Lunes, 2 de agosto de 1999, 22:06 h
Red Hook, Brooklyn, ciudad de Nueva York
Ramona chiquilla de Tanner se encaramó torpemente al asiento posterior de su pequeño taxi. Miró a su alrededor con inquietud. La calle estaba vacía y eso era bueno. Como nadie vivía en los alrededores, y no se acercaba ninguna persona por ninguna dirección. La esquina en la que se encontraba estaba bien iluminada, hecho que la convertía en un blanco fácil. No había visto ningún trozo de suelo desnudo a menos de tres edificios, y eso significaba que no podría sumergirse en él si necesitaba un agujero en caso de emergencia. Este almacén… se alzaba sobre ella y tenía demasiados ojos. No tenía ninguna razón (todavía) para dejarlo todo y escapar de Khalil, pero las medias razones (sus instintos) se estaban amontonando como las moscas sobre una rata muerta.
Después de estar hablando en la catedral, él había organizado un encuentro para el domingo. Llegó solo, tal y como ella le había pedido, pero no le había dicho nada nuevo ni le había curado la mejilla. Además, había sido capaz de pedir un taxi (el taxi del que acababa de apearse en aquellos instantes) en una parte de la ciudad que los taxistas preferían evitar si deseaban conservar su vida.
—Sé qué es lo que tengo que hacer con tu herida —le había dicho Khalil mientras se alejaba—. Vuelve a este lugar mañana por la noche y haré que uno de mis hombres te recoja y te lleve a mi nuevo hogar.
Se había ido antes de que pudiera añadir algo. Sus opciones eran pocas, dulces y brutales: entrar en el juego y, quizá, quemarse, o ignorar el encuentro y decir adiós a la gran esperanza de vengar a sus amigos…
De pronto, recordó lo que estaba haciendo en ese lugar. Dio media vuelta y vio que el taxista había sacado medio cuerpo del vehículo. Ramona extrajo algunos mugrientos billetes de sus bolsillos y se los tendió. Éste sonrió y movió las manos, rechazándolos.
—No, no. Gracias. Está todo arreglado —rebuscó en el maletero y continuó hablando—. Si tiene la bondad de esperar un momento, señorita…
Levantó con dificultad seis botes de pintura para interiores que se apoyaban en una bandeja de cartulina.
—Esto es para el señor Ravana. ¿Podría —se agachó ligeramente por el peso— llamar al timbre por mí, por favor?
Ramona se acercó para ayudarle con los botes, pero el conductor ya avanzaba, torpemente, hacia el portal. Ella salió disparada, lo dejó atrás y apretó el botón; a continuación, deslizó sus pequeñas y fuertes manos bajo las del taxista, que eran largas y huesudas.
—Lo tengo —dijo. Tras protestar un poco, el conductor aceptó agradecido. Cuando la puerta chasqueó, él la abrió y le dio, en un inglés educado y con fuerte acento, instrucciones detalladas para llegar hasta el apartamento situado en lo alto del almacén.
Con gran esfuerzo (pues el taxista había repetido algunos de los giros, en un intento de ser excesivamente servicial), lo encontró. Khalil Ravana la esperaba en el umbral, sujetando la puerta. Miró a ambos lados de la pasarela y esbozó lo que parecía una sonrisa de bienvenida. Pasó un brazo bajo la caja y avanzó a grandes zancadas por la habitación con su pintura.
—¿Has tenido algún problema viniendo hasta aquí? ¿Mukherjee te ha tratado bien? —sin esperar a sus respuestas, subió unos escalones y dejo caer la caja sobre una vieja mesa deteriorada que se alzaba, solitaria, en medio del nivel superior.
—Haz como si estuvieras en tu casa mientras termino con esta capa.
Ramona se alejó y miró a su alrededor. El apartamento era grande y estaba bien ventilado. Comparado con las habitaciones en las que había crecido, el contraste era agradable. Tenía ventanas altas y elegantes, una tercera parte de las cuales habían sido pintadas de negro. Observó un hilo de pintura que había goteado desde uno de los cristales superiores y había salpicado el suelo. En un extremo del estudio, capas y más capas de un áspero tejido blanco pendían de una barra de las vigas. Algunas se habían soltado de sus anillas y, en la más cercana, pudo ver negras huellas de manos. Dio la vuelta y examinó el resto de la habitación.
El Ravnos vertió otro chorro de aquella oscura sustancia pegajosa en una bandeja de aluminio y cogió el rodillo de mango telescópico. Empapó el rizado tubo en el látex negro mate y lo deslizó por la siguiente banda.
