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04.44 h

Respiro hondo. La sábana sube, permanece un segundo arriba y vuelve a bajar.

—Está visto que no tengo más remedio que hacerte caso —dice alguien.

Me sobresalto. Es la voz de Aurore.

Estiro el cuello con dificultad, lo justo para verla sentada junto a la puerta.

—¿Has estado ahí todo el rato?

—¿Creías que iba a perderme el final de tu historia?

—Ahora también es la tuya.

Oigo un rumor lejano. Apostaría a que viene de fuera, pero no llego a identificarlo. Se funde con un zumbido que lleva un rato alojado en mi cabeza.

—¿Qué te ocurre?

—Nada.

—Tienes el ceño fruncido.

Lanza una mirada al drenaje. Acto seguido, dice:

—Mientras hablabas he estado contemplando el calendario.

Señala a mi espalda. Está colgado en la pared. Giro el cuello como puedo para mirarlo. Sobre la cuadrícula del mes hay una fotografía del parque de Yellowstone. Lo habrá traído de casa alguno de los médicos.

—No sé en qué fecha vivo.

—Tú me has enseñado que en este pedazo de cielo no importan las fechas. Me refería a la leyenda.

Me fijo bien. Sí que hay unas letras impresas en la foto, pero entre la postura y la escasa luz de la vela no alcanzo a leerlas. Aurore se pone en pie y, mientras camina, recita lo que resultan ser unas líneas de Rabindranath Tagore, a buen seguro escritas a no mucha distancia de donde nos encontramos:

—«El ser humano ha perdido su perspectiva interior, mide su grandeza de acuerdo con su propia estatura y no de acuerdo con sus vínculos con el infinito; juzga su actividad por su propio movimiento y no por la serenidad de la perfección, no por la calma que existe en la bóveda estrellada, en la danza rítmica de la incesante creación».

Cierro los ojos.

—Qué gusto da escucharte.

—Tagore era hindú, pero al fin y al cabo éste es el mensaje de tu lama, ¿no? Y también es el mismo que explicaba el cocinero sufí.

—El único secreto.

—¿El secreto que me debías?

—Teníamos escrito en la pared el camino para alcanzar la paz y la felicidad. Formaba parte de nuestro collage desde el principio y no nos habíamos dado cuenta.

—Entonces, todo consiste en saber que…

—Que nos equivocamos al pensar que somos algo por nosotros mismos, que el mundo empieza y termina en nosotros. Imagina: un mundo por cada uno de los miles de millones de seres humanos. ¡Menuda locura! No puede ser así… No es así.

Somos

todo aquello que nos ha precedido, y

todo aquello que vendrá después.

La vida no es un derecho, es un privilegio, al igual que la libertad que nos faculta a obrar de un modo u otro.

Tenemos que estar a la altura de tanta fortuna.

de tanta fortuna

fortuna, repite la cordillera.

De nuevo el rumor.

Poco a poco va haciéndose más presente. Resulta ser un rotor.

¿El equipo de rescate?

Aurore va a asomarse a la ventana de plástico. No hay una sola estrella. Apenas se ve nada…

—¡Son los HAL! —exclama por fin con alegría, remarcando las siglas de una aeronáutica india—. ¡Van a sacarnos de aquí!

El estruendo de la patrulla de helicópteros se apodera del campamento. Aterrizan en el patio al tiempo que se reanuda el intercambio de disparos. Otra vez las carreras y las instrucciones exasperadas. ¿Habrán neutralizado el mortero que casi nos alcanza hace unas horas? En mitad del jaleo, Aurore despliega una apacible sonrisa.

—En la clínica de Delhi te curarán en un santiamén…

Se lanza a abrazarme.

—¡Aurore! —le reclama alguien desde la entrada—. ¡Recoja sus cosas deprisa!

Es el médico sij, compuesto a la perfección con su bata y su turbante pero con un aire de urgencia que le impide acercarse.

—¿Qué ocurre?

—¡Ha de unirse al equipo de evacuación!

—¿Cómo llevamos a David hasta el helicóptero?

El médico advierte que estoy consciente. Me lanza una mirada que no alberga dudas.

Ella también la interpreta de inmediato.

—Doctor…

—De momento se queda usted aquí —me explica con una repentina calma—, pero será por poco tiempo. Pronto llegará el vehículo especial.

—¿No hay sitio en los HAL? —pregunta Aurore, nerviosa.

—No están preparados para transportar a un paciente en sus condiciones.

—¿Pretende dejarlo aquí solo?

—Nunca abandonamos a nadie.

—Pero…

—Una patrulla cubrirá los flancos hasta la llegada del convoy de tierra, y yo también permaneceré aquí. Pero entretanto tengo orden de evacuar a todo el personal médico. Ha de confiar en mí.

