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03.57 h

He tratado de que Aurore no lo note, pero hace rato que vuelve a dolerme la cabeza. La medusa ya no golpea como una demente contra las paredes acolchadas de su celda. Ahora se dedica a horadar un hueco en mi frente con uno de sus filamentos. Como siga así mucho rato, terminará abriéndome un tercer ojo.

El piloto de la batería del portátil comienza a parpadear.

—Para cuando avisa ya está a punto a apagarse —advierte Aurore—. Tengo que arreglarlo. Donde vivo hay una tienda en la que lo reparan todo, desde un ordenador hasta un cortador de embutido.

Ha dicho «donde vivo»; y por primera vez en mucho tiempo piensa en volver. Ella también se ha dado cuenta.

—Júrame que tienes un cortador eléctrico de embutido…

Suelta una carcajada.

—Sí, lo tengo.

—Me das más miedo que los carniceros de la matanza de Texas.

Mientras ríe, la pantalla se funde en negro.

De nuevo nos sumimos en la oscuridad absoluta.

Si fuera una película, ahora subiría la música y aparecería la palabra fin.

No es el fin. Se oyen disparos en el exterior, mi hemorragia interna sigue anegando el drenaje… Pero Aurore volverá a casa y arreglará la batería de su Mac.

No es el fin, ni tampoco el principio. Es ahora.

No la oigo moverse. Es como si hubiéramos apagado la luz a propósito para quedarnos dormidos.

—¿Por qué no te tumbas otra vez a mi lado? —le pregunto.

Las palabras suenan diferentes en la oscuridad. Parecen no corresponder a ningún momento concreto.

—¿Estás seguro?

Palabras sin tiempo.

—Claro.

—No quiero que te sientas mal.

—¿Cómo voy a sentirme mal?

—Como antes, con lo del beso.

Palabras suspendidas en el aire. La oscuridad las mece.

—Recuerda que no querría estar en ningún otro sitio más que aquí.

Noto que la camilla se balancea ligeramente. Debe de estar retirando el Mac apagado de mi pecho y acomodándose junto a este cuerpo mío que no siente su proximidad. ¡Sí, aquí está! Su respiración en mi cara. Eso sí que lo noto, un tifón que sacude esta isla desierta. Refresca las palmeras, hace que salgan a pasear los cangrejos ermitaños.

—Mi corazón se acelera —dice cuando ha terminado de coger la postura.

—Debe de ser por miedo a caerte de la camilla.

—¿Quieres tocarlo?

—¿Cómo?

—¿Me dejas que coja tu mano y la ponga en mi pecho?

—No voy a notar nada…

—Verás cómo sí.

Estamos a oscuras y mis terminaciones nerviosas siguen condenadas al profundo letargo, pero Aurore relata su acción con una conmovedora ternura que se filtra en las recónditas cavidades donde germina mi erotismo. Llega a hacer que mis neuronas burbujeen. Mi cerebro parece un jacuzzi.

—Estoy cogiendo tu mano. La separo despacio de la sábana. Me levanto un poco la camiseta, lo justo para introducirla sin que se arranque la vía de la transfusión. Vamos subiendo desde mi ombligo hacia arriba… Tiemblo… Y aquí está el corazón. La poso con cuidado, justo encima. Ya está. Ahora silencio, dedícate a escuchar…

—Tenías razón —susurro de forma entrecortada—. Oigo los dos latidos, el tuyo y el mío.

—Van cada uno por su lado.

—Y sin embargo acompasados, como los del mercader y el terrateniente del cuento del desierto.

—Pom, pom. Pom, pom.

—Pom, pom.

—¿De verdad no sientes miedo? —pregunta Aurore.

—¿A caerme de la camilla?

—Hablo en serio. Necesito que me contestes.

—Ni yo siento miedo, ni mi hija lo sintió… Ni tampoco tu madre. Analiza este momento. Así, a oscuras, las palabras suenan a música clásica. Y cuando cruzamos la línea ocurre lo mismo con nosotros. Nos convertimos en un conjunto de notas y de silencios que se sumergen en un pentagrama infinito. Na na… na… Na na… —canturreo.

—¿Qué es eso?

—La obertura de Strauss que sonaba en 2001, odisea del espacio. No sé por qué me ha venido a la cabeza.

—¡Cantas fatal! —exclama riendo.

En la oscuridad, la risa se confunde con el llanto. Ambos dotados de liberadoras lágrimas.

—Dónde queda el 2001… Recuerdo cuando aún faltaban décadas para que llegase el cambio de siglo.

Se abraza a mí. Si aprieta mucho terminará por arrancarme el drenaje, pero habrá merecido la pena.

—Eres un viejo.

—No te pases, tengo poco más de cuarenta. No creo que te saque más de diez.

—Dime cosas de viejo sabio.

—¿Como qué?

—Como lo de que somos notas y silencios de una misma sinfonía.

—Es una sinfonía infinita. Por eso no somos viejos ni jóvenes. Vivimos desde siempre y para siempre, y volvemos a nacer cada día, como la diosa Aurora.

—Me dijiste algo parecido cuando nos conocimos. Piensa otra enseñanza.

—¡Qué presión! ¿Sobre qué la quieres?

—Sobre el mar. El estar así, a oscuras, hace que me acuerde de mis vacaciones en la costa. Me gusta dormir con el ruido de las olas.

—El mar es la sinfonía perfecta de la naturaleza. Y nosotros somos el murmullo de un solo mar. Una gota no puede pretender que viene de un río y otra de otro río.

—Sigue.

Quiero que se me ocurra algo ingenioso. La cabeza me estalla. Siento que estoy llegando al final de mis posibilidades, pero me da pena confesárselo.

—Había un poema que recitaba aquel monje tibetano…

—Eso es, cuéntame de qué hablabais en vuestros paseos por la montaña.

—No me hagas mucho caso, pero creo que decía algo así como:

Descansa, que todo acaba.

En tu lucha infructuosa, descansa.

En este instante, que ya se ha ido.

Descansa

en la muerte de lo que siempre estará vivo.

Las balas respetan la pausa que sigue al poema.

—Me parece notar la presencia de mi madre en esta burbuja nuestra —susurra Aurore—. Pero no te preocupes, no pretende molestar. No es como si otro cuerpo hubiera entrado de pronto para restarnos espacio. Es más como si… Por primera vez la siento parte de mí misma.

Me abraza con fuerza. Derrama lágrimas que buscan la comisura de mis labios. Degusto su sabor salado.

Como el sorbo de té. ¡Qué felicidad!

—Llévame de viaje —dice de pronto.

—¿Qué?

—Llévame allá donde pueda sumergirme en lagos helados y nadar con peces mariposa. Donde los lamas que se cruzan en las escalinatas de los templos intercambian poesías como ésa…