—¿Qué te parece mi apartamento? ¿Está listo para salir en una revista de decoración? ¿O en los programas que muestran las casas de los ricos y famosos? —los ojos de Ramona se volvieron hacia él; recelaba de su levedad y de su imposible acento inglés. Khalil continuó hablando, sin advertirlo.
—La exposición al norte es demasiado fuerte, lo admito, pero me estoy ocupando de ello —volvió a empapar el rodillo—. Puedes quedarte aquí, si quieres. Cuantos más seamos, más nos divertiremos, especialmente si llegan invitados inesperados. Por cierto, ¿te está buscando alguien?
Khalil se giró para ver su reacción.
Ella sacudió la cabeza.
—Nadie sabe que estoy aquí. Todos los que me conocen están muertos —afirmó con rotundidad.
—Perfecto —respondió Khalil precipitadamente—. Me refiero a que tú eres el cazador, no la presa. Se trata de una situación mucho más cómoda.
Tras una pausa, se volvió a oír el rítmico chirrido del rodillo.
Ramona se alejó de su anfitrión y desapareció tras una cortina de sábanas. Las garras le picaban. Sobre la mesa que había junto a la sábana había extraños objetos… estaban rotos y listos para ir a la basura. Cogió un bolígrafo ociosa y le quitó la tapa; era una estilográfica; con ella, trazó una nerviosa línea en un bloc de notas. Una deslucida bandeja de metal llamó su atención. Observó sus grabados y descubrió montones de escudos, animales y diminutas consignas en latín, que podía leer pero no comprender. Vincit qui si vincit… Vocatus atque non vocatus deus aderit… La dejó en donde estaba y oyó que Khalil seguía hablando.
—¿Quieres ayudarme a pintar?
—No.
—Entonces, ¿hay algo con lo que puedas entretenerte mientras termino?
Ramona deslizó una mano sobre su enredado cabello (de tan sucio que lo tenía, le resultaba imposible pasar los dedos a través de él).
—Podría usar la ducha —admitió.
A Khalil le costó sonreír. Elizabeth seguía encadenada a la pila del lavabo. Como esta Gangrel no sabía lo suficiente para odiarle, tampoco sabría lo necesario para desconfiar del bebé de serpiente. Debería haberlo pensado antes de llevar a Ramona a ese lugar… pero ¿cómo podía imaginarse que una sucia forastera quisiera lavarse? En Calcuta, todos parecían sentirse orgullosos de su hedor. Tendría que mover a la Setita y…
—¿La ducha? —repitió él en voz baja.
—Maldita sea, no me importa —espetó, golpeando el aire que había entre ellos con un gesto exagerado. Murmuró algo amargo en español.
—No —el Ravnos rió con poco entusiasmo—. No hay ningún problema, pero deja que aparte algunas cosas de en medio y me asegure de que el agua está conectada…
Bajó de la escalera y se enjugó las manos. Cogiendo algo del bolsillo trasero de su pantalón, se dirigió a las cortinas que había alrededor del dormitorio, blasfemando en voz baja. De la bañera salían unas tuberías y había un radiador firmemente unido al tabique. Khalil tiró de las cortinas, acercándolas un poco más al extremo de la sala, y sigilosamente abrió la puerta tras la que se encontraba Elizabeth.
Ramona se acercó a unas estanterías repletas de libros. Los títulos le decepcionaron: mitos, antigüedades, lenguas muertas e historias de lugares de los que nunca había oído hablar. De todas formas, el mueble era muy bonito y estaba decorado con velas y fotografías. Se dirigió a un grupo de sillas y sofás. Qué agradable, estoy en casa, pensó, aunque el apartamento no se parecía a nada que tuviera ella. Todo era muy cómodo y acogedor; además, olía bien. Se acercó al sofá más grande para olerlo y paseó melancólicamente sobre la peluda moqueta de la «sala de estar».
—Arriba —dijo Khalil. Aunque fue un susurro, los agudos oídos de la Gangrel pudieron oírlo. A continuación oyó unos suaves golpes y pudo ver al Ravnos empujando a alguien tras la sección tapada del apartamento. Ramona se acercó silenciosamente a un agujero que había en las cortinas y espió. Había una chica… no, una mujer madura… atada de pies y manos con cadenas, como un preso. Y estaba absolutamente callada. Liz advirtió que Ramona les estaba observando mucho antes de que lo hiciera su secuestrador. A la joven le impresionaron sus ojos: a pesar de lo que estuviera haciendo Khalil con ella, aún conservaban su dignidad. Suplicaban. La mujer no se mostraba desafiante ni hacía nada por lo que pudiera recibir un castigo (Zhavon, pensó Ramona, buscaba problemas…). Tampoco era una prisionera aterrorizada (Al final, Zhavon se sentía aterrado, recordó Ramona, sintiéndose culpable). Aquellos extraños ojos de color marrón dorado simplemente decían: «Estás viendo lo que me hace». Sin una palabra, la mujer consiguió que Ramona reflexionara sobre ello y, cuando Khalil la vio, su fiero rostro estaba tan negro como la noche.
