3. Una catarata de curiosidades

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Cuando aterrizaron en el aeropuerto JFK de Nueva York les aguardaba un fuerte temporal. Tras los ventanales resplandecían zigzagueantes relámpagos, a los que seguían estrepitosos truenos.

Todo era gris, incluidos los rostros de las personas.

Larry se balanceaba como un zombi entre la multitud. Mostraba profundas ojeras y tenía el pelo alborotado. Además, el olor de su ropa había empeorado de mala manera.

—No nos perdamos de vista —aconsejó Agatha—. ¡Esto es un auténtico pandemonio!

—¿Cómo? ¿Un panda? ¿Dónde?

Mister Kent cogió al chico del brazo y dijo:

—¡No se preocupe, miss Agatha, yo lo vigilo!

—¿No crees que deberíamos comprarle ropa nueva antes de subir al otro avión? —dijo ella, preocupada—. Podrían negarse a dejarlo embarcar con la excusa de que es un arma bacteriológica…

—Creo que hay una solución más práctica. —El mayordomo sacó de la maleta un desodorante en forma de aerosol y roció al chico de arriba abajo.

Larry solo se dio cuenta de lo que hacía cuando le pulverizó la cara.

—¿Qué hacéis? —gritó.

—Salvar tu misión, querido Larry —lo tranquilizó Agatha.

—¡Ah, oh, la misión! ¿Ya estamos en las cataratas del Niágara?

—Todavía no —respondió ella—. Primero tenemos que coger el avión hacia Buffalo.

Durante el vuelo, Agatha y mister Kent leyeron una guía sobre Canadá ilustrada con preciosas imágenes de naturaleza salvaje. Agatha siempre llevaba consigo algún libro interesante para leerlo cuando iba con su primo a hacer alguna investigación: le gustaba documentarse. Así se enteró de que Canadá era el segundo país del mundo en extensión, de que estaba cubierto por bosques infinitos y de que tenía millones de pequeños lagos. La mayoría de sus habitantes vivían en las zonas limítrofes con Estados Unidos, donde el clima era más templado y había una industria más próspera. Solo las comunidades inuit eran capaces de sobrevivir entre los hielos árticos del norte.

—Fascinante —suspiró Agatha mientras se acariciaba delicadamente la nariz—. Qué parajes más maravillosos…

Mister Kent miró por la ventanilla:

—Esperemos que deje de llover. No me gustaría conocer a Helga Hoffman hecho un adefesio —suspiró.

Agatha le guiñó un ojo, en plan cómplice.

Para gran sorpresa de todos, el deseo del mayordomo se cumplió. Cuando planeaban sobre la pista de aterrizaje de Buffalo, el viento había deshecho las nubes, y en su lugar brillaba un tímido sol.

—¿Estás contento de poder conocer a Scarlett? —preguntó Agatha a su primo mientras ambos se encaminaban hacia la salida.

—¿Scarlett? ¿Quién es? —Por su mirada somnolienta, resultaba evidente que el chico aún estaba bajo el efecto del jet lag.

Agatha se dirigió al aparcamiento subterráneo en el que habían quedado con Scarlett. De pronto divisó una furgoneta Volkswagen de color nata y naranja y aceleró el paso hasta hacerlo trepidante.

La puerta posterior estaba abierta, pero en el interior no había nadie. El asiento del conductor también estaba vacío.

—¿Scarlett? —gritó Agatha—. ¿Scarlett Mistery?

Un sombrero de cowboy surgió desde el otro lado de la furgoneta.

—¿Sí? —contestó una voz clara.

—¡Soy Agatha!

Scarlett Mistery cerró el maletero con un golpe seco y se limpió las manos con un trapo. Luego se acercó con una gran sonrisa en la cara para abrazar a sus parientes.

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—Estaba examinando la cerradura de la puerta —les dijo—. Este trasto es robusto y versátil, pero ¡empieza a hacerse viejo!

Era una joven de unos veinticinco años, alta y esbelta, con un cabello largo y rubio que enmarcaba un rostro sin maquillaje; parecía una versión adulta de Agatha, y tenía la misma nariz respingona. Vestía unos tejanos de pata de elefante y una blusa de color claro.

Dio a su prima un beso en la mejilla y se disponía a hacer lo mismo con Larry, cuando instintivamente dio un paso atrás.

—¡Por las barbas de Abraham Lincoln! —exclamó con asco—. ¡En mi vida he sentido un pestazo como este!

Larry, aún medio aturdido, balbució:

—¡Ah, oh…, el contenedor…, el viaje…, el aerosol!

—¡Ven aquí inmediatamente! —lo instó Scarlett—. ¡Tengo ropa de tu talla y unas toallitas humedecidas que podrían limpiar a un oso cubierto de pulgas!

Sin esperar a dar por finalizadas las formalidades, la prima lejana se hizo cargo de Larry para dejarlo mínimamente presentable.

¡Y vaya si lo consiguió! Un minuto después, el chico salía de la furgoneta como nuevo. El único problema era su cómica ropa de cowboy…

—¿Dónde has dejado las botas y el cinturón? —se burló de él Agatha.

—¿Y el rifle Winchester? —añadió mister Kent.

El chico resopló como una olla en ebullición.

Mientras, Scarlett se apresuró a estrechar la mano del mayordomo, acarició el cuello de Watson e invitó a los visitantes a subir a su furgoneta.

Era un modelo original de los años sesenta, repleto de objetos muy variopintos, amontonados por aquí y por allá entre los asientos: tiendas iglú, colchonetas inflables, botas, linternas, cuerdas de escalada, una canoa con sus remos y una baúl lleno de ropa. Sin duda. Scarlett necesitaba todo aquello para aventurarse por los remotos parajes que describía en sus artículos.

