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Miércoles, 1 de septiembre de 1999, 00:37 h

Red Hook, Brooklyn, ciudad de Nueva York

Liz miraba fijamente la llave que descansaba a su lado, en el sofá. Su imagen la torturaba… del mismo modo que la había torturado en aquel gélido momento, cuando Ramona la había sostenido en alto. Todo le parecía demasiado irreal. Ramona tenía la llave… la llave de Hesha… las esposas estaban abiertas… las esposas con las que Hesha la había atado la última vez que se vieron.

Hasta que Ramona no volvió a cerrar las esposas metálicas, no logró regresar a la realidad. Realidad… encarcelamiento. Entonces Khalil volvió y ella tuvo que esconder rápidamente la llave. Liz tenía la certeza de que Khalil la encontraría… de que, de alguna forma, averiguaría que la tenía en su poder. Y durante toda la madrugada y aquella noche, hasta que se fue, lo único que había podido hacer había sido quedarse tumbada sobre el sofá, paralizada por el terror, incapaz de reaccionar ante los viles comentarios de su secuestrador y sus ultrajantes preguntas. Durante todas aquellas semanas se había hecho experta en ignorarlo. Aunque Khalil podía chantajearla para sacarle información siempre que quisiera (solía amenazarla con herir a Amy o dejarla morir de hambre), el shilmulo no necesitaba saber nada más.

Sólo quedaba su gélida mirada… su perversa mirada de hambre.

Cuando Khalil se fue, Liz se obligó a esperar media hora más, antes de sacar la llave de su escondite entre los cojines. La había colocado a su lado y la contemplaba como si fuera una reliquia sagrada. Pero al igual que cualquier regalo del divino, sólo le mostraba sus propias carencias y miedos.

¿Adónde iría? Había pasado todas las noches de su muerte en aquel lugar… en su apartamento… encadenada. Tendría que encontrar un nuevo refugio en donde esconderse del sol… pero Khalil se había llevado su dinero.

—Piensa, Liz, piensa —al principio, su propia voz le resultó extraña, pero le obligó a regresar a la realidad, a pensar por sí sola. Khalil no había encontrado la llave de su caja de seguridad. Allí guardaba dos mil dólares… todo el dinero que había ahorrado, prometiéndose que sería para una escapada romántica, para preparar algo espontáneo cuando el hombre perfecto… sí el hombre perfecto… entraba en su vida.

Elizabeth rió en voz alta, dolorosamente. Ya no viviría ningún romance de cuento de hadas ni realizaría ningún viaje apasionado, nunca iría con su amado a Grecia ni a Egipto.

—Dios mío, Egipto no —volvió a reír… de hecho, no podía parar de reír. Y entonces empezó a sollozar, pero se detuvo de inmediato, enfadada consigo misma, secándose las lágrimas y lamiendo la sangre de sus manos antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.

»Piensa —se repitió, obligándose a calmarse. Respiró profundamente e intentó no advertir la extraña sensación que notaba cuando el aire entraba en sus pulmones. Echó una ojeada al reloj: ya había perdido demasiado tiempo. Había desperdiciado demasiado tiempo aquella noche, divagando… y demasiado tiempo durante las últimas semanas, al estar indefensa.

Cogió la llave y abrió las esposas que encerraban sus muñecas izquierda y derecha. A continuación, las de los tobillos. Al levantarse del sofá, sintió un arrebato de miedo… estaba segura de que Khalil regresaría en cualquier momento. Se abalanzó hacia su escritorio (su poderoso y sólido Sleipnir había vuelto a ser digno de toda su confianza) y abrió uno de los cajones laterales. Khalil no había descubierto el diminuto falso fondo de ese cajón. Sólo había dos objetos planos ocupando aquel espacio: una carta que contenía las únicas palabras cariñosas que su padre había decidido escribirle y la llave de su caja de seguridad. Cogió ambas cosas y se las metió en el bolsillo.

Se detuvo para echar un vistazo al apartamento y sintió un agudo dolor en su corazón. A pesar de los estragos que había causado Khalil, en aquel lugar seguía habiendo demasiadas cosas suyas: sus libros, sus cuadernos, sus herramientas. ¿Cómo podía dejarlo todo allí? Sin embargo, no tenía elección. Quizá el hecho de haber sido encarcelada en su propia casa le había resultado útil de alguna forma: si no se hubiera sentido aterrorizada y maltratada, nunca se hubiera obligado a dejar todo aquello que fue su antigua vida.

Con decisión, Elizabeth se encaminó hacia la puerta.

Pero cuando iba a introducir la llave el primer cerrojo, éste empezó a girar, aparentemente por voluntad propia… aunque en verdad lo hacía una llave utilizada desde el otro lado.

Retrocedió aterrorizada mientras los cerrojos se iban abriendo, de uno en uno, y la puerta se abría.