—¿Qué estás haciendo? —dijo la Gangrel, amenazadora. Khalil sintió que la sala estaba cada vez más fría. Se puso fuera del alcance del radiador (y de Ramona) e intentó cambiar su expresión: de pánico y culpabilidad pasó a reflejar sorpresa. Escogió al azar una especie de respuesta.
—Moverla —respondió despreocupadamente—. Querías usar la ducha, ¿verdad? Lizzie y yo hemos tenido que refugiarnos aquí durante los dos últimos días.
Señaló las ventanas haciendo un ligero gesto con el dedo y continuó.
—Estoy intentando disponer de más espacio, pero hay un montón de ventanas que pintar. Esta noche, ella tendrá que volver a dormir en la bañera.
—¿Pero por qué está encadenada? —apremió Ramona con un desagradable tono de voz.
Khalil se mojó los labios y se acercó un poco más a su compañera.
—Su amante, Hesha, es el hombre al que estamos buscando para que nos ayude a encontrar a Leopold. Ha desaparecido —murmuró, a modo de disculpa—. Podría estar muerto… y ella está teniendo ciertos problemas para superar su pérdida.
Miró por encima del hombro a la Setita.
—Además, para ella, todo esto es nuevo… de modo que es susceptible a perder el control. Así que, para evitar que se haga daño a sí misma y a otras personas —añadió con una sonrisa de desaprobación—, estas cadenas son una desafortunada necesidad.
—¿Por qué está aquí? La tenías escondida —lo acusó.
—Intentaba que tuviera algo de intimidad. Ella… oh… sólo tiene tres noches de edad… ayer todavía tenía náuseas. ¿Acaso no consideras que es más educado dejarla sola mientras le suceden esas cosas?
Ramona recordó las primeras y solitarias noches que vivió después del cambio… recordó su cuerpo desembarazándose de todo, excepto de la sangre… recordó a sus padres golpeando la puerta del baño… recordó su huida a las alcantarillas para evitar las preguntas.
—Tienes razón —respondió, compasiva.
Khalil susurró, enérgicamente.
—Verás, Leopold tiene el Ojo. Hesha Ruhadze puede encontrar el Ojo, si es que aún está vivo, y ella es su chiquilla. Podrá encontrarlo en cuanto reaparezca. Es mi perro de caza, y el cebo. ¿De acuerdo? —se aproximó un poco más a ella y espetó—: Estamos a punto de atrapar a Leopold, pero para hacerlo, dependemos de ella.
Airadamente, empujó a Liz hasta el radiador y abrió la argolla de su mano izquierda.
Profundamente afligida, Ramona sopesó sus opciones. Tenía tantas ganas de vengar su muerte que podía saborear su dulce picor en la garganta. Sin embargo, era incapaz de participar en un secuestro; no deseaba que nadie tuviera que estar enjaulado como Zhavon. Por otra parte, sabía cómo había sido ella misma cuando había perdido el control, en aquella época en la que hubiera sido mejor estar encadenada que haber permitido que la Bestia hiciera lo que quisiera. Más adelante, esta mujer les agradecería que la hubieran retenido. Hizo una mueca y la expresión abrió de nuevo el corte de su mejilla. Sucediera lo que sucediera, tenía que conseguir que le curaran aquella herida. Si ese tipo le había dicho la verdad cuando afirmó que podría curar lo que el Toreador le había hecho, puede que entonces también creyera lo que le había contado sobre esa mujer. Pero si no podía curarla, pagaría por sus mentiras con sangre y liberaría a la mujer antes de irse.
De este modo, la venganza y la incertidumbre triunfaron sobre el abuso moral. Tuvo que apartar la mirada de la mujer mientras Khalil encerraba su puño en el radiador. Cuando deslizó la cadena por la columna, el fuerte sonido metálico sacudió la consciencia de la Gangrel.
—Espera —Khalil se giró y la miró fijamente—. Al menos, podría sentarse aquí con nosotros.
Cogió una papelera y la sostuvo torpemente.
—Podría ver la televisión o leer algo. Seguro que hay algún sitio más cómodo en el que pueda estar y en el que nosotros también estemos seguros.
