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Londres

Corría hacia la luz.

«Tal vez esto no sea la red de metro —pensé cuando comenzó a faltarme el aire y a estallarme el costado—, sino el túnel que cruza al más allá. Tal vez la fortuna me sonríe y soy yo quien está muriendo, mientras tú (Claudia, en este mismo instante) vuelves al instituto por la puerta trasera para que la tutora no se entere».

No era la luz divina lo que brillaba al fondo, sino las lámparas de Upminster Bridge. Había mucha más gente de la que podía esperarse en aquellas latitudes, pero yo seguía sin oír nada salvo el segundero doble del reloj eléctrico. Debía de llevarlo, sin saberlo, colgando del cinturón.

Aminoré la marcha, pero seguí tambaleándome entre los raíles. Nadie se fijó en mí cuando irrumpí en la estación. Me sequé la cara y repasé cada rincón. Flanqueado por un corro de curiosos, algo destellaba en mitad del andén.

Era una manta térmica dorada, de las que utilizan los servicios de emergencia.

Perdí la mirada entre sus llamas. El fuego tiene ese poder de embelesamiento.

—… Claudia Sandman… —oí con claridad entre la turba de murmullos.

¿Quién había dicho eso?

Era un policía, apoyado en una columna apartada del barullo, que pasaba por radio la información apuntada en un cuaderno.

Eché a correr, me encaramé al andén y aparté a un hombre de la empresa de limpieza y una mujer de color que vestía un abultado anorak.

—¿Claudia?

La manta térmica estaba vacía. No envolvía a una persona, tan sólo aire hediondo. La cogí del suelo y la examiné, como si el cuerpo de mi hija fuera a estar escondido entre los pliegues. Miré a un lado y otro. Los que me rodeaban dibujaron rostros de perplejidad. Me arrollaba el eco simultáneo de un millón de trenes.

Mi corazón se disparó. Latía tan rápido que agitaba el resto del cuerpo; llegaba a producir calor. Alrededor, el planeta congelado.

«¿Por qué no me has esperado? Venía a buscarte, ¿no lo ves?

»¡Créeme!».

Había llegado tarde.

Tarde.

Abracé la manta con violencia, protegiéndola como un animal rabioso. Sin juicio, sólo instinto. Los ojos abiertos como un demente. La olí. Necesitaba algo suyo: un resto de su colonia, un pelo.

Alguien murmuró que la niña se había tirado a la vía al paso de la máquina.

«¿Por qué dicen eso? —Apreté aún más la manta contra mi pecho—. ¡Es mi hija! No te preocupes, Claudia, yo sé que te has caído. Sé que no te dabas cuenta de lo que ocurría a tu alrededor; que el mundo se te había quedado pequeño y, en tu aislamiento, habías dejado de ver peligros fuera de tu cabeza. Ya sólo viajabas hacia dentro, me llevabas tanta ventaja… Yo seguía sumido en el caos, había olvidado que eras la salvación y la vida eterna.

»¿Por qué no me has esperado?

»Venía a buscarte, ¿no lo ves?

»Habría querido darte este calor que me abrasa. Teniéndome a mí, ¿para qué necesitabas una manta térmica? Te habría frotado el brazo, como hacía en las mañanas de fin de semana (hace tiempo que te considerabas mayor para eso), desde el hombro hasta la muñeca, donde mis dedos siempre se enganchaban con tu pulsera de hilo trenzado. Habría apoyado mi mano en tu pecho, en tu espalda, para darte mi calor, mi calor, este calor que me abrasa».

—Claudia, mi vida…

¿Quién ha apagado las luces de la estación? ¿Se han fundido las lámparas? Incluso el reflejo dorado de la manta térmica se extingue. Apenas quedan rescoldos. Quiero olerla, introducir mi nariz hasta detectar un resto de su colonia, encontrar un pelo. Quiero abrazarla con más fuerza, abrazar esta maldita pira de crematorio que se niega a incinerarme junto a mi hija…