Aurore se contiene, mira aquí y allá, está a punto de barrer con el brazo la bandeja de material quirúrgico. Se gira hacia mí, resolutiva.

—No voy a dejarte solo en este infierno.

—Recuerda que el peor infierno está dentro de nosotros, pero también lo está el ansiado cielo.

—David…

—No pasará nada, créeme…

Crece el ruido de los rotores.

Un remolino de arena surgido bajo las aspas cruza el patio dibujando curvas de peonza, se introduce en las instalaciones del hospital, recorre el pasillo y llega hasta mi habitación. Todo a mi alrededor comienza a vibrar, los pétalos de grafiti se despegan de la pared y se arrojan al epicentro. La cobra va rauda tras ellos; es absorbida tan rápido que libera escamas por el camino.

El remolino es potente. Capaz incluso de absorber los fotogramas de mi vida —debería decir de todas las vidas—, que salen despedidos de mi cabeza como cuando estalló la bomba en la línea de control: mascota, suspiro, chistes, árbol, Coldplay, mostaza, playa, goma de pelo de Claudia, verja, sed, suavidad, gafas, integridad, estufa… Centímetro a centímetro, mi rollo de película va siendo engullido. Me asomo al epicentro. En el interior hay abundante movimiento. El mercader de especias y el terrateniente —ya ciego— erran cogidos de la mano por la espiral, los osos azules del Himalaya contemplan los frutos de mangostino arrugando el hocico, tres cedros crecen a una velocidad pasmosa, desarrollando fuertes ramas y elevándose hacia el cielo como la planta de judías mágicas de aquel cuento infantil…

—Aurore, ha de venir conmigo.

El médico estira el brazo.

Su mano abierta.

—Sí —le animo yo—. Ve antes de que te engulla este ciclón.

Y, de forma mecánica, echa a andar despacio.

«Ve, no te detengas, siempre hacia delante…».

Cuando está a punto de salir, se gira hacia mí.

—No soy capaz de decirte adiós…

Sus palabras son de vapor. Se elevan pausadas hasta tocar el techo.

—¿Por qué habrías de despedirte?

—Te veré pronto, ¿verdad?

—¿Acaso crees que vamos a dejar de estar juntos? Estamos condenados a permanecer unidos por nuestras pulseras de tubo de suero.

—De muñeca a muñeca…

—Esposados.

Sonríe, o eso quiero creer. Apenas distingo ya el dibujo de sus labios. El remolino se hace cada vez más grande y levanta mucho polvo.

—¿Qué harás por las noches? —la oigo decir, como un pensamiento lejano—. ¿Quién encenderá una vela para ti?

No sé cómo, pero logro extraer aire de mis pulmones para pronunciar una última frase:

—Recuerda que tengo mi propio sol nocturno…

El estrépito de los rotores se entremezcla con el eco del canturreo que oí al salir del coma.

Para… para… paradise.

Todavía falta un rato para el alba pero, de súbito, una luz cegadora inunda la estancia. Me siento de nuevo en la terraza de la lamasería, entre las montañas nevadas. No, la claridad es aún mayor…

¡Es mi sol nocturno!

Ha oído que lo mencionaba y ha comenzado a brillar aquí mismo. ¿Cómo ha entrado? Sus rayos me abrazan. ¿Por qué no arde el papel de los informes médicos, ni las sábanas, ni mi camisón de algodón? Como el foco de un teatro, apunta a la cruz de madera de balsa que, erguida en la lata de Coca-Cola, proyecta su sombra alargada, y después a la bayeta del cocinero que ondea como la bandera ajada, tan orgullosa, de un escuadrón de voluntarios.

Miro bien a mi alrededor. Para entonces, el remolino ha barrido con todo lo innecesario. Contemplo mi nuevo hogar, para siempre mi paisaje. Una colina donde llueven pétalos y todas las plantas son de té. Bajo esa luz descubro lo que podríamos llegar a ser. ¡Oh! Parto hacia allí sin billete de vuelta y no quiero frenar. No soy Gulliver en Liliput, ni Alicia en el País de las Maravillas. No quiero dar marcha atrás por la madriguera. Es en este escenario mágico cuando, por fin, me encuentro en casa. ¿Por qué querría renunciar a caminar a paso lento allí donde nadie necesita juzgar y los corazones laten sin vaciarse en turbias hemorragias?

Allí me espera Claudia.

Con los brazos abiertos Claudia.

Con la sonrisa blanca Claudia.

Y, junto a ella, su madre.

¡Qué tranquila parece! No tiene ojeras. Debe de usar un maquillaje muy natural.

—¿Sabes una cosa? —le digo—. Nunca he podido dormir en tu lado de la cama. Lo único que hacía era invadirlo con el pie. Y cuando el sueño me asaltaba yo ya estaba soñando que te rozaba la pantorrilla.

