Me asomé tratando de ver lo que ocurría, pero sin intención alguna de bajar. Lo que tenían que hacer era reiniciar la marcha y llegar —en los dos minutos previstos— a Upminster Bridge. En el interior del vagón retumbaba el segundero de un reloj eléctrico que no veía por ninguna parte.
El revisor se acercó con cautela. Me pidió que hiciese caso de las indicaciones y me dirigiera al mostrador de billetes.
—¿Me está diciendo que no vamos a seguir? Si sólo falta una parada.
—Señor…
—¡Una maldita parada!
—Señor, le ruego que abandone el tren.
—¿Qué está ocurriendo aquí?
—No puedo decírselo.
—¿No lo sabe o no está autorizado?
Lanzó una mirada a mi mano, que seguía aferrada a la barra como si viajase en una avioneta y el soltarla supusiera caer al vacío.
—Ha habido un accidente.
Solté la barra. Fue como
caer
al
v
a
c
í
o.
—¿Qué?
—Señor, le ruego que…
—¿Qué clase de accidente?
—¡Ya basta! ¡Baje del vagón!
Sin pensarlo dos veces, le propiné un empujón y corrí por el andén perseguido por un silbato desafinado. Cuando estaba llegando al fondo, se abrió la portezuela de la máquina y salió un hombre con unos papeles en la mano que se interpuso en mi camino. Me desembaracé de él con un quiebro de cintura y un codazo, salté delante del tren y seguí mi galopada por la vía.
Al silbato se unieron una suerte de gritos que pronto quedaron atrás. Aumentaba el ritmo de mis jadeos. Sorteaba enormes tuercas de hierro entre los raíles. Me acechaban marañas de cable y pilotos de emergencia. En los ojos el sudor y las lágrimas,
en los ojos,
buscando la luz al final del túnel.