Cinco minutos después, Elizabeth volvía a estar atada a la columna central del apartamento. Sin embargo, ahora estaba sentada en el sofá. Debido a la insistencia de Ramona, Khalil había accedido a dejarle una mano libre. A regañadientes, ansioso, advirtió a la Gangrel una y otra vez que no se pusiera al alcance del brazo de la serpiente.
—¡Ten cuidado! —cogió la helada pintura y observó a su compañera, que estaba acercando diversos objetos a Elizabeth.
—No le dejes lápices. Podría clavarte uno como si fuera una estaca —le mintió—. Es peligrosa, ¿me estás escuchando? Vigila.
Malhumorado, volvió a mojar el rodillo.
—Aquí está el mando de la televisión —dijo Ramona—. Y el cubo de la basura está allí.
Sacudió su enmarañada cabeza de forma inquisitiva.
—¿Quieres que te acerque algo más?
Elizabeth observó atentamente a la nueva guardiana de su prisión: morena, hispana, adolescente (se tuvo que recordar que podría llevar muerta varios siglos), independiente, sucia, bastante guapa bajo la mugre, desfigurada y, posiblemente, sincera. Pensó largo y tendido en algo que pudiera pedirle.
—¿Podrías acercarme ese escritorio? —dijo la mujer con voz suave y agradable.
Ramona se acercó a la mesa de café y encontró una especie de bandeja repleta de papeles, bolígrafos y libros pequeños. Se la acercó para que pudiera alcanzarla con la mano libre y la mujer la depositó sobre su regazo.
—Gracias —dijo en voz baja. Sin volver a mirar a Ramona, añadió—: Hay toallas limpias, una esponja, jabón y un cepillo nuevo en el armario de mimbre que hay junto a mi cómoda. Puedes coger la ropa que quieras de mi armario.
Ramona la observó unos instantes. Elizabeth destapó un bolígrafo y empezó a escribir algo, y la Gangrel se alejó de ella sin decir nada más.
Todas las ventanas tenían el color del alquitrán. Los gases que despedía la pintura al secarse ahogaban la atmósfera, pero no tuvieron ningún efecto nocivo sobre las tres criaturas que se encontraban en el interior del apartamento. Elizabeth, sentada en el sofá y absorta en sus dibujos y notas, apenas percibía el olor. Ramona, que estaba sentada totalmente erguida en la silla del escritorio de nogal, había estornudado, escupido e intentado ignorar el olor durante horas. En aquellos momentos, su nariz ya se había insensibilizado al disolvente. Khalil, que disfrutaba de los efectos que tenía aquel producto químico sobre la Gangrel, había rechazado solemnemente todos los intentos que hizo ésta por abrir la puerta o ventilar la habitación.
El Ravnos conectó un aparato (una lámpara con diversos brazos y una gran lupa en el centro) y colocó la resplandeciente bombilla sobre el corte de la mejilla de Ramona. En la banqueta que había entre ambos había diversas herramientas; escogió un rizado pico de dentista y un palo de metal redondeado, similar a una espátula. Con el objeto poco afilado recorrió la mayor parte de la herida abierta; con el otro examinó su interior, con la mayor delicadeza posible. Su paciente se agarró con fuerza a los brazos de la butaca, pero se mantuvo inmóvil durante todo el reconocimiento. Khalil se detuvo en todos los agujeros de su piel, examinó cada uno de ellos y finalmente, volvió a depositar los instrumentos sobre la banqueta.
Desde fuera, la herida parecía una línea superficial, estrecha y curvada… era como si la muchacha hubiera recibido una pequeña salpicadura de ácido. Sin embargo, bajo la superficie, la úlcera iba directa al hueso. Cada punto del exterior tenía un gran hueco de carne podrida y desgarrada debajo, como si aquello que había golpeado su rostro se lo hubiese ido carcomiendo por dentro tras el impacto.
Khalil cogió un cuchillo de artesano con la mano derecha.
—¿Vas a cortarlo? —preguntó Ramona.
—No puedo —Khalil cogió la nudosa raíz de azafrán que tenía en el puño izquierdo y se puso manos a la obra.
»Aunque te cortara esta parte de tu rostro —sonrió alegremente—, a no ser que el veneno desapareciera, la herida no se curaría nunca. Tenemos que destruir el veneno y evitar que se extienda.
Empezó a cortar un palo de gran tamaño y lo dejó más ancho por un extremo que por el otro. Era mañoso y rápidamente lo convirtió en una gruesa cuchara, similar a una cuña. Con la cuchilla afilada y fina, realizó una serie de cortes paralelos en el extremo. El resultado era más parecido a un pincel primitivo que a cualquier otra cosa.
