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04.03 h

—El día que acompañé al lama a su monasterio —comencé a narrar sin perder un segundo—, todas las montañas que alcanzaba a divisar estaban cubiertas de nieve. Trataba de pisar donde él pisaba. Yo calzaba las botas reglamentarias, las mismas que había utilizado desde mi primera misión con Naciones Unidas. Él, unos mocasines que habían sustituido a sus habituales sandalias.

»El cielo estaba nublado, pero la iridiscencia de la nieve quemaba las retinas. Me zambullía en una atmósfera en la que sólo había oxígeno para prender recuerdos blancos, pasajes de películas antiguas, citas célebres sobre esos horizontes que nos invitan a dar un paso, y después otro, siempre hacia delante; que cuando nos acercamos se alejan, para revelarnos que lo importante es el camino.

»Mientras caminaba hacia mi inesperado horizonte por el techo del mundo sólo podía pensar en Claudia. Un psicoanalista de Oxford me explicó que estaba tan ligada a la figura materna, por la tragedia que había acompañado a su nacimiento, que trataba de evitar el crecimiento a base de no comer. Pero Claudia deseaba crecer cuanto antes. Deseaba demasiado. En Cachemira las familias son más felices porque desean menos. Yo también lo deseaba todo. Deseé una hija que me quitó a mi mujer. ¡Qué imperfecto universo! ¡Qué pronto se rompe la armonía de las esferas! Más nos valdría que alguien nos contara a tiempo que la vida consiste en reubicarlas, una y otra vez, siendo conscientes de que pronto volverán a rodar como pelotas locas por la casa…

»Cuando perdimos de vista el campamento, cuatro jinetes se acercaron al galope. Forrados de pieles que se confundían con el pelo de sus ponis, hacían girar sobre sus cabezas unas fustas acabadas en un cordel. Pasaron frente a nosotros cubriéndonos de polvo de hielo y se introdujeron en una nube.

»«No hay duda», pensé. «Estoy en el techo del mundo. Lleno de horizontes para perseguir. Pero ya no es mi momento; mis fatigadas botas no están preparadas para caminar por la nieve».

»—¡Mira el cielo! —exclamó de repente el lama. El sol apareció por un hueco abierto en la capa gris y sus rayos brillaron de forma impresionante. Al poco, el hueco se cerró.

»—Eso es la vida.

»—¿A qué te refieres?

»—A ese instante de intensa luz que estás obligado a aprovechar. ¿No es grande el haber nacido libre? ¡Para algo hemos tomado prestado este cuerpo a la muerte, aunque sea durante un instante!

»Mis pensamientos sombríos volvieron a ocultar el momentáneo sol. Un rato después llegamos al monasterio: un brochazo rojo en la inmaculada ladera. Rojo de sangre de antiguos guerreros, de corazones abiertos a las verdades absolutas. Cruzamos el portón. Aquél lugar incitaba a creer. Entre los muros de adobe se respiraba tanta fe que te sentías capaz de forjar una propia. Una pareja de lamas salió al paso. Llevaban la túnica anudada en la cintura, dejando al aire una camiseta de tirantes. Venían del lavadero, portando dos cubos de plástico llenos de platos.

»Cruzamos el patio. El empedrado era una pista de patinaje. Dos gallos avanzaban a trompicones como Charlot y Buster Keaton. Entramos en el edificio principal y subimos por una angosta escalera de madera. En la buhardilla estaba el santuario, recubierto de telas que caían desde el techo como estandartes de olvidados linajes. Olía a manteca quemada. Al fondo, una hilera de estatuas de deidades y demonios protectores vigilaban quién entraba. En mitad de todos ellos, la cabeza de un gigantesco buda dorado emergía por una trampilla. Fui directo a asomarme, asombrado por su tamaño. Estaba sentado en la posición del loto en el sótano y atravesaba tres plantas hasta irrumpir en el templete.

»Las montañas, vistas a través del marco de la ventana, semejaban el paisaje mágico de la Gioconda. Temía hacer algo incorrecto, la cordillera contemplaba cada uno de mis movimientos. Unos pájaros que piaban en las vigas del techo se lanzaron sobre nuestras cabezas y comenzaron a dibujar arabescos simulando las tallas de los capiteles.

»El lama me dejó solo. A lo lejos sonaban espadas chocando. Quizá fuera el yunque de un herrero que trataba de forjar mi alma. Llevaba mucho tiempo portando mi angustia como un descolorido tatuaje en el antebrazo. Ya ni siquiera me daba cuenta de que estaba ahí.

»Al poco, el monje regresó en compañía del abad.

»—¿Qué buscas aquí? —me preguntó sin preámbulos.