Ella me habla.

Dice que nunca se arrepintió de haber tenido a Claudia.

Le costó dejarme solo;

es duro forjar un hierro a base de martillazos.

Claudia me habla.

Me ha echado de menos,

pero allí no hay tiempo.

No hace falta que meta el tic tac en la mochila.

Noto el pulso de los corazones acompasados. El de Claudia, el de su madre, el de Aurore, un millón de ellos, varios millones. Los músicos de una imponente orquesta recogen del suelo sus instrumentos, prueban la afinación de las cuerdas. Me dan la bienvenida con algazara de platillos, quieren que toque con ellos una nueva sinfonía que comienza ahora, que comienza en cada instante.

La obertura suena tan fuerte que temo quedarme sordo. Me dejo llevar, levito tirado por anzuelos dorados que se enganchan a mi pecho sin desgarrarlo. Sobrevuelo el remolino y de una vez por todas me arrojo a él.

¡Allá voy!

¡Es el tobogán de un parque acuático!

Y mientras gozo como un niño haciendo giros por la sedosa espiral, un coro de voces blancas me susurra al oído:

Hay un río desbocado que es el amor.

Anega las calles,

moja los pies de vivos y muertos

y nos hace eternos.

Aurore se agarra con fuerza a la barra de seguridad del helicóptero. Quiere permanecer asomada. El aparato se eleva en la negrura. El rotor acalla su pena.

El piloto vuelve la cabeza y le pide que tenga cuidado de no caerse. Aurore no se inmuta. Siente en su cara el tifón que agita nuestra isla desierta. Entorna los ojos para apurar hasta el último instante la visión del hospital de campaña. Ya casi no lo distingue. Es tan profunda la oscuridad…

Mientras se esfuerza para no derramar una lágrima, dos estrellas fugaces cruzan el cielo de forma simultánea. Trazan la misma curva en paralelo, dejando dos estelas que, a simple vista, parecen una sola.

¿Qué probabilidad hay de que eso ocurra?

—David… —susurra, contenta—. Más o menos así imaginabas que sería el encuentro con tu hija: dos suspiros entrecruzados en el aire. Ya no hacen falta mantas térmicas; habéis producido todo el calor necesario con vuestro simultáneo Big Bang…

Tras una pronunciada maniobra, el helicóptero pone rumbo a la capital. Se ha alejado lo bastante de la batalla, ya no hay balas plañideras. El piloto se gira de nuevo hacia Aurore y le grita por encima del ruido del rotor.

—¡Si va a seguir ahí, al menos engánchese la cinta de seguridad!

Aurore le hace caso. Se estira para coger la línea de vida —qué bonito nombre para una correa de nailon— y rodea con ella su cintura. En el arnés hay una etiqueta con el escudo del batallón y una leyenda que dice «Salta sin miedo».

Mientras pasa el índice sobre esas tres palabras, mira hacia el lugar por donde han cruzado las estrellas fugaces.

«Ya no tengo miedo a nada —piensa—. Hoy moriría en paz, David, puedes creerlo. Pero lo más importante es que puedo vivir en paz. Ya no tengo miedo a vivir. Como tú decías, se trataba de dar un paso, los que vengan después serán por añadidura, quizá unos pocos, quizá muchos miles. Con tu bondad, me habrás imaginado una vida plena. Pero ¿quién sabe lo que ocurrirá mañana? El sol saldrá y unas horas después se pondrá de nuevo, ¿recuerdas? Aparte de eso… Dependerá de nosotros».

En ese momento, el rímel dorado de la coqueta diosa Ushas perfila el horizonte. Se despereza y libera los primeros brotes de luz, dejando ver la cimbreante silueta del resto de los aparatos de la patrulla.

—¿Cómo es posible? —exclama el piloto.

—¿Qué ocurre? —se inquieta Aurore, aferrándose más aún a la barra.

El piloto golpea con su dedo enguantado uno de los relojes del cuadro de mandos.

—Aún falta media hora para el amanecer. ¿De dónde demonios sale esa claridad?

Tras el sutil anticipo, la diosa Ushas —encaramada a su carro de caballos— revienta por completo la negra placenta y despliega toda la luz de un nuevo día. Se filtra por el portón entreabierto, por las ventanillas, por cada rendija.

—¡No es posible! —insiste el piloto, al tiempo que repasa con nerviosismo los indicadores—. ¡Falta media hora! ¡El amanecer no puede adelantarse media hora!

—Sí es posible —dice Aurore en voz baja.

Y sus labios dibujan una sonrisa que, como la luz dorada, se extiende por su pelo, por sus brazos. Todo su cuerpo sonríe.

Inspiro,

espiro.