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03.41 h

Es cierto que al otro lado de la línea recuperamos los sentidos perdidos y los miembros arrancados. Tras el estallido, bajo la luz del sol que brillaba en mitad de la noche, me sentí completo. Como si jamás hubiera padecido un catarro. Ya había oído que quien ha estado en el umbral de la muerte, lo que menos desea es volver. Nadie imagina lo que es sentirte… una prolongación de tus dioses. Debería habérselo contado al doctor sij. Si esto le pasa a todos los moribundos que se han adentrado en el túnel, podrá considerarse un dato científico.

Mientras doy una última vuelta a estas cavilaciones, los ojos de Aurore se inyectan en sangre; su cuerpo se tiñe de verde, y no por el delantal de plástico; su piel muta en una suerte de escamas. ¡Es una cobra del mercado! Se arquea y hace vibrar la lengua bífida…

—¿Qué te ocurre? —me pregunta.

Abro los ojos de golpe.

La habitación en penumbra, apenas iluminada por la pantalla del portátil. Me había quedado dormido. Durante unos segundos sigo asustado. En el mundo de los sueños todos somos niños, nos dan miedo las serpientes, incluso las que no son venenosas y bailan al ritmo de las flautas.

—Lo siento…

—¡Te habías quedado dormido! —Suelta una carcajada—. ¡No te gustan mis historias!

Estoy confuso.

—¿Qué historias?

—Yo también quería aportar mi granito de arena a tus mil y una noches. Había comenzado a contarte algo interesante que me pasó una vez, pero olvídalo. —Hace un gesto altivo—. No lo voy a repetir.

—Lo siento… —Al ver que me disculpo, ríe más todavía—. Me estás mintiendo. Eres mala…

Se lleva la mano al bolsillo lateral del pantalón de campaña y saca un objeto pequeño. Al acercarlo a mi cara destella a la luz del portátil que se balancea al ritmo de mi mecánica respiración.

—Mírate —me sugiere.

Es un espejito de tocador.

—¿Por qué llevas eso encima?

—¿Y por qué no?

—No sé si en este campamento tendrás muchas ocasiones de retocarte el rímel.

—También se usa para otras cosas. ¿O piensas que a las mujeres no nos sale un poco de bigote?

—Siendo militar supongo que te saldrá un gran mostacho.

—Hazme caso y mírate.

—¿Qué quieres conseguir?

—Cuando era pequeña y despertaba de una pesadilla, mi madre hacía que contemplase mi cara soñolienta en uno parecido a éste, y siempre funcionaba. En aquellos días mi realidad era acogedora. Me tranquilizaba regresar a ella.

—Pues es la misma realidad de la que has huido.

—No es la misma —replica con gravedad.

—¿Crees que ahora está llena de acechantes serpientes?

—¿Cómo?

—Las únicas serpientes peligrosas son las que viven en nuestra mente. A las demás puedes amaestrarlas con una simple flauta de bambú.

—No conoces a mis hermanos.

—También sabrías cómo domarlos.

—Te digo que no los conoces.

—Mira lo que estás haciendo conmigo. ¿Eres consciente de la cantidad de amor que eres capaz de entregar?

—Contigo, tú lo has dicho. Contigo es fácil. A ellos no puedo tratarlos como a ti.

—Deja que te cuente otro pasaje de mis mil y una noches, como tú las llamas.

—Las mil y una noches… del alma —susurra en mi oreja, dándome su beneplácito.

Dicho por ella, hasta eso suena sensual. Desde que la he tenido a un palmo de mi boca he de esforzarme para que no me cieguen sus labios, la piel erizada de sus brazos, su aliento cálido. Comienzo a hablar para no turbarme.

—Cuando abandoné la casa donde me invitaron a cenar la noche del partido de críquet, la madre del niño salió tras de mí y se ofreció a llevarme en su góndola. Dijo que atajaría cruzando el lago Dal. No pude hacer otra cosa más que aceptar. Desde que escuché la fábula de los mercaderes estaba a merced de aquella familia.

»Me pidió que me colocase frente a ella para repartir el peso. En uno de sus dientes, junto a dos muelas de oro, relucía un brillante. Del velo (que no ocultaba su rostro dado que, aparte de mí, el único testigo de su belleza madura era la luna que apenas asomaba entre las nubes) colgaban aros de plata que campanilleaban, orquestando el golpeteo sordo del agua contra el casco.

»Nos introdujimos por un canal estrecho, entre grandes árboles que se estiraban desde la orilla para agarrar las ramas del otro lado. Dejábamos una estela entre el manto de hojas que cubría la superficie. Pasamos bajo un puente de piedra de cuya balaustrada colgaba una sábana tendida. Me pregunté por qué no podía asir sus cuatro puntas y, dejando que la inflase el viento, ascender al cielo y perderme entre lluvias y planetas.

