Sábado, 31 de julio de 1999, 3:56 h
Red Hook, Brooklyn, ciudad de Nueva York
Khalil Ravana paseaba plácidamente por las oscuras calles de Brooklyn. Aquellas dos noches de viaje (cogiendo autobuses, mendigando trayectos a camioneros compasivos, explicando su historia a representantes de ventas que conducían en soledad durante la noche, recogiendo a mujeres que tendrían que haber sido más precavidas y no pudieron resistirse a él) habían puesto en orden los nervios del Ravnos. Se había alimentado bien, se había divertido y había salido al mundo. Toda su ropa reflejaba dinero y clase… aunque ninguna de las prendas le sentaba tan bien como a sus propietarios originales. Los americanos eran sorprendentes: te daban la camiseta que llevaban puesta si simplemente se la pedías (sonrió burlón). Incluso el ratero más torpe de Calcuta podría ganarse la vida con las indefensas carteras de este país, de modo que un shilmulo inteligente como él podría amasar una gran fortuna.
Meció su «ataúd» alegremente. Le había sido de gran ayuda para representar el papel de turista desamparado. Cuando se le ocurrió la idea de hacerse pasar por músico de gira, invocó la imagen de un saxofón roto y recolectó compasión y algo de dinero de sus «compañeros» artistas. Los pasajeros de los autobuses llevaban equipaje; los hombres de negocios viajaban con sus maletines. Durante la noche, Khalil guardaba allí su vestuario y su creciente número de objetos valiosos y, durante el día, ocultaba su cuerpo alérgico al sol. ¡Qué gran regalo le había hecho Hesha! Tendría que encontrar la forma adecuada de agradecérselo al Setita.
Lo antes posible, decidió Khalil con desagrado. Empezó a silbar.
Una repentina necesidad lo condujo por un oscuro callejón hasta una zona de la acera bien iluminada y limpia.
—Muy bien —murmuró el caminante—. No tienes que golpearme con eso.
NO ESTABA SEGURO DE QUE PUDIERAS OÍRME CON TODOS ESOS ALARDES. Aquella noche, la voz parecía seca y árida. ÉSTE ES EL LUGAR.
Khalil se detuvo despreocupadamente. Dejó el equipaje en el suelo sin mirar a su alrededor y se palpó los bolsillos como si estuviera buscando las llaves. Con un ojo en la cerradura y el otro en la bolsa, sacó dos trozos de alambre del bolsillo derecho del abrigo, y un alfiler del izquierdo. Los tres objetos entraron en el agujero a la vez. Cualquier observador podría haber jurado que aquel joven, que llegaba a casa muy tarde o volvía del trabajo demasiado temprano, había cogido el llavero con ambas manos y tenía problemas con una cerradura oxidada y dura.
—Más vale que tengas razón —susurró—. El sol saldrá en cualquier momento.
CONFÍA EN MÍ.
Oh, sí, pensó Khalil para sí mismo. Seguro que lo haré.
La vieja cerradura fue perdiendo terreno bajo su improvisada ganzúa y, por fin, el pomo de la puerta giró entre sus dedos. Al otro lado del pesado portal de acero había un lúgubre pasillo poco acogedor. El techo era tan elevado que parecía mucho más estrecho de lo que era en realidad, y el hecho de que lo acabaran de barrer sólo hacía que la suciedad que había en las esquinas fuera más evidente. El Ravnos cogió la maleta y se adentró en el pasillo sintiendo un ligero desdén. Examinó las puertas a medida que avanzaba, mientras su mente seguía pensando en todo lo que tenía que hacer: Fotógrafos… cámaras… tengo que encontrar un traficante en esta ciudad… Importaciones… las «importaciones» encubren una multitud de pecados… me pregunto con qué harán contrabando… Abogados… malditos entrometidos… Egh… Puedo ver las escaleras. Maldito hijo de puta… Su «jefe» le apremió a subir unas escaleras. Viejos ventanales con diversos cristales dejaban que una pequeña y sucia luz se filtrara en el hueco de la escalera. Un nuevo vestíbulo lo condujo hacia una pared exterior. Se encontró delante de un tabique de ladrillo y argamasa desmenuzada; el suelo que pisaba era madera vieja y astillada. Dime, viejo, ¿porqué tengo la impresión de que las serpientes ricas no vivirían en este basurero? Se acercó a otra escalera y a otro ventanal. De momento, la única luz procedente del exterior era la de las farolas de la calle. Khalil levantó la cabeza y vio más cristales: las claraboyas del techo… aquel techo era prácticamente un conjunto de claraboyas. Empezó a caminar por un pasillo de metal intentado no hacer demasiado ruido, pero sus zapatos prestados le traicionaron: eran nuevos y de cuero rígido (cuero italiano del mejor, había presumido el donante), por lo que cada paso resonaba con fuerza.
