Barking.
Upney.
Me habría dado cuenta.
Becontree.
Dagenham Heathway.
Dagenham East.
El artículo también afirmaba que, en casos extremos, los enfermos de anorexia quieren morir. El control les agota, y no les basta con destrozar un tomate.
Morir…
Un estremecimiento. Miré el plano. Sólo faltaban tres estaciones.
Elm Park.
Hornchurch.
Nos detuvimos en aquel andén solitario. ¿Quién va a subir aquí? ¡Arranque ya, que sólo falta una! «Claudia, Claudia… Espérame, que ya llego. A darte de comer y de beber mi carne y mi sangre».
Mientras esperaba a que el tren reanudara la marcha, una sonrisa se abrió paso en mi cara. Habría querido contarles a los demás viajeros que estaba a punto de recuperar a mi hija, pero el vagón iba casi vacío y los pocos que me acompañaban miraron de pronto hacia afuera.
¿Qué ocurre? ¿Por qué no arrancamos?
Nadie subía ni bajaba, pero las puertas permanecían abiertas.
La voz amplificada del revisor se apoderó del andén.
«Les pedimos disculpas. Hemos de suspender el trayecto por motivos ajenos a la empresa. Les rogamos acudan al mostrador de la…».
Apenas entendía aquel chorreo infame, era como si oyese una lengua muerta. Todos los viajeros echaron a andar como autómatas.
¿Adónde vais?
¡Que esta maldita máquina siga adelante!