»—Resucitar a mi hija —contesté sin pensarlo.

»—Has venido al lugar correcto. En este lugar, con el cielo al alcance de la mano, todo es posible.

»No podía creer lo que acababa de oír. El corazón me latía a toda velocidad. Hizo que le acompañara a través de una portezuela y una escala de cuerda hasta la terraza situada sobre el santuario. Era el punto más elevado de la lamasería. Desde allí se obtenía una vista de planetario, pero con viento real. Un viento que formaba remolinos de nieve polvo en las cimas y congelaba la nariz.

»—¿De verdad puede resucitar a mi hija? No me irá a contar ahora que tarde o temprano se reencarnará en una vaca o en una princesa etrusca.

»—Mucha gente cree que la reencarnación consiste en cambiar de traje, y no es así. Digamos que es una explicación simbólica. Cuando morimos, todo nuestro ser se transforma.

»—Todo menos el alma, entiendo.

»—Si te refieres a un alma individual… Creo que no existe, al menos como tú la concibes.

»—¿Qué está diciendo? ¿Cómo podrá entonces resucitar a Claudia?

»—Cuando morimos todo se transforma —retomó—, al igual que ocurre cuando tomamos cualquier tipo de decisión en la vida. Con cada uno de nuestros movimientos, por pequeño que sea, propiciamos un mundo mejor o peor en el cual surgen otras formas que en realidad somos nosotros, otros cuerpos que también somos nosotros.

»—Ya, pero mi hija…

»—Respira este viento helado —sentenció sonriendo—. Deja que penetre en ti, que se funda en ti.

»Me sentí tan defraudado que ni siquiera le contesté. Di media vuelta y me marché conteniendo las ganas de arrancar la escala de cuerda y dejarlo aislado allí arriba para que se fundiera cuanto antes con sus malditos elementos.

»Un rato después, el monje me encontró derrengado en uno de los patios de la intrincada estructura del monasterio, con la espalda apoyada en un muro encalado. Se sentó a mi lado en un poyete.

»—¿Oyes esa música? —me preguntó.

»Agucé el oído. Un relajante ulular sobrevolaba nuestras cabezas. Traté de serenarme, ayudado por aquella insólita armonía, y seguirle la corriente.

»—¿Sale de esos cuencos que utilizáis como instrumento?

»—Así es. Unos cuencos que deben estar absolutamente vacíos para que suenen bien. Hay que asegurarse de que no contienen ni una mota de polvo, del mismo modo que para enfrentarte a tu nueva vida has de vaciar la mente de todo lo que indebidamente has acumulado.

»—¿Quién te dice que quiero iniciar una nueva vida? —grité. El lama se limitó a mirarme. Me levanté y le espeté a la cara—: ¿Qué te hace pensar que la merezco?

»—Desconozco lo que te ha ocurrido, pero sé que la insensibilidad y la evasión no son la vía para repararlo. Piensas que no mereces volver a amar, pero te equivocas.

»—¡No se trata de volver o no a amar! ¡Se trata de que jamás volveré a amar a Claudia! ¡Tú nunca has salido de este monasterio, no tienes mujer ni hijos! ¡Ni siquiera puedes imaginar lo que sufro!

»El lama esperó unos segundos y me habló como si recitase un poema:

»—Si analizas nuestra existencia individual, verás que está llena de sufrimiento. Sufrimos al nacer, al enamorarnos, al envejecer, al enfermar y al morir. Sufrimos para conseguir aquello de lo que carecemos, luego para conseguir más y después para conservarlo, sin darnos cuenta de que al final tan sólo morimos. Nos vamos de aquí sin nada, porque nada nos pertenece. Si tuviéramos que resumir toda la historia del ser humano desde el principio de los días, no nos harían falta cien tomos, ni diez, ni tan siquiera uno. Bastaría una sola frase: el ser humano nace, sufre y muere.

»Agaché la cabeza y dije:

»—Si ése es nuestro destino, ¿de qué nos sirve haber venido aquí? ¿Ni siquiera debemos luchar para conservar lo que amamos?

»—Claro que has de luchar. Ésa es la vía que marca la diferencia, el camino que escogen aquellos que logran engrandecerse en este escenario poco propicio. Pero nunca considerando lo que amas una posesión privada. Eres tú quien has de entregarte sin esperar nada a cambio. Obrando así, lograrás trascender esta dolorosa existencia individual, comprenderás que estás en todo y que todo está en ti, como antes decía el abad. Habrás cerrado el círculo y dejarás de sufrir. Tus acciones se encauzarán de forma desinteresada y tocarás la felicidad, al principio sólo con la punta de los dedos, luego un poco más, un poco más…