Todo es distinto sin Aurore.
La vela se consume más deprisa.
Yo también.
No resisto la tentación de mirar al reloj que reposa sobre la mesa. Por primera vez me fijo en él con detalle. Es circular, de esos que tienen dos campanillas como dos pequeños moños. Alguno de los médicos lo habrá comprado en un mercado de la zona. Las agujas son bigotes, parece un familiar del cocinero. Si Aurore estuviera aquí, le pediría que pintase unos ojos y una boca en la esfera.
«¿Por qué te has ido? Aún no había acabado la historia del lama. Habría querido que también fuera tuya. Las historias vuelven a nacer en la mente de quien las escucha o las lee. Se entrelazan con tu cadena de ADN (de eso tú sabes mucho) y de pronto… existen. Sé que antes no hablabas en serio, que te gustaría saber el final».
—Voy a terminar de contarla en voz alta —digo con la vista clavada en el techo—. Las palabras seguirán por aquí cuando me haya ido.
«Son las mil y una noches del alma, como tú las llamas. ¿De verdad te he contado ya mil? Supongo que sí; sólo falta una…».
A ver, nos habíamos quedado en el patio del monasterio, el lama sentado, con la espalda apoyada en el muro encalado, y yo de pie, bajo el ulular de los cuencos tibetanos. Eso es. Recuerdo como si fuera hoy lo que me preguntó:
—¿Por qué sufres tanto?
Y yo me vacié como si alguien hubiera abierto una espita:
—El día que mi hija murió pasé varias horas en la estación de metro donde había ocurrido todo. Los policías se comportaron de forma compasiva. Me dejaron tranquilo mientras reunía ánimos para acudir a la morgue. Cuando por fin me levanté del suelo, me acerqué al borde del andén. Entonces, junto a uno de los raíles, vi su cámara.
»Bajé a recogerla. Parecía estar en buen estado. Busqué el botón de encendido. La pequeña pantalla se iluminó.
»Seleccioné el último vídeo. Había sido grabado allí mismo. Claudia se había dedicado a filmar una de las lámparas del techo. Alrededor de la luz revoloteaban una maraña de insectos. Durante un par de minutos la imagen permaneció fija, tan sólo alterada por el movimiento de los bichos y la creciente vibración de su pulso al obligarse a mantener erguida la cámara. De pronto, un mendigo que deambulaba por el otro extremo del andén llamó su atención. Claudia le enfocó y fue a su encuentro.
»Mientras se acercaba, un grupo de adolescentes rodearon al indigente y comenzaron a reírse de él, le quitaron la botella que llevaba, arrojaron al suelo su gorra de lana. Claudia aceleró el paso sin dejar de grabar. A partir de entonces el vídeo también pareció ir a más velocidad. El mendigo, hostigado; Claudia, enfurecida, reclamándoles que parasen ya. El cristal del objetivo era su escudo protector. Un escudo muy endeble.
»Uno de ellos le propinó un empujón. No creo que quisiera arrojarla a la vía. A una persona normal apenas la habría desplazado medio metro, pero ella estaba tan delgada…
No pude continuar.
El lama permaneció un rato a mi lado, haciéndome compañía.
Después me pidió que le acompañase.
Atravesamos una sala llena de telas. Resultó ser el vestuario para las danzas del Monlam, el Festival de la Gran Oración que iba a celebrarse al día siguiente. Faldas con cintas, banderolas, calaveras sonrientes y sombreros amarillos propios de la orden. De allí salimos a un patio en el que, postrados en el suelo, un grupo de monjes se dedicaban a dibujar un mandala de arena.
Había visto algunos parecidos desde mi llegada a Cachemira, pero siempre pintados en lienzo, colgados de las paredes de los templos o de los anticuarios de Srinagar. Aquél era tan delicado como los cuadros, pero el que estuviera condenado a deshacerse me producía una profunda ansiedad.
Levanté la vista al cielo. Por alguna suerte de misterio allí no corría viento.
Pero ¿y si comenzaba a llover?
Con una minuciosidad pasmosa, casi grano a grano, los lamas iban depositando la arena de colores sobre el trazado de tiza que previamente habían marcado en el embaldosado para que les sirviera de plantilla. En el centro destacaba un gran círculo, distribuido en laberínticos compartimentos que albergaban representaciones de la naturaleza; a su alrededor, otros círculos más pequeños servían de morada a los budas.
—Los mandalas representan el todo —explicó el monje—. De un solo vistazo tienes acceso a todo lo que hay fuera de nosotros, y también a todo lo que llevamos dentro.
Se llevó la mano al pecho. En el mío volvieron a resonar los versos que cantaba el panadero de la Mezquita Verde:
Cuando abro los ojos al mundo,
me siento como una gota de agua en el océano.
Cuando los cierro,
veo el universo completo como una burbuja que
asciende en el océano de mi corazón…
—Os admiro por dedicar tanto esfuerzo a algo tan efímero —dije.
—Será porque merece la pena. Piensa en el azafrán que crece en estos valles de Cachemira. ¡Son necesarias setenta y cinco mil flores para extraer diez gramos!
—¿Y si se levantase un vendaval y barriese la arena antes de la celebración de mañana?
—Sin duda sería un guiño del Más Allá. Lo importante es lo que hagamos hoy, sin pensar en un mañana que quizá no llegue nunca. Si estuviésemos apegados al mandala, obsesionados con conservarlo, generaríamos justo el efecto contrario al deseado. Éste puñado de arena es un gran instrumento de meditación. Nos enseña que la existencia entera cabe en un mero dibujo, que con tan sólo contemplarlo podemos recorrer todas las galaxias.