Sobre la guantera había un ejemplar de Strange Tours. Agatha deseaba hojearlo para ver cómo era, pero su prima empezó a hablar sin pérdida de tiempo:

—¿Estáis seguros de que queréis ir a las cataratas del Niágara? —preguntó con una pizca de desilusión—. ¡Por desgracia, se han convertido en una simple atracción turística!

—Es una ocasión…, digamos…, ¡que no nos podemos perder! —se zafó Agatha mientras intentaba inventar una excusa que mantuviese en secreto su auténtica misión—. Nos ha invitado, bueno… ¡una queridísima amiga de mister Kent!

El mayordomo abrió los ojos como platos.

—¿Es una cita romántica? —preguntó Scarlett mientras guiñaba un ojo.

El hombretón, desconcertado, movió los labios sin decir nada.

—¡Ah, no! —Agatha salió en su ayuda—. ¡La señora Hoffman es una estrella de la ópera, y mister Kent es el presidente de su club de fans!

Scarlett giró la llave de contacto y dijo:

—¡Guau, una celebridad! ¡Ya sabía yo que erais unos linces!

—¡Y que lo digas! —confirmó Larry, y se levantó el cuello de la camisa.

La pequeña mentira de Agatha había electrizado el ambiente.

Mientras la furgoneta recorría las carreteras de Buffalo, el grupo se enzarzó en una animada conversación. Scarlett describió sus arriesgados viajes al Gran Cañón, a las Montañas Rocosas y a las marismas de Louisiana.

—En una ocasión me quedé tirada en una ciudad fantasma de Texas —les contó—. ¡Para encontrar un bidón de gasolina tuve que caminar días y noches entre coyotes y buitres!

Agatha estaba admirada:

—¿No tienes miedo de viajar siempre sola? —le preguntó.

—¡Je, je! Digamos que nadie tiene el valor de acompañarme en mis reportajes…

—Pero ¿de qué tratan exactamente?

—Un poco de todo —contestó Scarlett—. En el último número, por ejemplo, escribí un largo artículo sobre el Área 51.

Larry, que era un apasionado de la ufología, los fenómenos paranormales y la arqueología misteriosa, cogió el ejemplar de Strange Tours:

—¿El Área 51? ¡Increíble! —dijo muy emocionado mientras hojeaba rápidamente la revista. Cuando encontró el artículo de Scarlett, su entusiasmo se derrumbó como un castillo de naipes—. Pero…, pero…, ¡el título dice que las investigaciones secretas en el Área 51 son un puro invento! —exclamó a continuación, decepcionado.

Scarlett soltó una carcajada:

—¡Exacto! De vez en cuando investigo para desenmascarar las falsas leyendas que circulan por ahí. ¿Tú crees que realmente hay caimanes en las alcantarillas de Nueva York? ¿Consideras que es verdad que una nave espacial alienígena se estrelló en Roswell? ¿Piensas que los antiguos nazcas trazaron las líneas de Nazca para comunicarse con los extraterrestres?

—Yo creo que sí…, de hecho, ¡estoy totalmente seguro!

—¡Querido primo, la verdad se basa siempre en hechos concretos y en explicaciones lógicas!

Al oír aquellas palabras, a Agatha casi se le cayó la baba. ¡Scarlett y ella no solo se parecían físicamente, sino que también pensaban igual!

Larry se cruzó de brazos.

—¿Y los círculos en los campos de trigo, qué? —resopló—. ¿También son falsos?

No recibió respuesta.

Algo había llamado la atención de todos.

Un estrépito. Cada vez más ensordecedor.

—¿Qué ocurre? —preguntó Agatha, alarmada.

—Igual se ha roto el motor —dijo mister Kent.

Agatha bajó el cristal de la ventanilla y negó con la cabeza.

—¡No, viene de fuera! Parece un terremoto…

Los tres londinenses miraron a Scarlett, que seguía conduciendo tranquilamente, bordeando un meandro del río.

—¡Ya casi hemos llegado, chicos! —dijo. Luego sonrió y señaló calmosamente a su izquierda.

Un islote separaba el caudal del río en dos tramos; después, la corriente se interrumpía bruscamente. ¡Las cataratas del Niágara!

El estrépito que oían era el rugido del agua, que se precipitaba desde una altura vertiginosa y levantaba una gigantesca nube de vapor.

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—Estas son las cascadas estadounidenses, que tienen más de doscientos cincuenta metros de anchura y son conocidas con el nombre de «Velo de la novia» —explicó Scarlett—. Pero las cascadas canadienses, llamadas «de la Herradura», ¡son tres veces más anchas!

Todos se quedaron con los ojos pegados a las ventanillas, embrujados ante tanta belleza.

—¡Mirad qué arcoíris! —gritó Larry.

—¡Fantástico! —confirmó Agatha.

Watson saltó de los brazos de mister Kent y arañó el cristal como si quisiera capturar las franjas de colores.

Entre tanto, habían entrado en el Rainbow Bridge, una imponente estructura de hierro que unía las dos orillas del río Niágara.

Al final del puente había un punto de control en el que ondeaba la bandera canadiense con la típica hoja de arce. Pasaron la aduana sin problemas. Los dos primos se quedaron contemplando un barco cargado de turistas que avanzaba hacia las espumosas aguas a los pies de la Herradura. Parecía una pulga en medio de un huracán.

—Chicos —les dijo Scarlett, sacándolos de su ensimismamiento—, ¿adónde vamos?

Agatha le prestó atención durante un momento para darle la dirección del Overlook Hotel y volvió a admirar aquel majestuoso paisaje.