El Rom se sobresaltó pero siguió adelante.
El último objeto de la pasarela era una inmensa placa de acero del tamaño de una puerta de establo. Khalil llegó hasta ella y tocó sus bordes, observó las ruedas oxidadas de la parte superior y los surcos de la inferior y sintió un impulso interno que le alejaba de ella. Aquel impulso no se sintió satisfecho hasta que retrocedió unos pasos y se detuvo ante un objeto bastante menos interesante: una puerta lisa y sin marcas, idéntica a otra que había visto en el piso inferior.
—¿Aquí?
AQUÍ.
—El sol está a punto de salir. Este lugar…
ABRE LA MALDITA PUERTA.
Se puso manos a la obra y la puerta se meció para dar paso a una habitación con dos enormes paredes que no tenían más que ventanas (no pudo evitar advertirlo).
Desde la puerta, parecía que alguien vivía en aquel gran espacio. Había libros, sillas y otros muebles, limpios de polvo y dispuestos en pequeños grupos como si unas paredes invisibles los separaran en diferentes habitaciones. Pero no hay muros, pensó Khalil. Maldito seas. Si tengo que volver a dormir en esa jodida caja…
Sus palabras se detuvieron de golpe pues divisó algo (alguien) que le interesó: era la mascota mortal de Hesha, Elizabeth D-algo… Dim-algo… La chica de Hesha, en cualquier caso. Estaba sentada en silencio, helada y pálida como la muerte en el centro de la sala. Parecía aterrada y Khalil levantó una diabólica ceja y sonrió. La muchacha no dijo nada, ni siquiera se movió. El Ravnos la observó atentamente.
No sólo estaba sentada en la silla, sino que también estaba encadenada a ella. Sus manos descansaban de forma bastante apacible sobre sus brazos, pero unos grilletes le sujetaban las muñecas (los ojos de Khalil miraron hacia abajo) y los tobillos.
Si Hesha estuviera en este lugar, ya se habría acercado a la puerta. Y si Hesha no estaba aquí… el Ravnos se relamió.
—Hola, querida —dijo Khalil Ravana sonriendo con malicia—. ¿Me has echado de menos?
Cerró la puerta perezosamente y entró en la habitación. Con pasos orgullosos, se acercó a la mujer encadenada y la observó con satisfacción. Se detuvo lo bastante cerca de ella como para obligarla a retroceder, y se sintió terriblemente complacido cuando lo hizo. Desde aquella distancia podía ver más detalles: Elizabeth tenía sangre en el cuello. En aquellos instantes, la palidez de un rostro humano aterrado tendría que haber adoptado un tono más rosado, o uno encarnado por la furia o la indignación, incluso moteado por el miedo. Sin embargo, el rostro de Elizabeth seguía estando totalmente blanco.
—Ya veo que te han promocionado —Khalil se inclinó sobre ella con condescendencia—. Bienvenida a la Familia, querida.
Los labios y la garganta de la mujer se retorcieron como si estuviera a punto de vomitar.
—Gracias —respondió por fin, débilmente.
Khalil, aprovechándose de su inmovilidad, se alejó de su campo visual. Había tres cajas ovales sobre una delgada mesa, justo detrás de la silla. Levantó la más grande y oyó un alentador tintineo de monedas. El Ravnos las movió entre sus sucias uñas: inglesas… alemanas… monedas que, de todas formas, no servían de nada en este lugar.
