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04.19 h

Aurore se incorpora pausadamente. Aun así, la llama crepita por el aire removido.

—Vaya con el monje… Además de sabio, es un poeta.

—No fue a él a quien oí esos versos. Creo que son sufís, de la doctrina del cocinero.

—La verdad es que no importa quién los haya escrito.

—Eso es lo que tiene esta tierra mágica. Todos los dioses consensúan sus enseñanzas mientras toman té.

Sonríe.

—Los dioses también dirán aquello de «¡qué felicidad!» con cada sorbo.

Simula que bebe y compone una graciosa mueca de satisfacción. Resulta encantadora a la luz de la vela.

Señalo el trapo de cocina que cuelga de la pared.

—Recuerda lo que nos enseñó nuestro amigo: da igual la bayeta que utilicemos, siempre que nos dediquemos a frotar y frotar.

—Ofreciendo en todo momento lo mejor de nosotros —completa ella—, como el enano al que golpeaban y la nube que vierte sus gotas de lluvia sobre bosques y estepas.

Cuando voy a asentir mi cuello se tensa, las venas adquieren la misma sección del drenaje que atraviesa mi costado, toda mi sangre huye despavorida ante el mal despertar de la medusa, que se había echado una siesta. El dolor, el dolor…

—¡David! ¿Qué te pasa?

Tengo la mandíbula desencajada…

—¡Mira en mi muñeca! —grito de una vez.

—¿Qué?

—¿Todavía llevo anudada mi pulsera?

—No sé a qué te refieres…

—Es una trenza de colores. La hizo mi hija y la he llevado desde que murió…

Levanta la sábana con nerviosismo. Veo por su expresión que la pulsera no está ahí. Se inclina para mirar el otro brazo.

—Quizá la cortaron para ponerte los goteros.

Intento relajarme.

—No te preocupes.

—La habrán guardado con tus cosas. Voy a buscarla. Te prometo que la encontraré aunque tenga que revolverlo todo.

—Olvídalo, no pasa nada.

—¿Cómo que lo olvide? Si es lo único que me has pedido en toda la noche…

Aurore es deliciosa. Sólo por saborear su candor, el dolor pasa de largo. Es curiosa esta montaña rusa a pequeña escala, como la de la vida entera: durante unos instantes se antoja insoportable y de pronto te deslizas por uno de sus valles con un refrescante viento en la cara.

—Si la quería era para regalártela.

Me contempla, sonriente y pensativa.

—En ese caso servirá un trozo de tubo.

—¿Cómo?

—El tubo del suero que se rompió tras el estallido de la granada.

Va hacia el mostrador y revuelve una bandeja de material. En la penumbra apenas se distingue nada, pero consigue hacerse con unas tijeras. Rodea la camilla, se inclina junto a la percha del gotero y corta un par de pedazos de la goma que yacía enredada entre los cristales.

—Estás muy loca —le digo mientras anuda uno a su muñeca y el otro a la mía.

Hermanados, como dos adolescentes que juntan la yema del índice tras pincharla con una aguja.

—Cuando la gente de mi pueblo dude de si de verdad he estado aquí, enseñaré orgullosa mi amuleto.

Alarga el brazo.

—Nadie lo pondrá en duda. Se trata de vía intravenosa típica de Cachemira.

—¿Y tú, David?

—¿A qué te refieres?

—¿Qué será de ti?

Debería decirle que me siento raro. Y no por la neuralgia. Mi cerebro arde a fuego lento. Debe de ser que la medusa deja residuos radiactivos allá donde toca.

—El sol saldrá y unas horas después se pondrá de nuevo. Aparte de eso… ¿quién sabe? Como dicen los lamas, dependerá de nuestros actos.

—Llévame contigo —dispone, muy seria.

¿Cómo podría alguien resistirse a una súplica semejante?

—Si estuviéramos en Macondo y pudiera elevarme agarrado a las cuatro puntas de una sábana hinchada por el viento, dejaría que te sujetases a mi tobillo y ambos nos perderíamos más allá de las nubes, hacia otra isla desierta en la que seguir compartiendo nuestras historias de náufragos.

—¿Qué es Macondo?

—El pueblo de una novela que leí hace tiempo.

—No la conozco —dice con pena.

—Ni los paracaídas de la ONU vuelan hacia arriba.

—No quiero que mueras.

—Morir es un nuevo amanecer. ¡Para mí será el tercero! Primero fue el sol brillando en la oscuridad de la noche, después llegaste tú y ahora…

—Empiezo a no soportar que hables de la muerte como si no pasara nada.

—No es eso…

—¡Sí que lo es! He atendido a docenas de moribundos y todos pasan por fases más… humanas. Sienten cólera, caen en profundas depresiones, se indignan y preguntan: «¿Por qué yo?». Incluso Jesucristo, que tan seguro estaba de lo que iba a ocurrir, atravesó diferentes estados antes de pedir a Dios que apartase de él ese cáliz.

—No se trata de quitarle importancia a la muerte, sino de aceptarla.

—¡Pues yo no la acepto! ¡Y me indigna que tú lo hagas, después de haberme…!

Se detiene de golpe.

Quiere decir después de haberla conocido.

—No se puede luchar contra lo inevitable —improviso.

—¿Cómo? —Se enfurece—. Llevas toda la noche convenciéndome de que persiga lo que amo, no has parado de hablar sobre esta bendita oportunidad que nos ha sido concedida para actuar, y eres tú quien no dejas de comportarte como si ya estuvieras muerto. ¡Pareces una maldita voz de ultratumba! ¿No te das cuenta de cuánto sufro cada vez que miro tu drenaje y veo que no cambia de color?

—No te pongas así, por favor. Recuerda lo que antes te he contado sobre…

—¡Déjate de cuentos! O mejor dicho: aplícatelos tú mismo. ¡Hasta tu propia hija te pedía que te ocupases más de los vivos! ¡Estás vivo, David! ¡Estás aquí, conmigo!

Un súbito y brutal silencio busca espacio para expandirse. Se introduce en mi boca, apenas puedo hablar.

—¿Cómo sabes eso?

—¿El qué?

—Lo que has dicho acerca de mi hija. Ésa frase. ¿Por qué la conoces?

tic, tac

tic, tac

—No lo sé, David, no lo sé. Antes de despertar, pasaste días delirando. Pero no te preocupes, no diré nada más que pueda molestarte. Ni una palabra más.

Da media vuelta y echa a andar hacia el pasillo con un repentino abatimiento.

Sus brazos, como los míos, son de plomo.

«¿Adónde vas? Antes tenías razón. Podrá parecer mentira, pero después de esta única noche te conozco muy bien. Sé cómo pestañeas cuatro veces cuando te pones nerviosa; podría dibujar los lóbulos de tus orejas; reconozco el olor de la crema solar que desprende tu piel…».

Siento una pena inmensa, un campo de antimateria que absorbe mis convicciones y vuelve a colmarme de dudas mientras ella se separa de mí, arrastrando los pies y el alma por el suelo cubierto de cristales, y abandona la habitación.