. Levántate, Elijah Ahmed.
El califa obedeció, como habría hecho aunque sus deseos hubiesen sido otros. Se incorporó sobre una rodilla. La arena, al tacto, se había convertido en el amplio manto que cubre el desierto a mediodía. No le hacía falta mirarse la palma de las manos para saber que su piel oscura comenzaba a tostarse; la rodilla izquierda, sobre la que descansaba el peso de su cuerpo; la suela de su pie derecho; el empeine del izquierdo. Con la cabeza gacha, humillados los ojos, Elijah no prestó atención al fuego que recorría su cuerpo y rindió silencioso tributo al heraldo de su señor.
Más se cernía una tormenta.
Los vientos del desierto, como un horno abierto alimentado por la rabia de los antiguos, se echaron sobre él. Su fina túnica musulmana se deshizo en cenizas de inmediato, al igual que su cabello, sus cejas y sus pestañas. El califa cerró los ojos para protegerlos del calor, pero sus párpados no tardaron en desprenderse como si fueran de papel. No le quedaba otra opción sino ser testigo de su juicio final.
En aquel instante, Elijah Ahmed supo lo que era el miedo. Era una señal de sabiduría, ya que, ¿quién sino los estúpidos osarían no sentir miedo ante el poder desatado de los cielos? En aquel instante, Elijah supo también la pregunta que, sin palabras, cobraba forma en el seno de aquel feroz viento del desierto:
«¿Quién te da vida, Elijah Ahmed?».
Elijah ya no podía pensar con claridad, hasta tal extremo había subido la temperatura, pero no necesitaba la razón para afrontar aquel reto. La pregunta no era nueva para él; lo había acosado desde que era capaz de recordar, desde antes que el sabio Thetmes lo Abrazara en aquella muerte sin fin, desde los días de Elijah como mortal, cuando seguía las huellas del profeta sagrado. Desde lo más profundo de su alma, la respuesta surgió rebosante como una calabaza que se llenara en el oasis de un desierto.
«Alá me da vida».
El viento feroz se convirtió en un tornado desatado. Rugió en los oídos de Elijah, cuyos frágiles cartílagos habían comenzado a fundirse y se derramaban sobre sus mejillas. También sus ojos desnudos padecían el asalto de la tormenta. Sus lágrimas se secaban antes de llegar a convertirse en llanto.
El heraldo ya no se encontraba sentado sobre su grandioso trono en el extremo más alejado de la cámara. No se había movido y, sin embargo, ur-Shulgi se erguía ahora, inmóvil, ante Elijah, a escasos centímetros del califa. La peñascosa piel carbonizada refulgía en el seno del violento torbellino.
—El joven Alá —musitó ur-Shulgi—. ¿Estás seguro, chiquillo de Haqim?
El rostro de Elijah se hallaba ahora mirando hacia lo alto, aunque no recordaba haberse movido. Sus ojos se transformaron en dos charcos de sangre cuando la tierna carne se desintegró bajo la furia de ur-Shulgi. La piel del califa se descascarilló y se desprendió a tiras. Cuando lo abandonó la visión, Elijah no fue consciente, no pudo darse cuenta, del momento eterno durante el cual no pudo parecerse más al heraldo ante el cual se arrodillaba. Elijah quería abrir la boca, decir algo, pero los músculos de su mandíbula habían quedado inservibles y su lengua se ennegreció hasta convertirse en un tumor incandescente.
A medida que ardía la carne de Elijah Ahmed, un credo resonó desde lo más hondo de su ser:
«Haqim ha extendido mi existencia, pero fue Alá el que me dio la vida. Alá es el más grande. Alá, de quien todos dependemos. No engendra, ni fue engendrado, ni tiene igual».
—Muy bien —dijo ur-Shulgi. Sus palabras se abrieron camino a través de los arruinados oídos de Elijah, hasta el interior de aquella mente que había cruzado el umbral del dolor—. En nombre del más antiguo, reclamo lo que le pertenece por derecho.
Nada más ser pronunciadas aquellas palabras, el cuerpo ennegrecido que había sido Elijah Ahmed, califa de Alamut, vomitó la sangre de Haqim sobre una enorme vasija de barro.
Transcurridas muchas horas, los vientos se apaciguaron y todo fue de nuevo la calma y el silencio del vacío.