—Así que —preguntó locuazmente—, ¿dónde ha ido Hesha esta tarde, pequeña Lizzie?
La segunda caja contenía un montón de botones sueltos, llaves, agujas y clips. Khalil rebuscó entre ellos. Reconoció dos objetos familiares entre la chatarra: una llave que parecía encajar con la de la puerta del almacén y otra idéntica a la del apartamento. Las introdujo en el bolsillo de sus pantalones. Al otro lado de la columna de acero, Elizabeth Dimitros miraba fijamente hacia el este.
—No lo sé —respondió.
—¿De verdad? —murmuró Khalil, quitando la tapa del recipiente más pequeño—. ¿Por qué no te creo, cariño?
Oro y plata relucieron ante él: pendientes, un brazalete, un reloj de bolsillo. El Ravnos vació la caja en su chaqueta y miró a su alrededor en busca de más tesoros.
—Se ha ido —respondió la mujer. Su tono consiguió llamar la atención de Khalil; sabía reconocer la verdadera desesperación.
Sus ojos advirtieron una nota abandonada sobre el sofá: en la parte superior habían garabateado rápidamente «Lizzie» sobre un grupo de palabras dirigidas a ella. Éste es su apartamento, descubrió con consternación. Frunció el ceño. En aquella gran sala sólo había una puerta, que evidentemente conducía al lavabo. No había señales de que alguien hubiera entrado por la fuerza (a parte de él, por supuesto) ni de que hubiera habido alguna pelea. ¿Qué diablos hacía una Setita recién muerta sola, indefensa y expuesta al sol? Khalil echó una mirada al exterior y decidió que disponía de tiempo suficiente para hacer algunas preguntas e intentar descubrir todo lo que pudiera. Eso significaría que tendría que dormir en la caja, pero…
—¿De verdad? —preguntó en voz alta—. Esto es muy extraño. Erais uña y carne la última vez que os vi… y, obviamente, os habéis ido acercando…
Puso un dedo suave como una pluma en la mancha de sangre de su cuello y ella se estremeció.
—… más desde entonces. Fue él quien hizo esto, ¿verdad?
—Sí…
ASÍ FUE.
Khalil examinó las gruesas cadenas por el punto en el que se cruzaban con la columna. La muchacha había forcejeado… cuando ya era demasiado tarde. Había profundos arañazos en la pintura y sus tensos músculos habían golpeado el óxido de sus eslabones.
—¿Y estas cadenas?
Elizabeth no respondió.
Sí, confirmó la voz que había en la cabeza de Khalil. Una nueva pregunta afloró en los labios del joven Ravnos. La reprimió y se alejó de la mujer. Cuando ésta no podía oírle, murmuró irritado:
—¿Dónde está Hesha?
INEVITABLEMENTE… DETENIDO.
—¿Entonces, qué cojones hago aquí?
ES POR LA MUJER.
—Sabías que no estaba aquí y no me lo dijiste —Khalil volvió a subir el tono—. No me dijiste nada. Me estoy hartando de todo esto.
ESTÁ VINCULADA A ÉL. La voz habló aunque Khalil aún no se había callado. TE SERÁ ÚTIL PARA ENCONTRARLO.
—Espera un segundo. Pensaba que sabías dónde estaba. Dime, ahora mismo, dónde está…
NO ME INTERRUMPAS, CACHORRO. POR SUPUESTO QUE SÉ DÓNDE ESTÁ… PERO SI HESHA DESCUBRE TODOS LOS PODERES DE LAS PIEDRAS, PODRÁ UTILIZARLAS EN CUALQUIER MOMENTO. ¿POR QUÉ DEBERÍA ENCARGARME DE DARLE CAZA SI TÚ PUEDES HACERLO IGUAL DE BIEN TENIENDO EN TUS MANOS LA HERRAMIENTA ADECUADA? ES MÁS, NO TENGO NINGÚN DESEO NI TAMPOCO DISPONGO DEL TIEMPO NECESARIO PARA LLEVAR, DE LA MANO, A UN DEMONIO HASTA UNA SERPIENTE. TENGO MÁS ASUNTOS DE LOS QUE OCUPARME, PERRO.