—¿Qué es eso?
—Raíz de azafrán. Va muy bien para los exorcismos —dejó el Exacto sobre la banqueta y cogió algo más: un mechero. Elizabeth, observándolos desde el sofá, levantó una ceja y añadió otra línea a sus notas.
—¿Podrás soportar un poco de fuego? —preguntó Khalil malicioso.
Los ojos marrones de Ramona se clavaron en los de él.
—Sí —respondió cautelosamente, pues consideraba que estaba bastante acostumbrada al humo y la magia—. ¿Vas a utilizar el humo para quitármelo?
—No. —Su rostro perdió su aspecto jovial y continuó hablando con seriedad—: Cierra los ojos y agárrate fuerte a la silla.
A continuación, ligeramente preocupado, añadió:
—Y recuerda que estoy haciendo esto para ayudarte.
Khalil necesitó cinco intentos para encender el mechero y siete agonizantes segundos para coger la raíz de azafrán. Sus ojos se humedecieron con el humo de la hierba en llamas. Esperó hasta que la raíz seca empezó a arder sin llamas. Le inquietaba tener que sujetar un objeto encendido; sin embargo, eso le preocupaba mucho menos que lo que la voz le había dicho que tenía que hacer a continuación.
Con el cuchillo, trazó una línea que unía todas las heridas que había provocado el Malvado Ojo en el rostro de Ramona. Era totalmente consciente de que la fiera mirada de la mujer no se apartaba en ningún momento del movimiento de sus manos. Con la desafilada espátula mantuvo abierta la lengüeta de piel y, tras reunir el valor necesario, hundió la fiera raíz humeante en el centro de la herida.
Ramona gritó y gimió. Levantó las piernas y apartó violentamente la cabeza. Khalil consiguió, a duras penas, mantener la hierba en llamas dentro de la carne de la Gangrel. La introdujo más adentro y siguió el camino que había recorrido el ácido por el cuerpo de la mujer. Si había llegado al hueso, tendría que…
ESTÁ TODO EN ESA ZONA. LAS HERIDAS NO SON DEMASIADO GRAVES.
Khalil retrocedió con gratitud y dejó caer el azafrán en un cubo de agua. Esperó a ver qué hacía la muchacha cuando se detuvieran los primeros espasmos. Si se escondía detrás de Elizabeth, Ramona atacaría en primer lugar a la Setita y él tendría la oportunidad de escapar antes de que la sed de sangre le hiciera perder totalmente el control.
Ramona temblaba de los pies a la cabeza. La furia hervía en sus ojos y el hedor de su propio cuerpo, ardiente, inundaba sus fosas nasales. Recuerdos del sol, de una estaca en su corazón, de este mismo hedor… sol y fuego y muerte… Con gran esfuerzo, consiguió mantener el control. Cerró con fuerza los puños y obligó a la sangre a que se dirigiera a su mejilla, del mismo modo que había hecho con tanta frecuencia durante las seis noches pasadas (al principio, con cuidado y lentamente, y después, con más impaciencia). Tenía la ligera sensación de que la herida se estaba cerrando. Sus dedos avanzaron hasta la barbilla… en esta ocasión, ningún chorro de vida desperdiciada rezumaba de la herida. Ramona palpó la zona: ¡la herida era más pequeña! Al tocarla, se contrajo y decidió hacer un mayor esfuerzo para curarla. Por fin, tras lo que le parecieron años de esfuerzos y diversos litros de preciosa sangre, la piel de su rostro volvió a ser suave. Se recostó en la silla, aliviada y agradecida, pero también cegada por el hambre. Una vez desaparecido el veneno, el diminuto corte había requerido una gran cantidad de sangre para acabar de curarse, por lo que una desafilada furia danzaba en sus intestinos. Supo que tendría que ir a cazar antes del alba; si no, al día siguiente sufriría dolores peores y, posiblemente, incontrolables.
Ramona se levantó temblorosa y avanzó torpe hacia la puerta del apartamento. Khalil salió de su escondite.
—¿Adónde vas?
—Me muero de hambre —refunfuñó Ramona.
Khalil retrocedió. Con alegría, vio que el rostro de la mujer se había curado por completo.
—¿Quieres… quieres quedarte a dormir aquí esta noche?
—Me verás cuando me veas —gruñó la Gangrel, buscando a tientas los cerrojos. Salió rápidamente por la puerta.
—¿Regresarás? —le preguntó desesperadamente Khalil.
Nadie ni nada le respondió y el Ravnos volvió a cerrar el bloque de acero, sin saber si volvería a ver a aquella mujer.