»Amarramos en una escalinata que se sumergía en el agua. Unos pescadores cosían las redes que utilizaban para retirar el plancton. La mujer señaló con el índice una calle. No conocía aquel barrio. En realidad, nunca había pasado por la zona antigua de la ciudad. Me despedí de ella con la sensación de que algún día volvería a ver ese diente engalanado. Quizá fuera mi anhelo de formar parte de su clan, de que me adoptasen. Pero nadie querría adoptar a un muerto.

»Me sumergí bajo las arcadas ojivales de un bazar. Había puestos de quincalla y freidurías en cuyas sartenes gigantes chisporroteaban láminas de fécula y pasteles de calabaza.

»Como en la boda hindú, los rostros de cualquier niña me parecían el de Claudia. Y ahora sé que lo eran. Y también sé que cada vez que una de ellas dibujaba una sonrisa, todos los soldados (en la ciudad y, más allá, en los destacamentos de la línea) sentían una punzada en el pecho y aparcaban por un rato sus fusiles. Aquéllas sonrisas blancas sobrevolaban el humo de los morteros y les atravesaban el corazón como una flecha perdida de Vishnú, el dios que preserva la vida.

»Y, como en la boda hindú, vi al enano de los bombachos.

—¡El enano! —se alegra Aurore, como si ya lo conociera.

—Lo vi a través del arco mogol de la Mezquita Verde, tirado sobre una alfombra de rafia entre un montón de zapatos, babuchas y sandalias. No estaba en su mejor momento. Un grupo de reclutas de permiso le estaba dando una buena paliza, escupiéndole y llamándole deforme y cosas peores.

—¿Qué dices?

—Pero lo más sorprendente era la respuesta del enano a sus agresores. No sólo les sonreía, sino que, ligando frases a duras penas, les invitaba a comer y a dormir a su casa; y cuando podía retirar los brazos de la cara magullada sacaba su bolsa y les ofrecía su dinero.

—¿Por qué hacía eso?

—Yo tampoco lo entendía. Eché a correr hacia ellos y conseguí ahuyentarlos. Ayudé al enano a recomponerse, le llevé a un café del zoco y, más tranquilo, le pregunté por qué actuaba de esa forma. Todo lo que me contestó fue que no podía evitarlo. Que su corazón rebosaba amor.

»Le dije que estaba loco; que con toda la gente buena que había en el barrio, muchos de ellos muy necesitados, era un crimen derrochar tanto amor con aquellos indeseables. Y él me contestó: «No puedo dejar de desprender amor, ni tampoco escoger sus destinatarios. ¿Acaso una nube vierte o no la lluvia dependiendo de quién esté debajo? No importa que sobrevuele un bosque o una estepa, o que el sediento sea un fugitivo con las manos manchadas de sangre. Ésa delicada nube, mientras le quede una sola gota de agua, seguirá exprimiéndose hasta desaparecer».

Durante unos segundos, ninguno decimos nada.

Al unísono dirigimos la vista a los pétalos pintados en las paredes y el techo, que adquieren una nueva dimensión. Apenas se distinguen por la escasa luz del portátil, pero no hay duda de que, recién regados por el agua de la nube, están más bellos y aromáticos que nunca. La habitación —entre los pétalos, el té de menta y las fotos que aún permanecen en mi mente— está colmada de aromas.

—¿Siguen por ahí los sprays? —le pregunto.

Mira al suelo. Está todo revuelto desde el estallido de la granada, pero pronto localiza la caja.

—Sí.

—¡Pues coge ahora mismo el verde y pinta una cobra en la pared!

—¿Que pinte qué?

—Una cobra, como las de los faquires. ¡Y que se arquee sinuosa!

—Las cobras no son verdes, creo que son más bien negras.

—No te hagas de rogar…

Rebusca sin rechistar entre el montón de aerosoles y acerca uno a sus ojos para comprobar que es del color que busca. Va hacia la pared, agita con ímpetu el spray y aprieta el pulsador.

El soplido del gas que esparce la pintura me provoca el mismo efecto que el viento en lo alto de un acantilado; un acantilado sin osos azules del Himalaya. Me veo capaz de extender los brazos y volar, sólo dejándome llevar.

Ni siquiera necesito sábanas infladas como parapentes.

Los pétalos miran de reojo a la serpiente que va tomando forma, mientras hacen tirabuzones como pájaros migratorios que se cruzan en el cielo.

Sigo centímetro a centímetro sus trazos inseguros. Le cuesta mantener la unidad de grosor y tamaño en el cuerpo estirado del reptil. Dibujar con el spray es más difícil de lo que parece, pero le queda bastante bien.

Cuando termina, arroja el aerosol a la caja y respira hondo, exhausta tras otro furtivo grafiti.

La serpiente me observa.

«Hola», la saludo.

«¿Verdad que lo único que quieres es bailar? No te preocupes. Yo tocaré la flauta de bambú».