El vello de la espalda de Khalil se erizó, pero consiguió guardar silencio.
VAS A PREGUNTARLE SOBRE SU «VERDADERO AMOR» Y LA AMENAZARÁS PARA AVERIGUAR TODO LO QUE SABE. A CONTINUACIÓN, LE SUGERIRÁS QUE, SI LO INTENTA Y AUNQUE NO SE LO HAYAN DICHO, PUEDE DESCUBRIR EL PARADERO DE HESHA. CONSIGUE ESTA INFORMACIÓN Y TE DIRÉ SI ESTÁ MINTIENDO. ADELANTE.
Khalil se arrodilló junto a la muchacha. Sus manos avanzaron a rastras, como una araña, por la cadena, de eslabón a eslabón. Siguió los grilletes hasta sus brazos. La piel de Elizabeth se tensó y se erizó, pero permaneció inmóvil. Los dedos de Khalil llegaron a sus muñecas y acariciaron los pesados brazaletes de metal; cantó dulcemente en su oído, con menos aire que un susurro.
—Dime… ¿Aún estás enamorada de él? ¿Lo adoras? ¿Le quieres con locura? ¿Harías cualquier cosa por él?
Elizabeth apretó los dientes y movió la cabeza. Una lágrima de color rojo oscuro se deslizó por su mejilla. Su amo llega tarde, pensó Khalil, y su infeliz esclava está sola…
—Pongamos las cartas sobre la mesa, querida. Estoy buscando a Hesha. Si me ayudas, uniré felizmente a dos amantes que han cruzado las estrellas. Si me mientes, si me engañas, si intentas hacer cualquier cosa, te dejaré aquí aguardando el sol. ¿Trato hecho?
—Pero yo no…
—Pero tú sí que lo sabes y podrás ayudarme a encontrarlo, porque lo amas.
Elizabeth abrió los ojos de par en par y, a continuación, su rostro volvió a expresar temor. Su voz tembló.
—¿Qué piensas hacer si lo encuentras?
—Deja que sea yo quien haga las preguntas, querida. No quedan demasiados minutos de noche.
Khalil se llevó la mano a un bolsillo y sacó un sencillo anillo de oro en el que se había engarzado una borrosa piedra verde. Abrió la mano derecha de Elizabeth y depositó en ella la gema.
—Si me dices la verdad, la piedra será cristalina. Si me mientes —le dijo en tono amenazador—, la piedra se volverá negra.
El Ravnos observó atentamente la piedra verde y se preparó para crear una ligera ilusión.
—Hesha te ama, ¿verdad cariño? Incluso yo me di cuenta de eso en Calcuta. Así que… ¿Por qué iba a hacerte algo así?
Elizabeth observó el anillo, pero no dijo nada.
—La mañana será preciosa. ¿Por qué no te dejo aquí para que la disfrutes?
Elizabeth abrió la boca rápidamente… y se mordió el labio con la misma rapidez. Khalil observó la lucha interna que había detrás de sus ojos. Su expresión… ¿qué significaba? Era evidente que no era de miedo, aunque miraba hacia las ventanas con la misma frecuencia y aprensión que él. Bueno, la luz… ¿Acaso era orgullo? ¿Por qué? ¿De qué? ¿Acaso estaba intentando ocultar sus sentimientos? No… Khalil sabía que su rostro revelaba demasiadas cosas, aunque él no lograba comprender su lenguaje.
—¡No quería que le siguiera! —gritó finalmente, con desesperación.
ES CIERTO, confirmó la voz.
Khalil envolvió la piedra en una visión más clara y pálida de sí misma. Elizabeth, observándola, parecía impresionada. El Ravnos, sorprendido al descubrir la sorpresa de la mujer, intentó que no lo advirtiera. Elizabeth continuó hablando.
—Él… tenía algo que hacer en Long Island.
La gema se aclaró un poco más y Elizabeth la miró fijamente, atónita. Khalil se jactó en silencio. Aunque este pequeño detector de mentiras había sido una idea improvisada, era obvio que funcionaba a la perfección.