Fijé los ojos en aquellos círculos aún a medio componer, confiando que desplegasen de inmediato su mágico poder. Quería recorrer la Vía Láctea en busca de mi pequeña Claudia. «Tarde o temprano te encontraré, acurrucada bajo el único árbol de un pequeño satélite».
Emocionado por disponer de pista libre espacial, como era de esperar dirigí el cohete hacia el lugar equivocado. Era en mi interior donde estaban la eternidad y sus mundos, el pasado y el porvenir.
—En esta ocasión —siguió explicándome—, el abad quería que compusiéramos un mandala que describiera la paz perfecta. Hubo muchas propuestas. La mayoría de ellas representaban apacibles lagos que reflejaban la cordillera. Ya sabes: picos envueltos de nubes, cuya sedosa blancura hacía resaltar el azul de la bóveda celeste. Aquéllos bocetos tenían mucho de paz perfecta, pero el abad los desestimó y escogió este otro.
Me fijé bien en el dibujo. El círculo central estaba poblado de montañas, pero éstas eran abruptas, con quebradas sobre las que se precipitaban torrentes desbocados. Una tempestad se había apoderado del cielo. Por un extremo asomaba un tornado, y una gran ola se erguía sobre el único lago.
—No me parece muy pacífico.
El monje señaló un punto concreto del círculo. En un talud, junto a una de las violentas caídas de agua, había crecido un matorral que servía de apoyo a un nido sobre el que reposaba, apacible, una cría de águila moteada.
—La paz verdadera no nace a partir de la ausencia de sufrimiento. Nace de un corazón que logra mantenerse en calma en mitad de la vorágine que nos toca vivir, del caos y los problemas cotidianos.
»Sólo podemos encontrarla en nuestro interior —sentenció—. Y sólo si estamos en paz con nosotros mismos, sin avergonzarnos, lograremos lo más importante: morir en paz.
—¿Es eso posible?
El monje asintió con cierta candidez y declaró:
—El día que puedas afirmar en voz alta: «hoy moriría en paz», habrás alcanzado la felicidad.
La felicidad…
—Yo no lo lograré nunca. ¿Cómo podría no avergonzarme de todo lo que he hecho? ¡Olvidé que mi hija era lo más importante, lo olvidé por completo! Creí que se valdría por sí sola, era tan inteligente… O eso quise creer. Mi merecido castigo es sufrir durante toda la eternidad.
—Ésa es la salida fácil.
—¿Cómo puedes decir eso?
—El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional —declaró. Ahora recuerdo que fue él quien me lo enseñó—. Si sufres no eres capaz de actuar, y para honrar a tu hija muerta has de exprimir al máximo esta herramienta que es la vida.
El ulular de los cuencos tibetanos se hizo más agudo. Llegué a pensar que se trataba de un pitido de mis oídos. Me llevé las manos a la cabeza y apreté los ojos.
—Pero yo no quiero honrarla —sollocé—, yo quiero tenerla…
—Algún día comprenderás que eso no es necesario. Has de convencerte de una vez por todas de que tu hija forma parte de ti, al igual que tú formarás parte de las vidas que te sucedan. Darte cuenta de esto supone liberarte de todos los yugos que nos mantienen sometidos, pero al mismo tiempo implica una gran responsabilidad. Te obliga a actuar en consecuencia.
Llevado por un repentino impulso, eché a correr. Volviendo sobre mis pasos, crucé la sala donde se amontonaba el vestuario del Monlam, zigzagueé por la lamasería hasta el templo, subí a grandes pasos hasta el altillo, dejé a un lado el santuario del buda dorado, trepé por la escala de cuerda y salí a la terraza.
De nuevo el estallido de la luz blanca, las partículas de hielo suspendidas en la atmósfera, adhiriéndose al rostro.
Allí estaba el abad.
Apoyé las manos en las rodillas, tratando de recuperar el resuello, y le hablé entre jadeos.
—¿Puede asegurarme que, de un modo otro, me reencontraré con mi hija?
—Desde luego que sí. Cuando morimos nos encontramos con las personas que más hemos querido. Nos esperan con los brazos abiertos.
Hice una respiración entrecortada y me incorporé.
—Supongo que sigue hablando de forma simbólica…
—Puedes entenderlo de ambas formas: que te encontrarás con los tuyos porque literalmente están ahí con los brazos abiertos, o que no hay tuyos ni míos, ya que todos somos uno. Ambas cosas son lo mismo. Lo único cierto es que la vida trasciende nuestra infinitesimal existencia. No nacemos en el nacimiento ni morimos en la muerte. Lo importante es cómo actuemos en este breve lapso, porque con cada una de nuestras acciones forjamos la verdadera y única vida. Estás obligado a hacer lo que se espera de ti. Por algo el ser humano es la única criatura de esta Tierra que dispone de libertad para escoger su camino.
Aquél lama, enfundado en una liviana túnica que se desangraba sobre la piedra fría, me aseguraba que al morir me fundiría con mi hija, en un abrazo de carne o como dos suspiros que se entrecruzan en el aire; pero al mismo tiempo me exigía que siguiera viviendo. Y yo estaba tan cansado…
Permanecimos en silencio. A partir de entonces sólo habló la cordillera, con su voz cavernosa y su sobrecogedor eco:
Los hombres sufrís por lo que creéis vuestro,
por lo que creéis vuestro,
vuestro,
y sois vosotros la propiedad…
vosotros la propiedad…
la propiedad…