—No me dijo nada, pero supe que iba a hacer algo peligroso. Por la mirada de sus ojos… Era una mirada desesperada —Liz estaba a punto de llorar—. No quería que fuera solo… pero él no quería que lo acompañara. Yo… perdí el control. Tuvo que reducirme… del mismo modo que te redujo a ti en Calcuta.
VERDAD, dijo el oyente inadvertido. Khalil aclaró un poco más la imagen de la esmeralda pero refunfuñó.
—Yo lo recuerdo de una forma ligeramente distinta.
Elizabeth rió, prácticamente histérica.
—¿Para qué desperdiciar una estaca cuando tienes estas bonitas argollas a mano?
—Sí —el Ravnos estuvo de acuerdo con ella—. Son muy bonitas.
—Se llevó la llave con él —añadió esperanzada.
ES TODO CIERTO. AHORA LIBÉRALA Y BUSCA UN LUGAR SEGURO.
—Y creo que le ha pasado algo terrible… aún no ha regresado y ya no queda tiempo… —tragó saliva con dificultad y movió la barbilla hacia el taller—. Hay herramientas para cortar cerraduras debajo del banco. Las utilizo para abrir cerraduras viejas, pero podrán cortar esto.
Khalil se levantó y se abalanzó hacia la mesa. Miró la cuchilla de acero de mango largo y reflexionó durante unos instantes. A continuación, cogió una lata de café llena de alicates y herramientas de relojería de la estantería superior.
—¿Aceite? —preguntó bruscamente.
—En la estantería superior, en el bote azul. ¡Date prisa!
Se colocó junto a las esposas con sus propias ganzúas y algunas cosas útiles que había recogido de la mesa. En dos minutos, había abierto los grilletes del tobillo izquierdo y la muñeca. Temblando, Elizabeth se liberó de la silla. El Ravnos desenrolló la cadena de la columna y la madera. Le puso una mano en la espalda para que se diera prisa y la empujó hacia el baño, sin quitarle las cadenas de las otras dos extremidades.
Elizabeth avanzó cojeando dolorosamente y Khalil tuvo que ayudarla a recorrer la sala. La pequeña luz del amanecer que empezaba a asomar por el horizonte le picaba y anegaba los ojos; sin embargo, parecía golpearla a ella con más fuerza, y se alegró de que sus primeras noches hubieran quedado atrás hacía mucho tiempo. Cerró la puerta de golpe y pasó la llave. Con una puerta entre él y la mañana se sintió un poco mejor. Liz buscó a tientas el interruptor, pero Khalil se puso delante de ella y lo apagó con brusquedad. Cogió rápidamente una toalla y la embutió frenéticamente bajo la puerta. La cegadora banda de luz del día se estaba haciendo más brillante y su piel ardía. La mujer se movió a sus espaldas y depositó una toalla grande en sus manos. La colocó a empujones en la grieta y tendió la mano para que le pasara más. Una toalla de mano, una camiseta, la alfombrilla y la cortina de la ducha… juntos, Khalil y Elizabeth destrozaron la habitación y construyeron una barricada contra el sol. Les llevó treinta segundos que pasaron tan lentamente como treinta horas. Más tarde, en la oscuridad, Khalil puso las manos sobre los brazos de Elizabeth y la llevó hacia el suelo.
Khalil se quitó la chaqueta y la enrolló a modo de almohada. Sin decir ninguna palabra, la depositó bajo la cabeza de la muchacha. Estiró el cuerpo de su nueva compañera bajo el lavamanos y alrededor de la peana de las toallas, intentado que estuviera lo más cómoda posible. Acabó de quitarle los grilletes. Esperó… luchando contra la necesidad de tumbarse tal y como estaba… hasta que los ojos de la mujer se hubieran cerrado y su rostro se relajara en el sueño diurno.
Entonces, Khalil pasó las cadenas por las desnudas tuberías, bajo el lavamanos y volvió a atar con ellas una mano y un pie de Elizabeth. Se tambaleó y cayó dentro de la bañera. La inconsciencia se adueñó de él.